Calculo que, en total, pasé cinco horas hablando en persona con Philip Seymour Hoffman, como mucho seis. El resto del tiempo, durante el rodaje de El hombre más buscado, me dediqué a mezclarme con los demás, a observarle en el monitor y decirle después que había estado estupendo, o a no decirle nada. Y ni siquiera eso pasó muchas veces: un par de visitas al plató y un tonto papel sin diálogo que me obligó a dejarme una barba repugnante, costó todo el día rodar y produjo una imagen borrosa de alguien a quien agradecí no reconocer.
En el mundo del cine, seguramente no hay nadie que resulte tan superfluo como el autor del libro original en el rodaje de la película basada en su texto, cosa que he aprendido a mi pesar. Alec Guinness me hizo el favor de pedir que me echaran del plató en el que se filmaba la adaptación de El topo para la BBC. Yo solo había querido irradiar la admiración que sentía, pero Alec dijo que mis miradas eran demasiado intensas.
Ahora que lo pienso, Philip hizo el mismo favor a una amiga mía durante aquel rodaje de El hombre más buscado en Hamburgo, una tarde del invierno de 2012. La mujer estaba de pie a unos 30 metros de él, mirando y pasando frío, como todos los demás. Pero había en ella algo que a Philip le molestó, y pidió que la echaran de allí. Fue una reacción curiosa, curioso, casi clarividente y muy acertada, porque mi amiga es también novelista, y puede ser más intensa que nadie. Philip no lo sabía. Pero lo intuyó.
En retrospectiva, no debería haberme sorprendido ese tipo de cosas en Philip porque, nada más conocerle, su intuición destacaba de manera luminosa, igual que su inteligencia. Muchos actores fingen ser inteligentes, pero Philip lo era de verdad: culto, polifacético, artístico y brillante, con una inteligencia que te avasallaba y te envolvía desde el instante en el que te cogía la mano, te rodeaba el cuello con su enorme brazo y plantaba su mejilla contra la tuya; o, si le daba por ahí, te abrazaba como un niño grande y regordete, y luego se apartaba y sonreía encantado mientras estudiaba el efecto que te había causado.
Philip lo estudiaba todo, todo el tiempo. Era un esfuerzo doloroso y agotador, que probablemente acabó siendo su ruina. El mundo era demasiado reluciente para él. Tenía que entrecerrar los ojos o morir deslumbrado. Como Chatterton, cuando tú ibas, él ya estaba de vuelta, y, cada vez que él desaparecía, no estabas seguro de que fuera a regresar, lo mismo que decían, creo, del poeta alemán Hölderlin: que, cuando salía de una habitación, los que se quedaban tenían miedo de no volver a verle. Y si parece que es fácil decirlo a posteriori, no es así. Philip estaba quemándose vivo delante de nuestros ojos. Era imposible vivir a aquel ritmo y aguantar mucho tiempo, y de vez en cuando tenía unos destellos sorprendentes de intimidad en los que necesitaba que lo supiéramos.
Ningún actor me había impresionado tanto como me impresionó Philip en nuestro primer encuentro: ni Richard Burton, ni Burt Lancaster, ni siquiera Alec Guinness. Philip me saludó como si llevara toda la vida deseando conocerme, y sospecho que saludaba así a todo el mundo. Pero yo sí que quería conocerle a él desde hacía tiempo.
Su Capote me parecía la mejor interpretación que había visto jamás en la pantalla. Sin embargo, no me atreví a decírselo, porque con los actores, cuando se les dice qué bien estaban en un papel de hace nueve años, siempre existe el peligro de que pregunten qué han tenido de malo sus interpretaciones posteriores.
Lo que sí le dije fue que era el único actor estadounidense al que sabía capaz de interpretar a mi personaje George Smiley, un papel que encarnó por primera vez Alec Guinness en la versión de la BBC de El topo y hace unos años Gary Oldman para la gran pantalla; claro que, como buen británico, considero que Gary Oldman es uno de los nuestros.
Quizá recordé también que Philip, como Guinness, no era un gran amante en la pantalla, pero, por suerte, no necesitábamos preocuparnos por eso en nuestra película. Si Philip tenía que coger a una chica en sus brazos, no sentíamos el impulso de sonrojarnos y apartar la mirada como ocurría con Guinness, pero era inevitable la sensación de que estaba haciéndolo por el espectador, más que por sí mismo.
Los responsables de nuestra película debatieron mucho si podían hacer que Philip se acostase con alguien, y resulta interesante pensar que, cuando por fin propusieron una posibilidad, tanto él como su pareja salieron corriendo. Solo cuando vieron a la magnífica actriz Nina Hoss a su lado comprendieron que estaban ante un pequeño milagro de fracaso romántico. En su papel, al que enseguida se dio más importancia, Nina es una colega enamorada de Philip, su discípula y mano derecha, y él le rompe el corazón.
Era perfecto para Philip. Su papel de Günther Bachmann, un espía alemán de mediana edad a la deriva, no permitía amores duraderos ni de ningún otro tipo. Philip había tomado esa decisión desde el primer día y, para dejarlo claro, llevaba a todas partes un ejemplar manoseado de mi novela -¿qué más puede querer un autor?- para enarbolarla ante cualquiera que quería que hubiera más sexo.
La película El hombre más buscado cuenta también con Rachel McAdams y Willem Dafoe. Se rodó casi por completo en Hamburgo y Berlín, y en su reparto figuran varios de los mejores actores de Alemania en papeles relativamente humildes, no solo la sublime Nina Hoss (Wir Sind Die Nacht, Barbara, etcétera), sino también Daniel Brühl (Rush, Goodbye Lenin y otras).
En la novela, Bachman es un agente secreto hasta arriba de drogas. Philip sabía algo de eso. Le han trasladado a su país desde Beirut después de perder su valiosa red de espionaje debido a la torpeza o algo peor de la CIA. Vive retirado en Hamburgo, la ciudad que albergó a los conspiradores del 11-S. La sección regional de los servicios de inteligencia y muchos de sus ciudadanos viven aún avergonzados por aquello.
La misión que se propone Bachmann es dar la vuelta a la situación: no con equipos de secuestradores, torturas con agua y ejecuciones extrajudiciales, sino mediante la hábil penetración e integración de los espías, utilizando el propio peso del enemigo para derribarlo y acabar desarmando el yihadismo desde dentro.
Durante una elegante cena con los responsables de la película y los principales miembros del reparto, no recuerdo que Philip ni yo habláramos mucho sobre el personaje concreto de Bachmann; hablamos más en general, sobre cosas como la atención y el cuidado que requieren los agentes secretos y el papel de guías y consejeros que asumen sus jefes directos. Olvídate de los chantajes, dije. Olvídate de las bravuconerías. Olvídate de la falta de sueño, la gente encerrada en cajas, las ejecuciones simuladas y otras técnicas reforzadas.
Los mejores agentes, espías, soplones, informadores o como se quieran llamar -pontifiqué- necesitan paciencia, comprensión y afecto. Me gustaría creer que le convencí con mi homilía, pero lo más probable es que estuviera pensando si podía usar alguna vez esa expresión espesa que adopto cuando estoy tratando de impresionar a alguien.
Resulta difícil escribir con objetividad sobre la interpretación que hace Philip de ese hombre de mediana edad que va perdiendo el control o sobre cómo perfila el rumbo de autodestrucción de su personaje. Tenía un director, por supuesto. Y el director Anton Corbijn, un hombre tan culto y polifacético como Philip, es maravilloso en muchos aspectos: fotógrafo de prestigio mundial, pilar de la escena musical contemporánea y objeto, él mismo, de un documental. Su primera película, Control, en blanco y negro, es emblemática.
En la actualidad está rodando una película sobre James Dean. Sin embargo, cuando le he visto trabajar, su talento creativo me ha parecido siempre introvertido y soberano. Creo que él sería el primero en reconocer que no es un dramaturgo teórico ni sabe transmitir con elocuencia lo que piensa de la vida interior de un personaje. Philip tenía que mantener ese diálogo consigo mismo, y debía de ser un diálogo macabro, lleno de preguntas como: ¿en qué momento exacto pierdo todo sentido de la moderación? O ¿por qué insisto en seguir adelante con todo esto cuando, en el fondo, sé que no puede acabar más que en tragedia? Pero la tragedia atraía a Bachmann, y a Philip, como las luces falsas a los barcos naufragados.
Hubo un problema con los acentos. Teníamos a unos actores alemanes muy buenos que hablaban inglés con acento alemán. La opinión general era, de forma un poco arriesgada, que Philip debía hacer lo mismo. La primera vez que le oí me chirrió. No conocía a ningún alemán que hablara inglés así. Hacía algo raro con la boca, una especie de puchero. Parecía besar sus frases, más que decirlas. Pero entonces, poco a poco, empezó a hacer lo que solo saben hacer los mejores actores. Consiguió que su voz fuera la única auténtica, la solitaria, la peculiar, la que te obligaba a depender de ella en medio de todas las demás. Y cada vez que salía de la escena, como cada vez que salía su dueño, nos dejaba esperando su regreso con impaciencia y cada vez con más inquietud.
Tardaremos mucho tiempo en conocer a otro Philip.

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