Recuerdo la sensación que se sentía en la monumental fila de la casilla 929 el pasado domingo 2 de junio en la mañana: cientos de personas serpenteábamos el patio central del IECA en Irapuato haciéndole el quite al sol con el fin de llegar a las urnas. Como lo auguré en mi anterior columna, el INE hizo gala nuevamente de su ineficiencia. Del complejo, que abarcaba varios edificios y espacios al aire libre, sólo dispuso de un salón para embutir funcionarios y casillas. Sin señalización alguna y con presencia decorativa del Guardia Nacional y el Ejército, un solo vigilante añoso y con sobrepeso daba algunas indicaciones de cómo debían formarse los votantes. Aun así, la buena disposición e intachable civilidad de los asistentes se mantuvo durante las dos horas y veinte minutos que esperé para depositar mi voto. 

Esa larga fila, fruto de una pésima planeación, hizo pensar a muchos que los electores se habían volcado a las urnas como nunca. Tuvimos que esperar muchas horas para saber que la participación había sido menor a la elección pasada, pues el INE también demostró de nuevo su lentitud para entregar resultados: Tras cerrar todas las urnas en todo el territorio mexicano a las 7:00pm, el avance nacional de los conteos cuatro horas después apenas rebasaba el 21%. En Guanajuato, la cosa no iba mucho mejor, apenas registraba el 24%. El Salvador, con una población votante muy similar a la guanajuatense, además de muchas más dificultades logísticas y geográficas, escrutó en su elección presidencial de este año prácticamente al 100% en el mismo lapso… 

Pero vamos a los resultados, porque muchos de aquellos que sostenían de manera tajante que el INE no se debía tocar, ahora claman que hubo fraude porque la extraordinaria candidata que gustaba vestir botargas y diseñar LEGOs no obtuvo la votación que Massive Caller le había pronosticado. Nunca había visto tanta bilis derramada en las redes sociales, donde la resaca del 3 de junio opacó la civilidad presente en los comicios. El clasismo, racismo y la mala leche inundaron muros y sublimaron memes. 

A una semana del tsunami guinda siguen lloviendo explicaciones sobre qué pasó con esa oposición tan pagada de sí misma que, a sabiendas de encontrarse por debajo de Morena en casi todos los sondeos, no vio venir una derrota tan apabullante. 

En Guanajuato, el PAN salvó la gubernatura, pero perdió el congreso local. Así como en la votación para presidente ganó Sheinbaum. ¿Elección de estado o muestra de la feble candidatura del Alma Alcaraz? Ambas, quizás. Porque así como muchos endilgan al triunfo de Morena la venta del voto popular a cambio de los apoyos sociales, podríamos pensar lo mismo en el PAN de Guanajuato con su ofrecimiento de tarjetas rosas para todas y la misma táctica de chantaje de retiro de becas y otras ayudas. 

Y, sin embargo, Sheffield derrotó a Márquez en la competencia por el Senado, y Libia García gobernará con un congreso en contra. Es imposible reducir todo a un mero asunto de compra de conciencias con tarjetas para el bienestar o monederos. 

Mientras avanzan las impugnaciones, las denuncias de fraude o el simple pataleo ante resultados desfavorables (algo que incluye tanto a Prianistas como a Morenos), me parece importante recalcar un aspecto que muchos analistas pasan por alto: Aunque lo nieguen, los resultados de esta elección revelan conciencia y lucha de clases sociales. De acuerdo con la última encuesta preelectoral de Áltica, publicada hace unos días por El País, Gálvez obtuvo sus mejores resultados entre patrones y empleadores, así como en ingresos superiores a los 50.000 pesos mensuales. Vistos por ellos mismos, el motor del empleo y por ende, del país. Vistos por buena parte del electorado de Morena, esa tercera parte de la población que se ha beneficiado del sistema que vino a reformar López Obrador, sin outsourcing, con mejores salarios y más vacaciones. Y que sigue en su burbuja pensando que les robaron la elección.

Comentarios a mi correo electrónico: panquevadas@gmail.com

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