Aquel martes 14 de julio apuntó en su agenda personal del año 1789 Luis XVI, rey de Francia y Navarra por la gracia de Dios, que en ese día no había pasado absolutamente “NADA”. Se refería al resultado de la caza del día, verdaderamente infausto.
Su pasión cinegética era prioritaria sobre las demás preocupaciones: la perspectiva de una bancarrota del Estado, que le había obligado a convocar los Estados Generales que no se habían reunido en Francia desde 1588; el desprestigio de la Corte, sumida en unos escándalos en los que la propia reina, la frívola María Antonieta, se veía comprometida, y por fin, y sobre todo, el espectro de la hambruna que por todo el país amenazaba al pueblo con el constante aumento del precio del pan (el alimento básico) como consecuencia de las malas cosechas de los años anteriores y la ocultación del trigo realizada por unos acaparadores con el propósito de enriquecerse. No sabía que la Bastilla estaba a punto de caer.
“¿Es un motín?”, preguntó el rey el 15 de julio de 1789 al enterarse de que la víspera había caído la Bastilla. El Gran Chambelán le contestó: “No, majestad. Es una revolución”.
En la Revolución Francesa fue crucial la toma de conciencia de un grupo social, la burguesía, en torno a su capacidad para convertirse en motor de la sociedad de su tiempo. Frente a su extraordinaria pujanza los estamentos tradicionalmente privilegiados, el clero y la aristocracia, no tuvieron ninguna posibilidad de reconducir los acontecimientos, y a la monarquía, anclada en su inmovilismo, asistió atónito a su propio fin.
Los sucesos parisinos del 14 de julio de 1789 no fueron, pues, un hecho espontáneo ni obedecieron a una circunstancia puntual. Por el contrario, en ellos confluyeron una serie de causas internas y externas a la Corona francesa que tomaron cuerpo en las calles parisinas y las erigieron en símbolo de una nueva era: la que reconoció abiertamente la igualdad, la fraternidad y la justicia para todos los ciudadanos.
En enero de 1789, el abate Emmanuel Sieyès escribió un libelo que obtuvo rápidamente una enorme difusión para la época: ¿Qu’est-ce que le Tiers État? En él se leía: “¿Qué es el Tercer Estado? Todo. ¿Qué ha sido hasta ahora? Nada”. Era un toque de atención a la opinión pública y, sobre todo, a los estamentos privilegiados sobre el papel que reclamaba la burguesía en el seno de la sociedad francesa.
Apenas cinco años antes el dramaturgo Beaumarchais había fustigado a la aristocracia en Las bodas de Fígaro, cuando el lacayo protagonista insistía en decir que “los nobles no se tomaban más trabajo que el de nacer”.
No eran dos voces solitarias. Respondían al pensamiento de una burguesía económicamente fuerte que había bebido intelectualmente de fuentes como Diderot, Voltaire y Rousseau, y que reclamaban un papel en la gestión pública del Estado.
El Tercer Estado decidió crear una milicia popular urbana. Solo había un problema: faltaba armamento. Para solucionarlo, el 14 de julio, a primera hora de la mañana, se asaltaron varios arsenales, entre ellos el del hospital militar de los inválidos y se incautaron 32 mil fusiles y una veintena de cañones. De regreso hacia el ayuntamiento, al pasar cerca de la Bastilla, la prisión pareció a los manifestantes el símbolo de la arbitrariedad real.
De Launay, gobernador del centro, intentó contenerlos con ayuda de la guardia. Sonaron los primeros disparos y, poco después, los cañonazos. Tras cuatro horas de combate la fortaleza se rindió a condición de salvar la vida. Fue inútil. Las cabezas de De Launay y de algunos oficiales de la guardia fueron paseadas en picas y expuestas en el ayuntamiento.
La Bastilla había sido tomada y lo que podía haber sido un acontecimiento más en el curso del movimiento revolucionario se consagró ante sus contemporáneos y ante la historia como el emblema de la victoria del pueblo contra los tiranos.