España.- —Vale, pero tú en tu casa y yo en la mía. No voy a volver yo a recoger calzoncillos de nadie a mis 70 años, casi 71.
Esto que le contestó Carmen a Hilario hace cinco veranos fue porque Hilario le pidió a Carmen una relación “normal”, después de verse un año casi todos los fines de semana y algún día entre semana.
Carmen no se llama Carmen, es su segundo nombre, e Hilario lo escogió ella. Da esos y pocos detalles más porque dice que “bastante trastorno” levantó con “volver a tener novio” después de quedarse viuda y “bastante remate” fue explicar luego por qué “ni muerta” iba a repetir los 40 años de los que venía.
Pero lo cuento porque no pensé que me iba a ver diciendo que cuando murió mi marido y pasé unos años sola, me di cuenta de que había sido una esclava toda mi vida. Muchísimo amor, siempre, pero esclava. Y mira qué bien estoy ahora. Cada uno en su casita. Enamorada, pero no esclava”.
Desde que Carmen sale por su puerta hasta que toca el timbre de Hilario hay unos 10 minutos. Fue un día en un paseo entre ambas casas cuando tuvieron aquella conversación, y él nunca más volvió a preguntar.
Esa charla, de esa forma, no se dio nunca entre Ana Llopis y Juan Carlos Gómez, que sí se llaman así y viven en Granada. De 35 años y 46, traductora e investigador del CSIC en el Instituto de Astrofísica de Andalucía, respectivamente, llevan juntos desde septiembre de 2020 y no han vivido juntos jamás. No quieren. Viven a algo más de distancia que Carmen e Hilario, a unos 40 minutos. Y sus motivos son distintos, pero están hilados.
Llopis habla sobre “ver las relaciones de otra forma”, sobre “menos dependencia, más libertad y más igualdad”. Carmen lo hace sobre “desaprender lo que era estar con alguien” y sobre “el espacio de una”.
En las historias de las decenas de personas entrevistadas hay cuestiones que se repiten: el desarme del modelo tradicional de pareja, de cómo se estructura y lo que implica, la necesidad de un espacio propio, la capacidad económica para vivir así, separados, y la conciencia de que es menos ecológico.
Pero, sobre todo, de cómo está atravesado por el feminismo. Son ellas, las mujeres, las que mayoritariamente plantean esta posibilidad, y detrás de esa petición cuentan que hubo, en algún momento, una reflexión relacionada con la autonomía y la independencia, la “carga” y el “cuidado”, nunca equitativo y no siempre recíproco, que supone casi siempre la convivencia en las parejas heterosexuales.
El ‘living apart together’ de los años setenta
Esto, lo de amar sin cohabitar, lleva ocurriendo años, muchos. Fue a finales de los años setenta cuando comenzó a hacerse popular el concepto, sobre todo en Estados Unidos, y se acuñó el término Living Apart Together, (LAT es su acrónimo; en español, juntos viviendo separados).
Ha crecido desde entonces, con un pequeño acelerón en los últimos años. En Estados Unidos se reflejó claramente tras la pandemia. Entre 2000 y 2019, las personas casadas que vivían en dos casas distintas aumentaron en un 25 %, y en 2021 se produjo un pico que alcanza los 3,89 millones de personas. Son aproximadamente el 2,9 % de los estadounidenses casados, según los últimos datos de la Oficina del Censo.
En España no hay ninguna estadística oficial periódica que contabilice este tipo de parejas. Sí recogió información el Centro de Investigaciones Sociológicas en la última Encuesta Social General Española, de 2018. Entonces, estas suponían un 7,2%. Pero no todas lo eran por los mismos motivos. Había un 11,4% que respondía a cuestiones laborales o educativas, o un 3,7% a las relacionadas con hijos o padres. El 11,8% era el porcentaje que correspondía a las parejas LAT como tales, las que lo hacían por “mantener su independencia”.
Y ocurre que, a veces, los motivos se cruzan. Esther Gil y Nadia Cervera, socióloga e historiadora del arte, de 50 años y 42, respectivamente, llevan tres años de relación después de un “divorcio amable” de Gil, que tiene dos hijos.
Cervera cuida de su madre. Comparten en Cádiz “los espacios de ocio y relax”, y ninguna de las dos carga con lo que Gil llama los “momentos tensionados heredados”, es decir, los cuidados de cada una a sus respectivas familias.
‘Convivir es una opción, no el final del camino’
No existe un perfil único de estas parejas y entre ellas hay un amplio abanico de circunstancias, pero sí hay algunas aproximaciones. El estudio La gestión de la intimidad en la sociedad de la información y el conocimiento. Parejas y rupturas en la España actual, de la Fundación BBVA, publicado el pasado año, apunta algunas de ellas: la edad media son los 42,3 años, uno de cada tres viene de una separación o un divorcio y el 46,5 % tienen estudios universitarios.
“Se trata de relaciones consolidadas, con más de seis años de duración y son las que más esperan continuar en esta situación dentro de tres años (40 %). Las de este grupo son también las parejas que menos esperan casarse (77,5 %), y un 43 % ha convivido con una pareja anteriormente”, ahonda el documento.
En esos porcentajes encaja la situación de Vicen Ybarra y Xisco Zafra. Se encontraron en Tinder hace casi tres años. Ella tiene 44 años, trabaja en el ámbito sanitario, y él tiene un año más y es profesor.
“Hemos tenido varias relaciones previas, con y sin convivencia, cada uno su matrimonio respectivo de más de 10 años, ambos tenemos dos hijos de esos matrimonios y no tenemos la más mínima intención de convivir. De hecho ha sido requisito sine qua non, principalmente por mi parte, para poder seguir dando pasos. A mi hijo y a mi hija les doy bastante la chapa con esto: que convivir es una opción, no el final del camino, no están abocados a la convivencia para consumar una relación triunfal”.
Estas relaciones tienen una amplia casuística relacionada con los cambios sociales de las últimas décadas, sobre todo entre la población más joven, según apunta la investigación de la Fundación BBVA. Pero no están exentas de críticas.
Sobre todo a medida que se avanza en edad, hay “un discurso crítico con el hecho de no querer vivir juntos como opción personal, pues esto afecta al concepto clásico que tienen de pareja que se articula alrededor de la idea de amor romántico”. Quienes tienen esta postura “interpretan esa no convivencia como falta de compromiso, como símbolo de un egoísmo que choca directamente con el hecho de compartir que representa la pareja”.
Almudena Hernando, arqueóloga, catedrática de Prehistoria de la Universidad Complutense de Madrid e investigadora en el ámbito de la arqueología de género y la construcción de identidades, se detiene sobre la palabra egoísmo.
“Se dice que ahora la gente no es generosa, que no sabe convivir, que no conviven porque no aguantan nada, porque no tienen verdadero amor, porque el amor es generoso y el amor es noble. Pero todo eso tiene una concepción: las que daban, las que eran generosas, eran, son, las mujeres”.
Un cambio relacionado con el feminismo
Este cambio, “relacionado claramente con el feminismo”, dice Hernando, es una demostración “de la capacidad de autosostenerse de cada miembro de la pareja” en una sociedad en la que las mujeres están dejando “de representar el rol de su función doméstica tradicional, de apoyo emocional y cuidado”.
Entre los encuestados en el análisis sobre el amor de 40dB. para El País el pasado año, solo uno de cada 10 imaginaba que es mejor no convivir y quienes más se alejaban de esa media eran quienes contaban con menos recursos.
Por género, las mujeres preferirían mucho más esta opción (12,7 % frente a 7,1 %), y la distancia entre ellos y ellas crecía cuanto más mayores: las baby boomers (más de 57 años) rechazaban tres veces más la convivencia que los hombres de su generación. Lo anterior, que respondía a preferencias, se traduce en la vida real a que de las mayores de 57 emparejadas, solo el 3,5 % no convive.
Un porcentaje bajo en comparación con otros países europeos y relacionado con la cultura familiar y religiosa que ha imperado de forma mayoritaria en España en las últimas décadas. Pero eso también está cambiando. María Teresa, a mitad de la setentena, tras un divorcio y siete años viviendo sola, decidió que “nunca más”.
Desde 2021 pasa los fines de semana con su “novio”. Se ríe cuando dice novio porque para ella es volver a sus 16: “El sentimiento es el mismo, solo que ya no voy a volver a tropezar con la misma piedra. Quiero recoger mis trastos, limpiar lo que ensucio yo, comer a la hora que me da la gana y lo que me dé la gana”.
Esta percepción del pasado como “piedra” es de lo que habla Coral Herrera, escritora y experta en feminismo y amor romántico. La convivencia, dice, provoca que las mujeres acaben cumpliendo con el papel asignado históricamente, y elegir otra forma va contra varios mitos:
“El de la mujer entregada y abnegada, la que es soporte y lo aguanta todo. Rompe el modelo de feminidad entregada a los cuidados y en ese cambio se pone también de manifiesto la importancia del autocuidado y evitar las relaciones abusivas. Rompe también con el mito del amor único, verdadero y eterno en tanto que no cumple con la estructura tradicional, y en ese sentido también con la fórmula de la familia feliz. Y rompe con el miedo a la soledad, que a las mujeres nos tiene muy sometidas, el miedo a estar solas, a envejecer solas”.
Está convencida de que para las mujeres “es más positiva que para ellos esa fórmula”. A no ser, acota, “que encuentres un compañero realmente comprometido con el cambio, y es difícil encontrar esa pareja”. Esa pareja podría ser Antonio. Vive en Barcelona, tiene 55 años y lleva una década con Pilar, de 46. A él, vivir separados le parece una “evolución” de las relaciones.
Señala que este formato es viable cuando se dan ciertas condiciones: una relación madura, que ambas partes tengan una vida más allá del otro, una carrera laboral que les llene y les satisfaga y que dé libertad económica.
“Somos dos individualidades, no un conjunto limitante. Debe darse en condiciones de igualdad, pura y dura. Mujer independiente, hombre independiente. El otro no está para rellenar vacíos, sino para compartir”.
‘Los hombres tienen que aprender a relacionarse, a vincularse, a cuidar’
En Reinventar el amor (Paidós, 2022), Mona Chollet cita a Eva Illouz en El fin del amor (Katz, 2020). Illouz habla sobre el crecimiento de los lazos negativos —la incapacidad de establecer relaciones duraderas— y cómo hay señales que lo atestiguan, como el fuerte aumento durante las dos últimas décadas de las unidades familiares compuestas por una sola persona (en España superan ya los cinco millones, según el INE).
Pero para Chollet es “un error” asimilar cohabitación y compromiso: “Naturalmente se puede querer y venerar a la persona con la que se convive. Igual que se puede vivir solo o sola y ser un o una psicópata fría como un témpano. Pero también se puede vivir solo o sola y estar perdida y apasionadamente comprometida con alguien. Y se puede vivir en pareja por comodidad, por pereza, por conformismo, porque no se tienen los medios o el valor de cambiar de casa. Ser cautivo no es estar comprometido”.
Ese cautiverio, hace medio siglo era casi la única forma de vida posible para las mujeres. Pero se difumina cada vez más.
Nosotras nos hemos individualizado, nos podemos sostener tanto profesional, económica como relacionalmente. Sabemos hacerlo. En cambio, los hombres tienen que aprender a relacionarse, a vincularse, a sostener, a cuidar. Como eso no lo ha hecho la mayoría, las mujeres encontramos un desfase. Hay pocos que sepan hacer las dos cosas”, explica Almudena Hernando.
Chollet tiene en Reinventar el amor una frase que resume parte del cambio en la estructura social que pueden suponer las parejas LAT: “Los domicilios separados cortocircuitan la pareja y la familia como dispositivos de explotación de la fuerza de trabajo de las mujeres”. Es la forma teórica del “vale, pero tú en tu casa y yo en la mía. No voy a volver yo a recoger calzoncillos de nadie a mis 70, casi 71? que le dijo Carmen a Hilario hace cinco veranos.
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