Por Stephanie Nolen de The New York Times en exclusiva para AM. 

Kenia.- Las historias que cuentan las madres cuando se reúnen en el centro de salud de Awendo, al oeste de Kenia, son un catálogo de pequeños fracasos, oportunidades perdidas y consecuencias devastadoras. Lo que une a las cerca de veinte mujeres que se reúnen periódicamente, en bancas de madera dentro de una sala vacía de la clínica o bajo un árbol en el patio, son sus hijos: todos viven con VIH.

Han pasado dos décadas desde que en el África subsahariana se pusieron en marcha las iniciativas para prevenir la transmisión del VIH, el virus que causa el sida, de madre a hijo durante el embarazo y el parto; sin embargo, unos 130.000 bebés se siguen contagiando cada año debido a problemas logísticos, como la escasez de medicamentos, y otros más dañinos, como el estigma que hace que las mujeres tengan miedo de hacerse pruebas o buscar tratamiento.

Además, después que muchos de los niños contraen el virus, estos siguen desamparados: aunque la iniciativa para dar tratamiento contra el VIH a adultos ha sido un gran éxito en toda la región, los contagios de muchos niños no se detectan ni se tratan.

Según ONUSIDA, un programa de las Naciones Unidas para la atención de esta enfermedad, el 76 por ciento de los adultos que viven con VIH reciben tratamiento en el África subsahariana, pero, en el caso de los niños, solo se atiende a la mitad.

Se calcula que 99.000 niños del África subsahariana murieron por causas relacionadas con el sida en 2021, el último año del que se tienen datos. Otros 2,4 millones de niños y adolescentes de la región viven con el virus, pero poco más de la mitad han sido diagnosticados. El sida es la causa principal de mortalidad entre los adolescentes de 12 países de África oriental y meridional.

“Durante una década, la respuesta mundial al sida se concentró en controlar la epidemia y es asombroso que el tratamiento haya llegado a tantos adultos”, afirmó Anurita Bains, responsable de los programas mundiales de VIH/sida de UNICEF. “Pero como los niños no van a propagar el VIH, están en último lugar de la lista de prioridades. Prácticamente los olvidaron”.

Bains añadió: “Es más difícil detectar a los niños con VIH que a los adultos, tenemos menos herramientas para hacerles pruebas y tratarlos, y dependen de sus cuidadores para acceder a la atención médica”.

En teoría, evitar que una mujer le transmita el VIH a su hijo durante el nacimiento es más o menos sencillo. La política nacional de todos los países del África subsahariana con una alta prevalencia de VIH estipula que todas las mujeres embarazadas deben someterse a pruebas de detección del virus y que las que den positivo deben iniciar el tratamiento de inmediato.

Para identificar los casos no detectados, las mujeres deben someterse de nuevo a la prueba durante el parto. Si dan positivo y no están recibiendo tratamiento, se les administrarán medicamentos para bloquear el contagio. Sus bebés deben recibir otro medicamento durante las primeras seis semanas de vida.

En más del 90 por ciento de los casos, este protocolo es suficiente para evitar que el niño se contagie. Una madre que se encuentra en tratamiento contra el VIH tiene un riesgo bajo de infectar a su hijo durante la lactancia.

Estancamiento en atención para VIH

No obstante, en los últimos cinco años los avances se estancaron en varios países y la pandemia de COVID-19 los frenó aún más debido a las interrupciones en el suministro de pruebas y medicamentos, los cierres de clínicas, la escasez de personal y el desplazamiento de la atención a la lucha contra el sida.

Las historias de las madres de la clínica de Awendo ponen de manifiesto los errores habituales que se observan en todo el sistema de salud: la clínica no tenía pruebas; no había medicamentos; la única enfermera, sobrecargada de trabajo, estaba demasiado ocupada como para administrar una dosis vital de medicamento cuando una mujer estaba en trabajo de parto.

Laurie Gulaid, asesora regional de UNICEF en materia de VIH/sida quien trabaja desde Nairobi, aseveró que el problema de Kenia y otros países era el abismo existente entre la política escrita y lo que el gobierno financia en realidad, lo que considera prioritario y lo que pone en práctica en centros de atención primaria como Awendo.

“Tienen buenas intenciones, pero falta infraestructura, recursos, capacitación, personal… no existen aún, no como deberían”, comentó.

Desde hace varios años, muchas de las clínicas públicas en Migori, un condado de la región que tiene uno de los índices de prevalencia del VIH más altos de Kenia, no cuentan con pruebas de VIH para las mujeres embarazadas.

Según a quién le preguntes, esto se debe a interrupciones en la cadena de suministro, problemas con los donantes o mala planificación por parte de los funcionarios. Si las mujeres saben que tienen VIH, en ocasiones sus bebés reciben medicamentos antirretrovirales, pero a veces esos medicamentos pediátricos también están agotados.

Sin tratamiento

Bains afirmó que los países deben redoblar su compromiso con los niños.

“Tenemos que encontrar a los niños que hemos pasado por alto, hacerles pruebas y darles tratamiento”, señaló. “Necesitamos recursos para hacerlo, pero también se necesitan sistemas sanitarios sólidos y mano de obra: enfermeras en las clínicas y trabajadores comunitarios que apoyen a las madres”.

Cerrar la brecha del tratamiento infantil también requerirá voluntad política, añadió Bains.

Cuando se le da financiamiento internacional a un país, tenemos que preguntarnos siempre: ‘¿Cómo se usará el dinero para localizar a los niños que viven con VIH y apoyarlos?’”.

Nancy Adhiambo, madre de cinco hijos, se enteró de que tenía VIH durante su tercer embarazo. Empezó el tratamiento, pero le costó trabajo seguir tomándolo porque se mudó para separarse de una relación caótica y no podía conseguir los medicamentos para su bebé de manera regular.

A esa niña, que ahora tiene 8 años, no se le hizo la prueba del VIH durante años, a pesar de que se enfermaba con frecuencia de neumonía cuando era más pequeña.

No fue sino hasta el año pasado, cuando Adhiambo llegó a vivir cerca de una clínica en la ciudad de Migori y se integró a un grupo de madres muy unido, que les hizo la prueba a todos sus hijos y se enteró de que la hija de su tercer embarazo estaba contagiada, al igual que su último hijo, de 1 año. (Sus dos hijos mayores y el cuarto dieron negativo).

En la actualidad, el VIH de la hija mayor está bien controlado, así como el de Adhiambo. Su rostro mostró una sonrisa discreta de satisfacción cuando el médico de la clínica la felicitó por la baja carga viral de la niña.

No obstante, cuando Adhiambo pasó a la farmacia por los medicamentos para los niños, escuchó la misma respuesta que le habían dado durante semanas: las pastillas gratuitas estaban agotadas y, según relató, no podía comprar las que estaban a la venta en la ciudad, pues gana como mucho 1000 chelines (unos 10 dólares) al mes como estilista, así que iba a repartir las pastillas que le quedaban entre los niños. “La pobreza complica las cosas”, concluyó sin rodeos.

“Solo podemos confiar en que todo salga bien”.

c.2023 The New York Times Company

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