Yulia Bondarenko y sus compañeros reservistas ucranianos en una base al sur de Kiev se preparan para instalarse en una zona del frente

Por Andrew E. Kramer de The New York Times en exclusiva para AM Guanajuato

Kiev, Ucrania.- Hace casi un año, los días de Yulia Bondarenko transcurrían entre planes de clases, calificaciones y las hormonas de sus alumnos de séptimo grado.

Cuando los misiles rusos perturbaron esa rutina y los soldados rusos amenazaron su casa en Kiev, la capital de Ucrania, Bondarenko, de 30 años, se ofreció como voluntaria a pesar de su falta de experiencia, el riesgo que corría su vida y el mal pronóstico que tenía Ucrania.

“Yo nunca tuve un rifle en las manos y ni siquiera había visto uno de cerca”, comentó Bondarenko. “Durante las dos primeras semanas, sentía que estaba en medio de la niebla. Era una pesadilla constante”.

Durante semanas había seguido las noticias ominosas de que los soldados rusos se estaban concentrando en la frontera con Ucrania, y el 23 de febrero decidió enrolarse como reservista. Al día siguiente, comenzó la guerra por tierra más grande de Europa desde la Segunda Guerra Mundial.

Yulia Bondarenko, una maestra que se enroló como reservista, llega a un ejercicio de adiestramiento en Kiev durante el primer mes de la guerra. Lynsey Addario/The New York Times

Cuando las explosiones sacudieron Kiev, Bondarenko tomó el tren subterráneo para incorporarse al servicio sin saber a ciencia cierta si la oficina de reclutamiento la aceptaría sin tener toda la documentación ni un examen de aptitud física.

Pero en el caótico torbellino de voluntarios, los oficiales no hicieron preguntas. Le dieron un rifle y 120 balas y la asignaron a una unidad que esperaba pelear en combates urbanos si el Ejército ruso entraba a la capital. Era solo una recluta en medio de una enorme afluencia de voluntarios que engrosaban el tamaño de las fuerzas ucranianas —de más o menos 260.000 soldados a cerca de un millón en la actualidad— y cuyas vidas fueron transformadas por la guerra.

En una entrevista reciente, Bondarenko recordó el tremendo estrés de esos primeros días. Por no estar acostumbrada a los sonidos de la artillería, creía que la iban a herir después de cada ráfaga, comentó. Pensaba que iba a morir.

Poco a poco aprendió a ser soldado. Los otros voluntarios le enseñaron a cargar, a apuntar y a disparar su rifle Kalashnikov. Practicaban lucha en trincheras y otras tácticas.

Durante la batalla por Kiev, que duró varias semanas, Bondarenko y cerca de 150 voluntarios más, casi todos hombres, vivían en un centro comercial y rotaban por turnos en los puestos de control de la ciudad. Ella y otras dos mujeres se cambiaban en un baño alejado de donde estaban los hombres.

Yulia Bondarenko, una maestra que se enroló como reservista, llega a un ejercicio de adiestramiento en Kiev durante el primer mes de la guerra. Lynsey Addario/The New York Times

En la noche hacía tanto frío, que dormía abrazada con una de las otras soldados. Poco a poco fueron llegando sacos para dormir, colchonetas y uniformes abrigadores, y al final, la unidad se fue a un cuartel.

No todos los reclutas nuevos necesitaban entrenamiento. La lucha de ocho años contra los separatistas respaldados por Rusia en el este de Ucrania ha adiestrado a una generación de soldados ucranianos —cerca de 500.000— en la guerra de trincheras sobre las planicies, el tipo de combate que predomina en la actualidad. Muchos veteranos regresaron al servicio activo cuando comenzó la invasión a gran escala.

En las semanas posteriores a que los ucranianos ahuyentaran a Rusia de su capital y cuando los soldados rusos se replegaron en la primavera, el combate se trasladó hacia el este. A Bondarenko le dieron la oportunidad de renunciar, tomar un puesto de oficina o trabajar como cocinera.

Ella superó sus miedos y eligió quedarse en la infantería, vivir en el cuartel y entrenar para las campañas futuras.

Al igual que otros reclutas sin experiencia, Bondarenko aprendió sobre la marcha a encontrar cables detonadores y trampas explosivas, a agacharse para protegerse de los proyectiles y a proporcionar primeros auxilios en el campo de batalla.

Al principio le preocupaban sus habilidades. Era tímida, le gustaban mucho los libros y nunca le interesaron las fuerzas armadas ni sabía nada de armas ni guerras. Pero su confianza se desarrolló en las patrullas y en los campos de tiro y cuando estuvo gestionando suministros y aprendiendo tácticas.

“Era grato que los chicos dijeran: ‘Lo estás haciendo bien. Yo iría a combatir contigo’”, comentó.

Su brigada estaba apostada en un pueblo al sur de Kiev donde los soldados tenían contacto con los residentes: frecuentaban una tienda para adquirir refrigerios, y Bondarenko se hizo amiga de una maestra de matemáticas de la localidad.

Pero cuando terminó la primavera, tuvieron que despedirse. Iban a irse al frente, a la región de Járkov, en la zona noreste.

En el noreste, la unidad estuvo bajo bombardeos rusos casi constantes durante todo el verano. Bondarenko ayudó a gestionar la logística y las provisiones para que las fuerzas ucranianas siguieran combatiendo.

Bondarenko obtuvo un permiso para las celebraciones de Año Nuevo y regresó a Kiev, donde volvió a darse los gustos que tenía antes de la guerra: un nuevo paquete de libros llegó a su apartamento, tomó café con sus amigos y pasó un tiempo con su hermana y su sobrina de cuatro años.

También aprovechó este permiso para visitar a su madre de 67 años, Hanna Bondarenko, en su pueblo ubicado en el centro de Ucrania donde ella se había criado hablando ucraniano y no el ruso que se habla en las cafeterías de Kiev. Pero su enojo contra Rusia se fue gestando durante los últimos ocho años cuando Moscú promovió la guerra y desde hacía mucho tiempo había decidido hablar ucraniano en público.

Su madre nos contó que cuando Rusia invadió, por lo menos tuvo una sensación de alivio al pensar que su hija no iba a ser reclutada. “Me alegré de no haber tenido un hijo porque así no tenía que preocuparme de que lo mandaran a la guerra. Nunca me imaginé que mi hija se enrolaría”, comentó.

Bondarenko reveló que mientras su unidad estaba desplegada, ella trataba de alejar algunos sentimientos. Se siente culpable por el miedo que su madre siente por ella y extraña la enseñanza y a su novio. En su casa tiene una caja con cartas de sus exalumnos.

“Cuando estoy en la base o en el campo, trato de desconectarme emocionalmente”, puntualizó.

En su mochila traía una pequeña parte de su vida como maestra: libros. Algunos eran libros infantiles que a veces leía para animar a sus compañeros.

Pero comentó que su deber era servir a su país, lo cual implicaba que dentro de poco tenía que volver a despedirse de todos. Nos contó que, al despedirse de su novio en Kiev, pensó en los temores cotidianos que le aquejaban a él y en sus planes para el futuro.

Esta relación, comentó, “me demuestra que puede haber luz incluso en la oscuridad”.

Muchos voluntarios que ha conocido en el último año fueron desplegados en el este de Ucrania, donde el combate es implacable, y Bondarenko sabe de algunos que han muerto.

Hasta ahora, Bondarenko no ha disparado su rifle en combate, pero asegura que, si su pelotón es enviado al frente, ella está lista para pelear.

“Ahora soy un soldado de infantería”, apuntó.

c.2023 The New York Times Company 

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