Una de las tragedias de la vida moderna es que debes demostrar que naciste. Además, cada cierto tiempo hay que sacar un acta de nacimiento actualizada.
Por eso reconforta saber que en una ocasión el registro civil fue un género poético. En su libro de memorias, Antes que nada, Martín Caparrós dedica un pasaje a su segundo apellido, Rosenberg, y al peculiar origen literario de ciertos nombres judíos: “Cuando Napoleón ocupó Polonia, decidió empadronar en sus nuevos ‘registros civiles’, aquel invento de la Revolución Francesa, a los judíos de esos territorios -que, hasta entonces, se anotaban en sus templos como hijos de su padre: ‘Ben Yehuda’, ‘Bar Moshe’… Los convocaron al ayuntamiento de Varsovia y el encargado de registrarlos fue un joven escribiente de origen alemán, E. T. A. Hoffmann, uno de los creadores del relato de terror, que les fue dando a esos señores y señoras apellidos que se le ocurrían, a tono con el romanticismo de esos días: Rosenberg es, por supuesto, montaña de rosas, pero están los Morgenstern -lucero del alba- o Goldstein -piedra de oro- o Feldman -hombre del campo- o Appelbaum -manzano- y tantos otros)”.
Como la mayoría de los artistas, Hoffmann se ganaba la vida al margen de su vocación. Su pasión más intensa era la música; también dibujaba y escribía, pero creció con un tío autoritario que lo obligó a estudiar jurisprudencia. A pesar de sus diversos talentos, se convirtió en miembro de la burocracia prusiana. Consiguió un puesto en Berlín, que perdió por hacer caricaturas ofensivas al gobierno. Fue enviado a poblaciones polacas (entonces bajo dominio prusiano) hasta recalar en Varsovia, donde trabajó de 1804 a 1807. Ahí estaba cuando llegó Napoleón (circunstancia que agradeció para volver a territorio alemán).
En una conferencia de 2008, el dramaturgo Peter Lachmann habló de la estancia de Hoffmann en Polonia con casi imposible erudición y lamentó no conocer documentos que avalaran que se trataba del inventor de apellidos judíos. Desesperado, consultó al más autorizado de sus biógrafos, Rüdiger Safranski, y se quedó en las mismas.
Con todo, la historia se mantiene viva con la fuerza de lo que merece ser cierto. Aunque faltan pruebas burocráticas, la cultura aporta razones más convincentes que los sellos y los papeles foliados.
En sus años polacos Hoffmann aún no escribía relatos y trataba en vano de componer óperas: “De lunes a viernes soy oficinista, los domingos soy un poco músico y en las noches autor humorista”, le escribió a un amigo en esa época. Si su destino se asoció con el empadronamiento fue porque, seguramente, los nuevos registros civiles pasaron por sus manos.
Pero lo más significativo es que el cambio de identidad pertenecía a su estética, a tal grado que se rebautizó a sí mismo. Sus tres nombres de pila eran Ernst Theodor Wilhelm, pero su idolatría mozartiana lo llevó a sustituir Wilhelm por Amadeus.
Además, fue uno de los creadores de la figura del doble en la literatura. En gran medida, su novela Los elíxires del diablo provocó que en diversas lenguas se hable de doppelgänger para aludir a un personaje que se encuentra consigo mismo.
Las claves aumentan al entrar en la biografía y la historia clínica del autor. Con frecuencia, algunas inspiradas intuiciones se deben a un defecto físico. Hoffmann padecía visión doble y eso lo llevó a ver el entorno de manera espectral, afantasmada. Una carencia óptica se transformó en virtud literaria. Nada mejor para un creador de relatos fantásticos que advertir algo que no está ahí.
Sin duda, el cambio obligatorio de apellido fue un acto despótico. Un pueblo sojuzgado careció de derecho a la autodefinición y el descuido o el azar le asignó nombres de oficios y ciudades.
Con todo, hay motivos para creer que algo distinto ocurrió en Varsovia a principios del siglo XIX. Un escribano cansado de su suerte, deseoso de componer música e historias, superó el tedio de registrar personas atribuyéndoles destinos de fábula, dignos de un Monte de Rosas o una Estrella de la Mañana. Acaso ése fue el primer atisbo del mundo paralelo que aparecería en “El cascanueces”, donde los juguetes cobran vida durante la noche para asombro de un niño.
Faltan pruebas de archivo que verifiquen esta historia, pero, como diría el gran cronista brasileño Nelson Rodrigues, “si los datos no nos acompañan, peor para los datos”.