Tienen historias diferentes y largas experiencias por contar. Son 29 adultos mayores y viven en el Albergue Nicéforo Guerrero.
A veces salen a tomar el sol al patio, otras ocasiones prefieren quedarse en sus habitaciones o simplemente sentados en los pasillos del albergue que fue creado en 1985.
Reciben tres comidas al día, cuentan con servicio de enfermería, tienen un área de trabajo social y tienen derecho a salir al menos una vez a la semana a pasear acompañados por un familiar o un trabajador del albergue.
También los llevan a conocer otras partes del estado, una vez al mes.
El edificio es de dos pisos, está dividido en dos áreas; una es para los albergados y otra para lo que ellos llaman el club, que es parte del Instituto Nacional para Adultos Mayores (INAPAM).
Hay hombres y mujeres, cada quien tiene su habitación y su huesped más joven tiene 63 años; la más grande tiene 100 años de edad, pero todos coviven, platican, cuentan sus anécdotas y hasta bromean.
En el albergue hay diversas historias de vida, todas dejan algo que aprender, por eso se ponen contentos cuando alguna persona los visita y escucha atenta su plática, eso los motiva y los ayuda a seguir luchando día con día.
Hay escritores, maestros, amas de casa, choferes. Algunos hombres y mujeres por su avanzada edad ya no pueden caminar, no escuchan bien o o ya no pueden ver con facilidad pero todos se llevan bien, dicen que es su segunda familia, su segundo hogar.
Un sueño hecho realidad
“Una miradita por el que hoy es mi hogar, el albergue Nicéforo Guerrero”, así empieza el libro de Carlota Moya Delgado, en el que incluye fotografías y las vivencias ahí desde hace 6 años que llegó por su propia voluntad, pues decidió que su familia tiene que hacer su propia vida.
“Soy originaria de Chihuahua, estudié Contabilidad pero me vine a Guajuanajuato porque mi hija se casó con un muchacho de aquí. Hace años, un día me nació la idea de crear un albergue, se lo dije a Don Cosme Torres, quien en ese tiempo tenía mucho dinero, pero la señora que vivía con él murió, me dijo que si le podía llevar sus papeles, sus cuentas.
“Le propuse que pusiera un asilo porque sería muy bueno para la gente, con el dinero que tenía podía mantenerlo y aceptó. Se realizó un albergue pero tiempo después cerró por varios problemas; años después se construyó lo que ahora es el albergue Nicéforo Guerrero, se puede decir que fue mi idea construir un asilo”, recordó.
Sentada en una silla de plástico, cuenta que se animó a escribir el libro porque su hija Luly le insistió varias veces y hasta le dedicó el primer párrafo.
El volante por el alcohol
Por años, Alfonso Medina padeció alcoholismo, esa enfermedad fue la causante del divorcio de su primer matrimonio, perdió todo: dinero, familia y amigos.
“Me casé a los 18 años de edad, tuve 6 hijos del primer matrimonio, con el paso de los años me divorcié de mi primera esposa pero el alcohol fue lo que me dio en la torre en ese tiempo. Pudo más el alcohol; me corrieron de varios trabajos, fui chofer de ambulancia, casi siempre me dediqué a manejar; luego trabajé en una línea de autobuses.
“Tuve un accidente, perdí mi pierna izquierda, yo traigo prótesis y todo por el alcoholismo, tuve diferentes trabajos en el gobierno estatal y federal, luego entré a rehabilitación y me volví a casar. Decidí entrar por mi voluntad al albergue, aquí me dan todo, me cuidan, nos lavan la ropa, estoy a gusto, aunque a veces siento que todavía no me adapto bien”, platicó con voz entrecortada.
Predica con el ejemplo
Originario de la Capital, Aurelio Rueda Rodríguez fue maestro de bandas de guerra, trabajo que le permitió visitar varios estados y viajar a Estados Unidos, donde también impartió clases.
Tiene 7 años viviendo en el asilo, camina apoyado en un bastón y cuenta que se fue con su familia un tiempo a Estados Unidos.
Él quiso regresar pero su familia no. “Les ganaron los billetes, los lujos, las joyas, la buena vida y allá se quedaron, yo me regresé.
Dio clases de Banda de Guerra durante 15 años en varias escuelas, entre ellas el Centro Educacional Piloto.
“Mi padre fue militar por los tiempos de la Revolución. Él era un indito de Oaxaca, estuvo en las Fuerzas de Seguridad Pública del Estado, anduvo con un coronel en la Revolución y a mi me gustó estar en la banda de guerra desde que era niño, esa fue mi vocación y aparte de aprender a tocar, aprendí a enseñar.
Fue uno de los 104 estudiantes que 1964 inauguró la calle Subterránea, vestidos con trajes de chinacos.
“Ese día tocamos ‘La Marcha Dragona’, una cosa hermosa que nunca se ha vuelto a hacer en Guanajuato”, agregó.

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