Salvo excepciones, el “milagro mexicano” se fincó en una férrea censura de la información. El Presidente pegaba, pero también pagaba.

El 7 de junio de 1951 se instauró el Día de la Libertad de Prensa con el contradictorio motivo de que los informadores rindieran tributo al poder. El invitado de honor fue el presidente de la república, Miguel Alemán, y el acto se celebró en el desaparecido restaurante Grillon. El lugar de los hechos se esfumó, pero los tratos oscuros que ahí se celebraron perduran en el tribunal de la memoria.

Rafael Rodríguez Castañeda acaba de reeditar Prensa vendida, imprescindible testimonio del control de medios en la segunda mitad del siglo XX. El hilo conductor son los banquetes ofrecidos a los mandatarios. De manera obligada, el libro comienza con el primer menú que deleitó el paladar presidencial: “Hígados de ganso con jalea de champaña, huevos rellenos de caviar ruso, langosta a la americana, arroz a la criolla, timba de jamón de York a la florentina, pato en salsa de Curazao, crepas de cajeta de almendras, vinos Chablis 1946 y champaña Charles Heidsieck, con música de fondo del sexteto de cuerdas del maestro Pedro García”. Con un sentido político de la gastronomía, se incluían las más diversas recetas a condición de que ninguna fuera mexicana. El lujo venía de fuera.

Entristece recordar que uno de los principales promotores del convite fue Martín Luis Guzmán. Para entonces, el extraordinario novelista de La sombra del caudillo se había convertido en el servil director de la revista Tiempo; pronto estaría a cargo de la comisión del Libro de Texto Gratuito y más tarde cobraría como senador.

Con excepciones como las de las revistas Política o El Espectador, el “milagro mexicano” se fincó en una férrea censura de la información. Rodríguez Castañeda, director de Proceso durante más de veinte años (1999-2020), conoce de primera mano las presiones y el tráfico de influencias a los que están expuestos los medios nacionales. En Prensa vendida, documenta las simulaciones del poder (en 1976, año del golpe a Excélsior, Echeverría declara en el banquete: “Podemos afirmar que a nadie se ha perseguido, o siquiera molestado, por la expresión de sus ideas…”), y las genuflexiones de los directivos por los favores recibidos (la libertad no se plantea como un derecho, sino como una concesión presidencial). De manera elocuente, Carlos Monsiváis describió la mascarada como “las celebraciones tribales del 7 de junio”.

Los halcones oficiales buscaban con mirada aguda asomos de rebeldía en la letra más pequeña de los diarios. Rodríguez Castañeda refiere una anécdota imperdible, ocurrida en las páginas vespertinas del Diario de México, dirigido por Federico Bracamontes. El 23 de junio de 1966, pocas semanas después de la “celebración tribal”, dos pies de foto se alternaron por azar. Una imagen mostraba a dos simios y otra al presidente Gustavo Díaz Ordaz. Al calce del retrato de los monos apareció esta información: “Convención de gasolineros… El líder de la CNOP -organismo al que pertenecen-, doctor Renaldo Guzmán Orozco, les dirigió un conceptuoso mensaje. En la gráfica se les ve en los momentos de hablar”.

Más grave fue el texto bajo la foto del Presidente: “Se enriquece el zoológico. En la presente gráfica algunos de los ejemplares adquiridos por las autoridades para divertimento de los capitalinos”. Aunque fortuito, el intercambio de textos parecía intencional porque la fealdad de Díaz Ordaz era motivo de escarnio público y empezaba a representar la encarnación simbólica de su conducta.

A consecuencia de este error, el 3 de agosto el vespertino anunció en su encabezado: “El presidente Díaz Ordaz ordena la muerte de Diario de México”. En 1966 aún existían los delitos de “disolución social” y la confusión podía ser uno de ellos.

Díaz Ordaz pegaba, pero también pagaba. En su libro Vivir, Julio Scherer recuerda la visita que hizo a Los Pinos poco antes de partir a Praga, en la primavera de 1968: “Me recibió el secretario de la Presidencia, Emilio Martínez Manatou, y me entregó una carta y un sobre. Retuve la carta y tuve entre los dedos un sobre abultado. Sin una palabra de mal gusto, lo devolví al funcionario: ‘Gracias, Emilio’, le dije. ‘No ofendas al presidente’, me contestó. ‘Me conoce'”.

Meses después, el Presidente ordenó la matanza de Tlatelolco y el periodista siguió escribiendo para ampliar una libertad de expresión que no se ganó en los banquetes como obsequio del poder, sino en las calles y las urnas.

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