Huamanga, Perú.- Los disparos ejecutados hace una semana por soldados en los Andes de Perú, en su más mortífera respuesta contra manifestantes en lo que va del siglo XXI, trajeron a la memoria de Victoria Prado los abusos que padeció buscando a su hermano desaparecido por el Ejército en marzo de 1990.
Prado, de 70 años, vio un helicóptero que arrojaba bombas lacrimógenas y granadas de humo rojo para dificultar la visión de los protestantes que pretendían tomarse el aeropuerto de Ayacucho, motivados por la exigencia de la disolución del Parlamento y la renuncia de la presidenta Dina Boluarte.
“En 1990 fue igual, los militares paraban disparando”, dijo Prado en referencia a la época de la violencia política en Perú (1980-2000) que tuvo su epicentro en Ayacucho. Sendero Luminoso inició su lucha sangrienta para tomar el poder de Perú y la respuesta militar fue tan contundente y brutal que cometió graves violaciones a los derechos humanos, según determinó después una comisión de la verdad.
La confrontación del pasado 15 de diciembre se produjo cerca de un parque, junto al cementerio y al aeropuerto de Ayacucho. Aunque los militares indicaron que actuaron dentro del “respeto irrestricto de los derechos humanos”, videos grabados por vecinos de la zona y revisados por The Associated Press, muestran a varios soldados disparando de forma horizontal. “Han disparado al cuerpo, no al aire”, dijo Natividad Alcarraz, una profesora que presenció el tiroteo.
Algunas de las primeras víctimas cayeron en los alrededores del parque, entre ellas dos padres: Edgard Prado, de 51 años, y José Aguilar, de 20. El primero intentó ayudar a los heridos y recibió un disparo en la espalda que le destrozó el hígado y los pulmones. El segundo, también vecino de la zona, volvía de trabajar cuando un tiro en la cabeza lo mató. Los 10 muertos en Ayacucho fueron por arma de fuego. Ocho hospitalizados también tienen impactos de proyectiles, según autoridades.
“Toda la ciudad escuchó los disparos más de dos horas”, dijo Lola Muñoz, empleada de hotel de 40 años, quien a los seis años escapó de morir cuando los militares ingresaron a su casa en San Miguel, un pueblo en el norte de Ayacucho y mataron a sus abuelos. Otros indicaron que tiroteos más esporádicos sobrepasaron la medianoche.
La respuesta militar en Ayacucho ha sido la más violenta entre las manifestaciones en varias partes del país, luego de que el 7 de diciembre el entonces presidente Pedro Castillo (2021-2022) fuera destituido después de que intentara cerrar el Parlamento. Desde entonces permanece en prisión preventiva mientras es investigado por rebelión. Las protestas sobrevenidas a la crisis política dejan 27 civiles muertos y más de 600 heridos, de los cuales casi la mitad de contusos son policías.
Un reportero de la AP recorrió la zona del enfrentamiento en Ayacucho y encontró postes de luz agujereados por disparos, manchas de sangre en una vereda que se rehúsaban a desaparecer pese a la lluvia y decenas de cajas de cartón de balas calibre 5,56mm regadas por el piso.
“Hay rabia, ira, indignación” en los manifestantes, resumió Lurgio Gavilán, quien a los 12 años se unió a Sendero Luminoso, luego fue soldado y ahora es profesor de antropología de la Universidad San Cristóbal de Huamanga, donde el fundador de Sendero, Abimael Guzmán, enseñó filosofía.
Gavilán, de 51 años, recordó que durante el conflicto armado todas las autoridades estaban subordinadas al Ejército en Ayacucho y se cometieron atrocidades. “Veo ese recuerdo al ver al militar con el fusil apuntando a los civiles” en las calles, añadió. “Ese pasado se hace presente”, dijo.
Victoria Prado recordó que en 1990 los militares ingresaron a su casa reventando tiros y se llevaron a su hermano Graciano, un profesor de 25 años, a quien acusaron de terrorista. Ella, pese a tener dos hijos, había criado desde pequeño a su hermano y lo había visto crecer y convertirse en el primer maestro de escuela de su familia conformada en su totalidad por campesinos iletrados.
Buscó sin suerte a Graciano los siguientes años. Caminó hasta un valle donde los soldados arrojaban los cadáveres, vio cómo jaurías de perros se comían algunos cuerpos, soñaba con Graciano quien le pedía que no se canse de buscarlo.
Reclamaba por su hermano al igual que cientos de madres por sus hijos desaparecidos en la puerta del cuartel de Ayacucho, el mismo del que décadas después salieron el 15 de diciembre los militares que dispararon a los manifestantes. El trato es igual, dijo Prado y recordó que en el pasado los militares también disparaban sus fusiles para ahuyentarlas, cuando ellas alzaban su voz exigiendo ver a los desaparecidos.
Una comisión de la verdad dijo en 2003 que el conflicto armado dejó 70.000 víctimas, principalmente campesinos pobres y de lengua quechua. Prado se unió a la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú y cuando visita la sede de la organización en el centro de Huamanga, sube al museo que recuerda los años de la violencia.
Gavilán, autor de la autobiografía “Memorias de un soldado desconocido”, dijo que los gobiernos de Perú siempre han usado la violencia en vez de un diálogo honesto. “Se construye ira, que con el paso del tiempo va fermentando”, indicó y añadió que esa mirada desde el lejano poder capitalino está marcada por el racismo, el desinterés y la descalificación.
Antes de dejar el cargo de primer ministro, Pedro Angulo, dijo el martes que los campesinos de lengua quechua quienes protestaban en Apurímac —región cercana donde han muerto seis— eran manipulados y al no entender advertencias en español ocurrían “las desgracias”. El jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas Manuel Gómez de la Torre comentó —dos días después de la mortal represión y en presencia de la presidenta Boluarte— que existen “muy malos peruanos” que están pasando de generar “acciones violentistas a generar acciones terroristas”.
El antropólogo Gavilán lamentó la constante descalificación desde las autoridades a los que protestan al considerarlos salvajes, manipulables, incapaces de pensar, sucios e incivilizados.
La señora Prado —quien buscó sin suerte a su hermano maestro por 30 años— dice que su vida casi no ha cambiado y que nunca vio pasar por sus manos parte de la bonanza económica del país sudamericano impulsada por los minerales. “Años y años y la misma cosa, los pueblos peruanos siguen atrasados; no hay nada, no hay apoyo”, indicó mientras cuidaba una cabra.
“Yo no sé leer, ni escribir, pero tengo pensamiento”, dijo.
JFF