Hace un par de años leí un artículo de Juan Villoro, La vejez actualizada, donde se quejaba de las exigencias del “sistema” para comprobar la identidad de personas octogenarias o mayores. Las huellas digitales, en el caso de su madre, ya se habían borrado a sus casi 90 años y esto imposibilitaba el reconocimiento del banco para realizar transacciones. Ni que hablar de la necesidad de confirmar que aún respiran, o que son capaces de entrar en esta tendencia mundial para convertir el dinero metálico en ceros y unos, y encadenarnos definitivamente a un teléfono celular para realizar cualquier transacción monetaria. 

A principios de mes, una pariente recibió la negativa de su banco para realizar movimientos en un fondo de inversiones porque sus huellas digitales, a cuenta del desgaste del trabajo manual, son indetectables por el sistema. La negativa absoluta del banco para reconocerla de otra manera, me obligó a abrir una cuenta en esa institución y solicitar que trasladen a ésta los fondos para poder reintegrárselos. Me convertí a fuerzas en un testaferro para evitar un sospechoso limbo del cual se beneficiaría en últimas el humilde Ricardo Salinas Pliego. 

Paralelo a este trámite, le ayudé a abrir una cuenta en un banco con medidas más flexibles de reconocimiento, así como a despejar el camino para usar la banca electrónica, paliativo que nos hace olvidar muchas veces las tediosas gestiones en las sucursales, donde el tiempo se esfuma mientras uno se mantiene al acecho de la pantalla con los turnos. Mi pariente, ya por encima de los ochenta años y casi ajena a todo el tejemaneje digital, exhibe una paciencia ejemplar ante las dilaciones de funcionarios, demoras de los sistemas, fallas en las conexiones y filas de cuarta generación. Como ella, millones de personas en todo el mundo dependen de un tercero con mayores destrezas digitales para mantenerse con vida en el “sistema”, que cada vez los orilla y amenaza con engullir o aparcar en un limbo financiero los recursos atesorados tras una larga vida de trabajo. 

De la madre de novela picaresca del siglo XVI español surgió el vocablo lazarillo. Lázaro de Tormes, el protagonista, guía en su adolescencia a un viejo ciego con quien comparte el hambre e intercambia golpes y malos tratos. Su nombre se convirtió, como el Scrooge de Dickens, en un término tan preciso que carece de equivalente exacto en otras lenguas. Los cambios de las últimas décadas en el “sistema” han convertido a millones de personas no sólo en ciegos digitales, sino también en seres invisibles. Las tendencias hacia la anulación de los pagos en efectivo en países tan liberales como Suecia o autoritarios como China auguran que cada vez encontremos personas en necesidad de un lazarillo que las guíe en ese gentil encadenamiento a un dispositivo electrónico. El celular como grillete, la banca electrónica como cédula de ciudadanía económica.  

Suecia pronostica que podría convertirse en un país casi sin efectivo para la próxima década. En China, existen más de 900 millones de usuarios activos en plataformas de pago móvil, se estima que menos del 15% de los pagos de toda su economía se realiza en efectivo. No sé qué tan listos estemos en México para este tránsito, pero conociendo la voracidad y falta de escrúpulos de muchos actores del mundillo financiero, amén de la ausencia de regulaciones y autoridades que las hagan cumplir, preveo tempestades. La tendencia es muy clara y muchos deberán decidir (si aún no lo han hecho) entre quedarse por fuera, integrarse, o como en el caso de mi pariente, recurrir a los servicios de este lazarillo digital. 

 

Comentarios a mi correo electrónico: panquevadas@gmail.com

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