Imagine, estimado lector, que el conflicto de interés es como una enfermedad, la cual, como muchas, comienza de manera silenciosa y sin gran alboroto, pero con el tiempo puede causar grandes estragos si no se controla adecuadamente.
Al principio, como en muchos padecimientos, los síntomas pueden parecer inofensivos o fácilmente desatendibles, como pequeñas lesiones que parecen no tener gran impacto. En el caso del conflicto de interés estas “lesiones” o síntomas podrían ser pequeñas decisiones o incentivos económicos que parecen no tener mayor consecuencia en el momento.
Sin embargo, tal y como lo hacen las enfermedades, podría propagarse a través del contacto cercano y llegar a afectar a más personas, extendiéndose por todo el sistema de salud, infectando no solamente a individuos sino a instituciones enteras. Las decisiones que inicialmente parecían triviales comienzan a impactar en la calidad de los tratamientos, la asignación de recursos y en última instancia, en la salud de las poblaciones.
Hay múltiples formas de conflicto de interés en salud: desde los profesionales que reciben incentivos de compañías farmacéuticas u otras relacionadas, como viajes, regalos o pagos por conferencias, los cuales pueden influir en las decisiones de prescripción, llevando a un posible sesgo hacia medicamentos más costosos o menos efectivos en lugar de opciones que podrían ser más adecuadas para la realidad de los pacientes, hasta el conflicto de interés a nivel de gobierno, donde las compras gubernamentales están influenciadas por intereses privados y las decisiones no se toman de manera transparente ni con base en la evidencia científica. De igual manera, a nivel institucional, las políticas públicas en salud pueden estar influenciadas por grupos de presión (compañías de dispositivos médicos, farmacéuticas u otros actores) lo que puede resultar en decisiones que favorezcan los intereses de estos grupos a costa de la salud pública.
La presencia de conflictos de interés no gestionados adecuadamente puede erosionar la confianza en el sistema de salud, tanto por parte de los pacientes como de la sociedad en general. La percepción de que las decisiones médicas están influenciadas por intereses privados puede llevar a la desconfianza en los profesionales clínicos y en las instituciones, lo que a su vez puede disminuir la adherencia a los tratamientos y afectar los resultados de salud. Además, los conflictos de interés pueden exacerbar las desigualdades, ya que los recursos pueden no ser asignados de manera equitativa. Por ejemplo, si las decisiones de política sanitaria favorecen a ciertos proveedores o medicamentos debido a la influencia de intereses ocultos, es probable que los grupos más vulnerables que dependen de los servicios de salud pública, se vean perjudicados.
Finalmente, al igual que las enfermedades, el “tratamiento” del conflicto de interés requiere una respuesta coordinada, efectiva y rápida para evitar su propagación y necesita ser identificado y gestionado desde el primer signo de aparición. Solo así se puede evitar que estas “lesiones” de intereses disimulados se conviertan en una enfermedad que ponga en riesgo la salud pública y la confianza en las instituciones que deberían protegerla.
Mientras que las enfermedades afectan físicamente a las personas, el conflicto de interés afecta la “salud” del sistema sanitario. Ambos requieren una atención pronta y decidida para evitar que se conviertan en problemas mayores que afecten a toda la comunidad. Es imperativo combatirlo. Es necesario no caer en la trampa. Es tiempo de actuar en consecuencia.
Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor universitario y promotor de la donación voluntaria de sangre.