“No me importa lo que digan los organismos internacionales, que vengan a llevarse a los pandilleros, si los quieren se los entregamos a todos”, respondió Bukele

San Salvador.- Nueve meses llevan los salvadoreños en un estado de excepción perenne que fue decretado en marzo por el presidente Nayib Bukele como instrumento legal para poder ejecutar una política de mano dura contra las pandillas. Pese a la disminución en las cifras de crímenes diarios en El Salvador, la persecución contra las bandas criminales ha sido duramente criticada por falta de garantías a los derechos humanos. Para el presidente, es una catapulta política con miras a la reelección.

“No me importa lo que digan los organismos internacionales, que vengan a llevarse a los pandilleros, si los quieren se los entregamos a todos”, respondió Bukele a las interpelaciones y denuncias de organizaciones no gubernamentales, como Human Rights Watch y Cristosal, que registraron en menos de un año 1.000 casos graves de violaciones, abusos y la muerte de al menos 90 personas bajo custodia del Estado salvadoreño.

Señalado de autoritario y de tintes de dictador por los más críticos de su gestión, Bukele cierra filas ante los cuestionamientos a su estrategia de persecución a los delincuentes. Lo que él llama “guerra contra las pandillas” le ha dejado un rédito de altísima aceptación ciudadana que le facilitaría su reelección en los comicios de 2024.

Un sondeo reciente de LPG Datos del matutino La Prensa Gráfica de El Salvador dice que el 87, 8% de los salvadoreños aprueba sus tres años y medio de gestión y el 89,5% el combate a las pandillas. Según le encuesta de la ONG Fundaungo, el 89,8% aprueba el régimen de excepción.

“Si el periódico de la oposición dice 88%, ¿cuánto será en realidad?”, alardeó el mandatario al referirse a la encuesta de LPG Datos.

El respaldo popular se explica, según la abogada y analista política, Thanya Pastor, por la sensación de indefensión de los salvadoreños ante el régimen de miedo sembrado durante años por las pandillas. “La gente en este momento no va a entender nada de derechos humanos, nada de democracia, nada de autoritarismo, lo que les interesa es su seguridad y la oportunidad de vivir una vida libre”.

Aunque respalda el prolongado estado de excepción – renovado cada 30 días por ocho ocasiones en 2022-, Pastor dijo a la AP que el Estado debe de dar cuenta de las personas fallecidas bajo su custodia y responder por los abusos y supuestas torturas de los detenidos.

El gobierno de Bukele, que movilizó a miles de policías y militares para cercar y detener a presuntos integrantes de las bandas, es responsable de vulnerar el derecho a la defensa y al debido proceso, de desapariciones forzadas, de torturas y de arrestos masivos de personas que no tienen nada que ver con las pandillas, según las denuncias de organismos humanitarios.

De hecho, la Procuradora para la Defensa de los Derechos Humanos, Raquel Caballero, confirmó que 2.100 personas han sido liberadas durante el régimen de excepción por no tener vínculos con las bandas criminales y anunció que en enero se iniciará un plan de verificación sobre la situación en las cárceles, que tendrá el acompañamiento de la ONU y la Comisión Interamericanas de Derechos Humanos.

Todo ha ocurrido, reprocha Juanita Goebertus, directora para las Américas de Human Rights Watch, “con el supuesto objetivo de garantizar su seguridad”.

La abogada Pastor es crítica con las organizaciones de defensa de los derechos humanos. Admitió estar sorprendida de “que no se hayan escandalizado en el pasado, por todas las muertes a consecuencia del accionar de las pandillas”, como ahora lo hacen por los supuestos abusos del Estado.

Desde que Bukele advirtió que no pararía hasta sacar de las calles al último de los pandilleros y su director general penitenciario, Osiris Luna, prometió en Twitter que “los pandilleros van a sufrir por el dolor que afuera causan sus homeboys (miembros)”, miles de soldados y policías fuertemente armados irrumpieron en barrios y comunidades populosas, bastiones de las pandillas, y fueron de puerta en puerta, sacando arrastrados a cientos de personas sin ninguna restricción legal bajo la sospecha de pertenecer o colaborar con estructuras criminales.

Fue la contundente respuesta del gobierno a una jornada especialmente violenta en El Salvador, en marzo pasado, que se saldó con 62 homicidios en un día y que amparó la declaratoria del estado de excepción que está vigente desde entonces. El Congreso, de mayoría oficialista, otorgó al presidente todo el poder para perseguir a las maras o pandillas.

Cercaron las zonas residenciales con alambras de púas, las entradas estaban resguardadas por camiones militares artillados y soldados armados con fusiles M-16, y decidieron quien entraba o salía, exigiendo identificación y revisando a todo el mundo.

El plazo de detención administrativa -sin pasar a disposición judicial- se extendió de 72 horas a 15 días. Se suspendió el derecho de asociación y se permitió a las autoridades intervenir la correspondencia y celulares de quienes se consideran sospechosos.

Los detenidos perdieron su derecho a ser debidamente informados de los motivos de su aprehensión y a acceder a un abogado para su defensa.

“No se lo esperaban, estaban desprevenidos y arrasaron casi con todos; se los llevaron arrastrados”, recordó Manuel Torres, que trabaja en una de las fábricas de la zona donde se ubica San José El Pino, una comunidad bastión de la pandilla Mara Salvatrucha (MS-13), que controlaba todo el municipio de Santa Tecla, en la periferia oeste de la capital.

“Aquí prácticamente desaparecieron, pero dicen que todavía quedan algunos”, dijo el hombre, mientras miraba para un lado y otro, aún con temor de que lo escucharan hablar con periodistas. “Es que todavía hay varios “, agregó.

Bukele ordenó que los pandilleros encarcelados solo reciban dos tiempos de comida, con dos tortillas para tacos, una porción de frijoles y huevo. Les retiraron las colchonetas para dormir y los encerraron en pequeñas celdas donde viven hacinados. Y las bandas amenazaron con tomar represalias.

El gobierno presume de estar camino de convertir a El Salvador en uno de los países más seguros de Latinoamérica y de vencer a las pandillas. Pero las organizaciones de derechos humanos, que no niegan el descenso de los homicidios, cuestionan la estrategia como una solución definitiva.

El director asociado en funciones para las Américas de Human Rights Watch, Juan Pappier, en entrevista con la AP, censuró la “política de mano dura” y advirtió que sería un grave error pensar que “un éxito puede lograrse sobre la base de violaciones masivas a los derechos humanos”.

Este tipo de políticas, afirmó, no son sostenibles en el largo plazo porque no se concentran en atacar los delitos violentos y a los lideres, sino en dar resultados rápidos. No permiten desestructurar organizaciones criminales.

Según la información oficial, dentro del estado de excepción han capturado a más de 60.000 pandilleros o colaboradores de pandillas, incluyendo a 843 jefes de clicas o grupos de la Mara Salvatrucha y de Barrio 18. Las autoridades tienen registro de 76.600 pandilleros y dicen que falta capturar a más de 20.000.

Del 1 de enero al 26 de diciembre se registraron oficialmente 609 homicidios, un 45% menos que los 1.107 contabilizados en el mismo período del año pasado. Se estima que, de continuar así, El Salvador cerraría 2022 con un poco ms de 600 homicidios para una tasa de 9,9 por cada 100.000 habitantes.

El 2015 El Salvador, en ese momento considerado uno de los países más violentos del mundo, registró 6.656 homicidios, una tasa de 106 muertes violentas por cada 100.000 habitantes.

Cuando el representante para las Américas de Human Rights Watch exhortó al ejecutivo a desarrollar una política de seguridad que proteja a la población y logre justicia por los abusos, sin violar los derechos humanos, Bukele respondió de inmediato con un escueto “no”.

“No les interesa El Salvador, su temor es que tengamos éxito, porque otros gobiernos querrán imitarlo. Temen el poder del ejemplo”, dijo en Twitter.

Como en El Salvador, Honduras decretó el estado de excepción en 89 barrios y colonias de Tegucigalpa y 73 de San Pedro Sula, las principales ciudades del país en las que se registran los niveles más altos de delincuencia, atribuidos también a las pandillas Mara Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18.

Según la Constitución, el plazo de suspensión de las garantías constitucionales no puede exceder de 30 días. Transcurrido este plazo podrá prolongarse por igual período y mediante nuevo decreto, si continúan las circunstancias que lo motivaron. De lo contrario, se restablecería por completo las garantías suspendidas. Está vigente desde el 26 de marzo de este año.

Para combatir las pandillas, el Congreso aprobó algunas reformas al Código Penal para convertir en delito formar parte de las pandillas, lo que puede sancionarse con una pena de 20 a 40 años de prisión. Los cabecillas pueden recibir condenas de 40 a 45 años.

En los delitos relacionados con el crimen organizado, que incluye a las pandillas, se aplican 20 años de prisión a adolescentes mayores de 16 años y hasta 10 años a mayores de 12.

El abogado Eduardo Escobar, de la ONG Acción Ciudadana, reconoció que se ha llevado “alguna tranquilidad a las comunidades espantando a los pandilleros”, pero afirmó que la implementación del régimen de excepción “está significando sin dudas una violación flagrante de tratados internacionales en materia de derechos humanos”.

Agregó que “esta medida le ha significado aplausos de la gente, ha sido una medida bien vista pese a los inconvenientes que se tiene” y que Bukele lo está explotando de cara al próximo proceso electoral.

Empresarios del transporte público de pasajeros aseguran que las extorsiones de pandilleros al sector han disminuido casi en su totalidad. Dicen que mensualmente pagaban hasta 700 dólares por bus en concepto de extorsión, un aproximado de más de 19 millones de dólares por año entre todos.

“Aquí mandaban las pandillas, tenían bien marcados sus territorios” dijo a la AP Cristóbal Benítez, un comerciante informal que trabaja en el centro de San Salvador. “Pagabas o te mataban, pero ahora parece que ya manda otra vez el gobierno”, agregó el hombre de 55 años.

La abogada Pastor afirmó que en el Salvador “había un gobierno paralelo, el gobierno de las pandillas” que imponían su ley, “ver, oír y callar” especialmente en zonas como en el centro histórico de la capital donde campaban las pandillas Mara Salvatrucha y Barrio 18. De acuerdo con las autoridades locales, esos grupos están involucrados en el narcotráfico y el crimen organizado.

En 2012, el gobierno estadounidense incluyó a la Mara Salvatrucha, en una lista de organizaciones criminales internacionales. Tres años después, la Corte Suprema de Justicia de El Salvador la declaró terrorista, así como a la pandilla Barrio 18.

JFF 

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