Ahora que nos odiamos a destajo, que estamos intoxicados de violencia, me he puesto a reflexionar sobre la increíble continuidad y resistencia de modelos autoritarios aprendidos durante siglos que ahí siguen, a prueba de saltos generacionales.

En una misma semana la invasión de imágenes de eventos violentos es una constatación de lo que sigue dominando al mundo. Se me apachurra el corazón de pensar que la disidencia de la ternura y el cuidado ha mellado poco. Que si el atentado contra Trump, que si la final de la Copa América convertida en una estampida de agresiones, que si la final de la Eurocopa donde vi odiarse a ingleses y españoles y a mexicanos tomar partido por el odio a placer.

Resulta significativo pensar que esos eventos, peccata minuta contra guerras, invasiones, genocidios, exterminios históricos y presentes, simplemente suceden. Es decir, el impulso del belicismo y la bestialidad es tal que ocurren casi como inevitablemente, en una lógica absurda pero por todos aceptada de que “el mundo es así”.

Pero todo lo que sea tratar de mediar la brutalidad, promover acuerdos y propuestas de pacificación, impulsar leyes que garanticen todos los derechos para todas las personas, apenas se logra mediante marchas, manifestaciones, firmas de respaldo…

¿Por qué resistir la violencia es tan difícil y violentar es tan fácil?

Recientemente circularon por las redes dos videos como piedras preciosas de comparación: un policía en funciones graba un video pornográfico en un vagón del Metro de la CDMX simulando tener sexo con una creadora de contenido erótico… el video explotó, algunas personas lo condenaron pero al final resultó en una especie de guiño “cualquiera se equivoca” y al parecer el policía y la influencer nunca habían tenido más éxito en la difusión de sus canales. La disposición a ver, aquello a lo que otorgamos mirada, es lo que me llama la atención aquí y no tiene relación alguna con una postura moralina.

Y por otro lado el video de una madre buscadora que irrumpe en el Congreso de Zacatecas para reclamar, sofocada por la rabia y el llanto, el nulo trabajo de las autoridades que desde hace 8 meses tenían el cuerpo de su hijo en el Servicio Médico Forense y a pesar de que ella lo reportó desaparecido de inmediato, la negligencia hizo lo suyo y pasó 8 meses en la incertidumbre.

No me sorprende que el video apenas haya sido visto, pero no puedo con lo que ocurre en el video mismo: las personas que están presentes en el recinto con esta mamá, en su mayoría hombres, apenas voltean a mirarla. Es alucinante. Ella está gritando, a punto de colapsar y la mayoría de los asistentes al Congreso no se giran a mirarla.

¿Por qué?

Dónde está nuestra educación visual, nuestra pedagogía Homo videns (de sociedad teledirigida, Sartori dixit), ahí está nuestro corazón.

Para redondear, reparo en lo que sucedió ayer: se aprobó la Ley Paola Buenrostro que tipifica el transfeminicidio en el Código Penal.

A Paola le dispararon en Puente de Alvarado, a bordo de un auto, fue un crimen de odio. A pesar de que su amiga Kenya Cuevas y otras mujeres trans detuvieron al asesino cuando oyeron los disparos, las autoridades lo dejaron libre por “falta de pruebas”. Kenya y sus compañeras marcharon por Insurgentes con el cuerpo de Paola pidiendo justicia.

Veo las reacciones airadas contra la tipificación del transfeminicidio y no entiendo.

¿Es peor conducta asumir una identidad femenina que agarrarse a golpes y sillazos hasta sangrar en un estadio o ser un francotirador?

¿Es más digno de imitación Donald Trump (sí, el parche en la oreja) luego del atentado que –vaya paradoja– fue posible gracias a personas como él que defienden la libre venta de armas?

¿Por qué se acepta el concepto magnicidio sin chistar –utilizado por el atentado contra Trump– pero les sale salpullido mental al leer transfeminicidio?

Insisto: la reproducción acrítica del modelo de aprendizaje del odio es alucinante.

Es el mismo odio que metió a Oscar Wilde en la cárcel por ser gay, o a Juan Gabriel con apenas 16 años. El mismo que asesinó a García Lorca “por maricón”.

El odio no es inteligente, suele ser, de hecho, bastante obtuso, imbécil.

Y será difícil echar a andar un cerebro para que reflexione si está intoxicado de violencia.

Ojalá que algún día nos sacudamos esa tara.

 

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