Al enterarse del crimen, el pueblo reaccionó con devoción, no con violencia. Pocas horas después de su muerte, la sangre de Madero era ya una reliquia. Ninguna autoridad consideró conveniente vigilar el lugar donde cayó muerto el ex presidente y la gente se apresuró a recoger las piedras ensangrentadas que daban testimonio del martirio.
Conforme avanzaba la mañana del 23 de febrero, la gente se reunió en torno al lugar de los asesinatos. Se alcanzaban a escuchar plegarias y lamentos. La gente lloraba. Con piedras y ladrillos, las mujeres levantaron dos montículos que fueron coronados por cruces: “una hornada con alambres; la segunda, con ramas de árbol que parecían cortadas la víspera o muy de madrugada”.
La extraña devoción del pueblo por la muerte convirtió a Madero en un mártir; en un bastión moral; en una reliquia cívica. Las dos balas que acabaron con su vida estaban cargadas de inmortalidad. Sin lugar a dudas en la conciencia popular, don Francisco merecía la santificación y la muerte lo había santificado. Semanas más tarde, la devoción cambiaría de rostro: se tornaría en violencia revolucionaria.
“Madero perdonado era inútil para sí mismo y para su patria –escribió José Vasconcelos años después-; qué perfecto mito legaría a la historia si con su muerte vilipendiaba a los traidores; si su sacrificio provocaba la vindicta nacional. Madero, asesinado, sería una bandera de la regeneración patria. Hay ocasiones en que el interés de la masa reclama la sangre del justo para limpiarse las pústulas. Cada calvario desnuda la iniquidad del fariseo. Para remover a las multitudes era preciso que se consumase la maldad sin nombre. Lo peor que podía ocurrir era un perdón otorgado por los usurpadores”
El lunes 24 de febrero, más de dos mil personas se congregaron frente a la penitenciaría de Lecumberri. Querían acompañar a don Panchito a su última morada; ayudar a cargar el féretro, elevar una plegaria. Poco antes de las diez y media de la mañana llegó la carroza fúnebre de la agencia “Tepeyac”. Iniciaba el último acto.
En un “elegante ataúd, forrado de seda y con agarraderas de plata” fueron sacados los restos del ex presidente. Al verlo salir, la multitud no pudo contenerse, no lo intentó siquiera. Como una sola, las dos mil gargantas arrojaron un grito reivindicador; un grito de dolor y rabia que se escuchó hasta el último rincón de la Patria: “¡Viva Madero!”.
Un destacamento de gendarmes de la policía montada –comentaba una nota de El País del 25 de febrero de 1913-, que se encontraba en las cercanías, temiendo que se registraran desórdenes, cargó sobre los escandalosos, que inmediatamente echaron mano a las piedras que arrojaron sobre los guardianes del orden. En vista de esto, se ordenó una nueva carga de sablazos, que bastó para que los manifestantes se retiraran tomando diversas direcciones.
La carroza se abrió paso entre la gente y tomó rumbo hacia al panteón francés de La Piedad. El pueblo se había volcado a las calles para mostrar su indignación. “Te faltaba morir así, esto es tu apoteosis” se leía en una de las coronas que acompañaban al cortejo. “Dios tenga piedad de los traidores” decía otra.
En el cementerio esperaba la familia Madero. Casi ninguno de los viejos maderistas pudo presentarse al entierro. Se encontraban escondidos o huyendo de la represión huertista. Varios policías vigilaban la escena. Tenían órdenes estrictas de dar sepultura inmediata si se “pretendía abrir la caja para hacer alguna investigación”.
Haciendo caso omiso de la advertencia, doña Sara se quitó un crucifijo que colgaba de su cuello; lo besó, y pidió que se abriera el féretro. Aprovechando un descuido de la policía, el coronel Rubén Morales –ayudante personal de Madero durante la Decena Trágica- abrió el ataúd y colocó el crucifijo sobre el pecho de don Francisco, no sin antes percatarse de que el cadáver aún presentaba las ropas de reo con que fuera vestido luego de la autopsia.
El desenlace estaba próximo. Sarita envió al coronel Morales a buscar a su director espiritual y viejo confesor. Deseaba que el padre Ángel Genda, “hombre de rara virtud” –según palabras de Madero- diera la última bendición a su esposo. Diez años antes, el 26 de enero de 1903, el padre Genda había celebrado su matrimonio. Para mala fortuna de doña Sara, no fue posible hallarlo. En su lugar, un sacerdote español de la iglesia del Sagrado Corazón celebró la misa de cuerpo presente.
El féretro comenzó a descender. En cuestión de minutos estaría cubierto por completo. Los rostros mostraban infinita tristeza. La viuda volvió a llorar y con sus lágrimas mojó la tierra que ya cobijaba a su esposo. Terminado el doloroso entierro, la gente se retiró. Y con la última luz del día el cuerpo se convirtió en polvo.
La opinión expresada en esta columna es responsabilidad de su autor (a) y no necesariamente representa la postura de AM Hidalgo