Los aviones son capillas en movimientos: atraviesan el reino de los cielos y se mantienen en el aire gracias a nuestra fe. En una ocasión tomé varios aviones seguidos en compañía de Carlos Monsiváis. Me persigné en cada despegue y cada aterrizaje, siguiendo una costumbre sólo superada por los partidos del Necaxa. Él vio el gesto con la reserva de alguien formado en el credo protestante y, al llegar a la meta, dijo con ironía: “Supongo que ahora tenemos que cantar un Te Deum”.

La aviación civil es para mí una rama de la religiosidad. Cada detalle -del número del asiento al horario de despegue- influye en este sistema de creencias. Soy tan supersticioso que desconfío de la superstición ajena. Me gustaría estar rodeado de gente que sólo confía en la técnica y la materia. Lo digo por algo que pasó en Lúxor. Salimos a la pista para abordar el avión y encontramos al piloto arrodillado frente a la nave. Su devoción me inquietó: el religioso debía ser yo, no el encargado de maniobrar palancas y botones.

Estas ideas vienen a cuento porque acabo de pasar por el rito de paso de comprar una maleta. Siempre elijo la marca más conocida, no por confiar en su calidad, sino porque eso pertenece a la tradición y no quiero caer en pecado de apostasía. 

Llevaba años sin hacer esa compra y, como suele suceder, la tecnología me deparó una sorpresa. Los modelos recientes tienen un candado que coordina todos los cierres. Al lado, vi un curioso agujerito. Pregunté de qué se trataba y la respuesta aumentó el misterio: “Es para una llave que sólo tiene el gobierno de Estados Unidos”.

Washington es al capitalismo lo que el Vaticano a la Iglesia católica. Quien tiene el poder, tiene las llaves. Jesús lo dejó muy claro cuando convirtió a san Pedro en el conserje más famoso de la historia, capaz de abrir y cerrar la casa del Señor.

Hace unas semanas, Juan José Millás me contó que había conversado con un sacerdote. El diálogo adquirió un insospechado sesgo científico que de pronto se tornó religioso. El cura le comentó que todo el hierro que contiene el cuerpo humano alcanza para fabricar una pequeña llave. Fiel a su oficio, el novelista se preguntó cuál sería la cerradura de esa llave. Por su tamaño, podría servir para abrir un buzón de correo, una cajita con joyas o un candando para una maleta. Sin embargo, esta última posibilidad es exigua porque, como he dicho, el equipaje ya viene con su propio blindaje.

Asombra y conmueve que el cuerpo se pueda convertir en una herramienta diminuta. Es posible que en el futuro se generalice la extracción póstuma de hierro y los testamentos incluyan el destino que debe dársele a esa llave.

¿Dónde ocurrirá eso? Desde que los mayas inventaron el cero, México llega tarde a las demás innovaciones. Somos una potencia mundial en abrir cerraduras con ganchitos, pero no en patentarlas. La idea de convertir a un pariente recién fallecido en una llave prosperará primero en otros sitios.

Esto despierta interrogantes de interés. Los países con mayor tecnología también suelen ser los más reglamentados. El progreso estimula prohibiciones. Es de suponerse que las llaves producidas con materia humana se someterán a códigos severos. No todas abrirán cualquier cerradura.

Volvamos a la peculiar llave del gobierno estadounidense. ¿Algún humano podrá convertirse en ella para brindar el servicio eterno de inspeccionar el equipaje? De ser así, ¿tendrá que haber llevado previamente una vida digna como agente aduanal?

Cuando Jesús ignoró a los demás apóstoles para confiarle las llaves a Pedro, quedó claro que no todos estaban capacitados para ejercer esa responsabilidad. Los méritos morales establecen jerarquías.

Para dominar las mejores cerraduras hay que seguir un camino de virtud. El agujerito a un costado de mi maleta exige el cumplimiento de al menos tres de las siete virtudes celestiales (Paciencia, Diligencia y Templanza). Hay que estar calificado para la supervisión y estar aún más calificado para convertirse en la llave especial que la permite.

De modo sugerente, ahora las maletas se pueden inspeccionar sin violar candados ni dejar huellas. Alguien, un invisible vigilante, escrutará nuestras pertenencias sin que lo sepamos. ¿Hay algo más parecido al Dios oculto que supervisa nuestras acciones y detecta nuestros contrabandos?

No cabe duda: comprar una maleta es asunto teológico.

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