El inicio de la semana santa durante el virreinato se mostraba majestuoso y solemne. Las iglesias adornaban sus altares como en ninguna otra ocasión: soberbios y bellamente adornados con miles de flores. Durante cuatro días, la gente transitaba de la alegría del Jueves Santo -institución de la Eucaristía- a la tristeza del Viernes de Pasión -crucifixión y muerte de Cristo. Terminado el duelo llegaba el sentimiento liberador y justiciero del Sábado de Gloria con la quema del Judas y todo concluía en el gozo y felicidad infinita del Domingo de Resurrección.
Una disposición eclesiástica avalada por la autoridad civil, determinó por años, que desde el Jueves Santo a las diez de la mañana y hasta la misma hora del sábado de Gloria, el único carruaje que podía correr por la ciudad era el que “conducía al Divinísimo”. El silencio sepulcral, acorde con el duelo que se avecinaba, invadía por completo a la siempre fiel ciudad de México.
Cerradas las calles, los habitantes de la ciudad disfrutaban de su belleza y aprovechaban el obligado paseo a pie para trasladarse de un templo a otro. En esos calurosos días no faltaban los tradicionales puestos de chía y aguas frescas que, año con año, se establecían en los lugares más concurridos para brindar minutos de refresco a los acalorados transeúntes. Pero más allá de la religiosidad, la Semana Santa se prestaba también para fines menos devotos: la presunción, la vanidad y la envidia. Era los días apropiados para mostrarse ante el público al último grito de la moda.
Viajeros y cronistas mexicanos dieron cuenta de ello. Al finalizar la década de 1830, la marquesa Calderón de la Barca anotó en sus memorias: “El jueves Santo es un día en que México cobra una animación por demás pintoresca. Sólo se usan en este día rasos terciopelos, y las perlas y los diamantes se han echado a la calle”. Al iniciar el Siglo 20, nada había cambiado. El francés, Augusto Génin escribió: “Los mexicanos ahorran todo el año para poder en esta ocasión estrenar de pies a cabeza. Se acostumbra que en los tres últimos días que preceden a la Pascua… las mujeres elegantes lleven tres atuendos diferentes, uno de ellos de duelo, para el Viernes Santo”.
Una persona que caminaba por las plazas, presumía sus nuevos atuendos, bebía en los puestos de chía y acudía a los diferentes ritos religiosos, no estaba completa sin su matraca. El ruidoso juguete alcanzó su fama en las festividades de Semana Santa. Solían venderse desde el domingo de Ramos -el anterior al de Resurrección- y por todos los rincones se escuchaba su incesante sonido. Las había, desde luego, para todas las clases sociales.
“Es costumbre en estos días -escribió un cronista de la época- hacer regalos a las señoras y se llama dar la matraca, que son una especie de juguetes de oro, plata, marfil, cristal u otros materiales, los que poniéndose en movimiento hacen un ruido extraño y rasposo”.
El sonido de las matracas se perdía en las primeras horas del sábado de Gloria, cuando los cohetones anunciaban la quema de los Judas y el final del luto. Según refiere Artemio de Valle Arizpe, la tradición de los “Judas” tenía origen en la Colonia:
“La inquisición quemaba en efigie a los reos que habían muerto y sacaba grotescas figuras que los representaban, hechas de cartón, armadas con carrizos o bien de trapo… Los muchachos para jugar, empezaron a hacer cosa semejante; fingían autos de fe con muñecos a los que llevaban a una hoguera dizque por herejes. Después se les ocurrió que las figuras retrataban a Judas Iscariote, con el cual querían personificar a los judaizantes -contrarios a la religión católica-, y como gustaban mucho de este entretenimiento, los monigotes se empezaron a vender en el Portal de Mercaderes, con caras feísimas, barbas, cuernos y largas colas como de toro. Como el traidor discípulo se ahorcó, del mismo modo se colgaban a los feísimos muñecotes y en vez de echarlos en una hoguera como hacían los niños, les ponían racimos de cohetes tronadores a fin de que estos los quemaran imaginando castigar con tal simulacro la nefanda traición del barbitaheño Judas”.
Para el pueblo siempre alegre, la quema del Judas era uno de los eventos más esperados. La festividad sólo llegó a interrumpirse bajo el imperio de Maximiliano debido a que la pólvora utilizada para rellenar los muñecos podía servir en contra de los franceses o del propio Emperador. “El miedo no anda en burro”, solían comentar los coheteros y maestros en el arte del “Judas” quienes se inconformaban poniendo clandestinamente a sus creaciones, el rostro del emperador o de uno que otro general francés.
La ciudad de México terminaba los días santos entre la solemnidad y la fiesta. Pero mantenía inquebrantable su majestad y la seriedad del acto religioso. Al caer la tarde del Domingo de Resurrección, después de escuchar misa y pasear entre la verbena popular la gente se retiraba a sus hogares a saborear una taza de chocolate y compartir sus vivencias de Semana Santa.
La opinión expresada en esta columna es responsabilidad de su autor (a) y no necesariamente representa la postura de AM Hidalgo