La máxima que resuena en las estrategias antiviolencia de numerosas naciones es clara: una sociedad no debe tolerar condiciones que propicien ni una sola muerte violenta. Sin embargo, la realidad en Guanajuato desafía esta aspiración. Según los meticulosos registros de AM y Al Día, en el último sexenio, nuestra entidad ha sido testigo de 22,458 homicidios, una cifra que se traduce en 3,743 vidas segadas anualmente. Esto representa aproximadamente 60 homicidios por cada cien mil habitantes, considerando una población estatal de 6,166,000 almas.
Estas estadísticas, lejos de ser exageradas, podrían pecar de conservadoras. Hemos observado una tendencia preocupante: homicidios claramente intencionales son frecuentemente catalogados como “culposos”, distorsionando la magnitud real del problema. Además, estas cifras no contemplan a los desaparecidos, muchos de los cuales yacen en fosas clandestinas aún por descubrir.
Si Guanajuato fuese una nación independiente, ostentaría el dudoso honor de ser la más violenta de América Latina. Solo pequeños estados insulares como St. Kitts y Jamaica superan esta macabra estadística, pero su reducida población los hace casos poco comparables. Incluso países notoriamente violentos como Ecuador, Venezuela y Honduras palidecen ante nuestra realidad. Es doloroso contrastar nuestra situación con el sorprendente progreso de El Salvador, que ha logrado reducir su tasa a 2.4 homicidios por cada 100,000 habitantes.
Es cierto que las cifras oficiales, tanto del Secretariado Nacional de Seguridad como del Gobierno estatal, difieren de nuestros cálculos. La historia nos ha enseñado a desconfiar de los números oficiales. Recordemos cómo en 2017, bajo la administración de Miguel Márquez, se intentó ocultar 800 muertes que nosotros habíamos contabilizado, un hecho posteriormente confirmado por el INEGI mediante las actas de defunción registradas.
La responsabilidad primordial de la seguridad pública recae indiscutiblemente en el gobierno estatal. El ejemplo de Coahuila, donde Rubén Moreira logró contener la violencia mediante una combinación de inteligencia policial, renovación de cuerpos de seguridad y una voluntad política inquebrantable, demuestra que el cambio es posible. Reconocemos que cada estado enfrenta desafíos únicos, particularmente en lo que respecta a los conflictos entre grupos del crimen organizado. El caso de Sinaloa, con su “pax mafiosa” rota, ilustra la complejidad de estas dinámicas.
Paradójicamente, los primeros beneficiarios de un retorno a la seguridad serían los propios delincuentes, quienes viven bajo la constante amenaza de ser eliminados por grupos rivales. Como acertadamente señala el entrante secretario de Seguridad Pública Nacional, Omar García Harfuch, la clave para combatir la delincuencia reside más en la inteligencia que en la violencia.
Albergamos una doble esperanza: que la fallida estrategia de “abrazos y no balazos” quede relegada a los anales de la historia, y que Guanajuato experimente una transformación genuina en materia de seguridad. Superada la euforia del cambio de administración y el protagonismo mediático inicial de la nueva gobernadora y su gabinete, la prioridad debe ser la renovación de la Fiscalía General del Estado. Es imperativo que Carlos Zamarripa ceda su puesto a un sucesor consensuado entre Libia y el Congreso. Los desencuentros y altercados legislativos resultan inútiles frente a la crisis de violencia que ha marcado el peor sexenio en la historia del estado.
Elegimos a nuestros representantes para que resuelvan los problemas apremiantes, no para que perpetúen conflictos donde deberían forjarse acuerdos. La ciudadanía anhela liderazgo y visión, no espectáculos políticos. Es momento de que nuestros líderes demuestren altura de miras y una determinación inquebrantable para restaurar la paz y la seguridad que Guanajuato merece.
*Con informacion de Insightcrime.org