México inventó dos géneros artísticos a los que no se les concede suficiente relevancia: las pastorelas y el cine de luchadores. Una larga historia explica la proliferación de estos vistosos espectáculos. 

En nuestro país, marcado por el picante y la carcajada, los placeres rara vez son discretos. Sólo al décimo ingrediente la salsa nos parece sabrosa. Lo mismo ocurre con los otros sentidos. El más íntimo de ellos, el tacto, nos ha llevado al peculiar hedonismo de disfrutar los toques eléctricos, dar abrazos trituradores y divertir con la pamba china. Si en las ciudades italianas las casas se deben pintar en tonos semejantes, en México el patrón cromático no conoce límites. Aquí el violeta combina con el verde perico. Lo mismo se puede decir de nuestra relación con los sonidos; en la patria del mariachi, el sentimiento trae trompetas.

Estamos definidos por la oposición de los contrarios, de las dualidades prehispánicas a los contenciosos de hoy, pasando por los contrastes de la Nueva España. Una nación de mezclas, muchas veces forzadas, que no encuentra la calma chicha y ha convertido la convivencia en deporte extremo. De manera elocuente, tenemos el único escudo nacional donde un animal devora a otro. 

El gusto por las exageraciones y la costumbre de estar en conflicto han impulsado originales formas de representación. Las pastorelas se idearon en los colegios jesuitas del virreinato para contribuir a la evangelización. El dramaturgo que más ha hecho por preservarlas, Miguel Sabido, explica que el género se basa en el segundo ejercicio de San Ignacio, que invita a imaginar “Las dos banderas”: de un lado, el bando rojo y negro de los diablos; del otro, el azul y blanco de los ángeles. Ambos ejércitos disputan el alma de los fieles; en base a esa tensión, se despliega un argumento en el que los pastores se dirigen a celebrar la llegada del Niño Jesús y deben sortear las tretas que les opone Luzbel. 

Las pastorelas buscaban catequizar a los indios, pero fueron asimiladas por la cultura popular que las dotó de una simbología más compleja. Según explica Sabido, los colores asignados al Maligno coincidían con los de Tezcatlipoca; y Quetzalcóatl, el dios emplumado, tenía un equivalente en San Miguel, arcángel con plumas. Esto llevó a una fusión sincrética alejada del dogma católico en la que el Mal y el Bien se enfrentan en una contienda mística de opuestos que se odian y necesitan: uno no existe sin el otro.

La expulsión de los jesuitas en 1767 y la creciente simpatía por el personaje del Diablo, hicieron que las pastorelas fueran prohibidas por la Inquisición, pero se siguieron representando como género rebelde hasta llegar a la actualidad. Aunque aludían a la llegada del Redentor, incorporaron los muchos pecados de la vida mundana.

Por su parte, el cine de luchadores no comenzó en el cuaderno de un guionista sino en las arenas donde El Santo y Blue Demon aplicaban la quebradora y el tope suicida. La película pionera del género fue La bestia magnífica, dirigida por Chano Urueta en 1952. A partir de entonces, surgieron múltiples películas que, al igual que las pastorelas, despreciaban la noción de verosimilitud y se regían por un sistema de creencias donde el Bien, representado por los luchadores “técnicos”, debía vencer al Mal, representado por los “rudos”. Las máscaras y las cabelleras desataron una iconografía que no le pedía nada a la de los ángeles y los demonios. Con el tiempo, la improvisada creatividad de los directores y las delirantes tramas en las que los enmascarados luchaban contra momias y marcianos, pasaron del éxito popular a la sofisticada valoración que se concede a las artesanías naif. Así surgió un inmenso acervo que Raúl Criollo, José Xavier Návar y Rafael Aviña registraron en ¡Quiero ver sangre!, enciclopedia de más de medio siglo de cine de luchadores.

Los géneros que México ha dado al teatro y al cine narran el combate de la luz contra las tinieblas. En el desenlace, el Niño llega a su cuna y El Santo derrota a Black Shadow.

Ese triunfo del Bien ha sido una ilusión estética. Conviene recordarlo en 2024, cuando 37 candidatos a cargos de elección popular fueron asesinados. En un país violento no hay mayor seña de identidad que el miedo. El arte vernáculo ha propuesto otras salidas, pero nuestra realidad no ha madurado lo suficiente para imitar al arte.

 

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