El General de Tres Estrellas, Jesús Leana Ojeda, comandante de la Tercera Región Militar, que abarca el estado de Sinaloa, realizó el lunes unas declaraciones a la vez sorprendentes e ilustrativas. A propósito del plazo para que se restableciera el orden en la entidad y en particular en Culiacán, dijo, según los diarios del martes: “Esperemos que sea lo más rápido posible, pero no depende de nosotros, depende de los grupos antagónicos que dejen de hacer su confrontación entre  ellos, y que estén dejando a la población en paz, para que vivan con tranquilidad… Depende de ellos, son los que hacen las agresiones y los que están cobrando vidas; nosotros no, al contrario, estamos acá para evitar que tengan confrontaciones y haya pérdidas de vidas humanas”.

Son sorprendentes estas declaraciones porque normalmente las autoridades de un país, sobre todo a nivel federal, no suelen confesar sus debilidades. No es que sean inexistentes: todo Estado se ve enfrentado en ocasiones a adversidades. Pero no es común que un alto mando militar reconozca su impotencia. Al aceptar Leana Ojeda que los “grupos antagónicos” son los responsables de la violencia y que el Ejército carece de fuerza para detener sus enfrentamientos generadores de violencia, confiesa lo que ya era evidente. Las fuerzas armadas bajo López Obrador tienen órdenes de no intervenir salvo si son agredidas, y aún así deben abstenerse de recurrir a la violencia a menos de que sus vidas peligren. Los militares, en la concepción expuesta por Leana Ojeda, no están para evitar la violencia, sino únicamente deben no contribuir a ella.

Pero las afirmaciones del alto mando militar son también ilustrativas de un problema. Aunque hasta la presidenta electa trató de justificar los dichos de Leana Ojeda con la idea de evitar una confrontación que solo incrementaría la violencia, es evidente que el encargado de una de las zonas más violentas del país —una responsabilidad mayúscula, que seguramente se le encarga a un general con experiencia y competencia— no debió decir lo que dijo. Tampoco debiera pensarlo, pero si son instrucciones superiores no le queda más que acatarlas. El problema reside en una larga historia: el lugar de las fuerzas armadas en la sociedad mexicana.

No sólo viven, trabajan, socializan y actúan al margen del resto de los mexicanos. Durante décadas, los gobiernos civiles siguieron una política de subfinanciamiento, subentrenamiento, subequipamiento, subformación, y subreclutamiento social de los militares. Se evitó, en consecuencia, cualquier tentación de asonada o participación política, pero a cambio se dotó al país de fuerzas armadas difícilmente equiparables y compatibles en todos los sentidos con el resto de las élites del país.

Leana Ojeda mostró las enormes dificultades de los generales de mayor nivel en el país de enfrentarse a la prensa, al público, y a una crisis, como lo es la violencia en Sinaloa desde hace ya casi dos semanas. Nunca debió decir lo que dijo, pero al repetirlo, parecía ignorar el error que cometía. Habló con una profunda sinceridad y con un gran candor: el ejército no puede evitar la violencia ni proteger a la gente; su actuación se reduce a esperar que los narcos dejen de pelearse, o, como dice López Obrador, a que sean “responsables”. En algunos sexenios, la Sedena tuvo voceros, con cierta práctica de hablar en público sin discursos de jilgueros de plazuela leídos y escritos por otros. Bajo la 4T, no. Este es el estamento al que se le confió la construcción y administración de aeropuertos, trenes, hoteles, aduanas, puertos y otros sectores. Si por eficacia se entiende hacer lo que se les ordena sin cuestionar nada, son eficaces. Tal vez resulte preferible la ineficacia de los civiles. 

* Excanciller de México

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