Por Zedryk Raziel en exclusiva para AM Guanajuato
Ver. Oír. Susurrar. Hablar en voz baja para no ser escuchado. Denunciar al vecino desde el anonimato. La omertà o ley del silencio que habían impuesto las pandillas a los salvadoreños —ver, oír y callar— se ha transformado en una nueva práctica común en el país centroamericano: enviar a los supuestos colaboradores de las maras a la cárcel con una llamada anónima a la policía. Muchos de los que han acabado en la cárcel acusados de “asociación delictuosa” fueron denunciados por sus propios vecinos. Muchos de ellos, también, son inocentes. El Gobierno de Nayib Bukele ha creado una base social de ciudadanos que han pasado a convertirse en informantes, delatores, vengadores, un rasgo común de los regímenes autoritarios que extienden sus tentáculos a lo más recóndito de la sociedad gracias a una multiplicidad de ojos y oídos dispuestos a vigilar al otro y a entregarlo. En cada persona anida un gendarme.
El resultado de esta política de la enemistad es la pulverización de los lazos comunitarios y la pérdida de confianza entre los ciudadanos. El peor de los efectos es el encarcelamiento de gente inocente sin relación con las pandillas, pues muchas personas han usado a conveniencia el estado de excepción para saldar viejas rencillas y cobrar venganzas personales, según ha podido documentar EL PAÍS. En estos casos los protagonistas no son delincuentes, sino personas comunes y corrientes, en su mayoría jóvenes pobres, que tuvieron la desgracia de no simpatizarles a otros. Bastó una llamada. Los especialistas señalan que este nuevo régimen que siembra hostilidad recuerda a la época de la guerra civil (1979-1992), en la que el Gobierno represor alentaba a los ciudadanos a entregar a los insurgentes y a quienes los apoyaban.
Una imagen sutil, pero contundente. En la colonia Las Margaritas, antes un bastión de la Mara Salvatrucha 13, un hombre cuenta cómo ha cambiado el paisaje urbano desde que el Gobierno bukelista aniquiló a las pandillas. Al filo de las seis de la tarde, la calle luce animada. El hombre de 60 años pasea a su perro mientras los jóvenes de la colonia juegan un partido de futbol. Las tiendas están abiertas; las pupuserías, engentadas. En algún punto, el hombre mira sobre su hombro, baja la voz. Se ha percatado de que a unos tres metros otro sujeto, más o menos de su edad, se ha sentado en la acera, tranquilamente.
—Mire, por ejemplo, ese es colaborador —susurra.
—¿En qué sentido colaboraba?
—Les daba dinero.
En un régimen donde reina la sospecha, no hay distinción entre una persona que “financiaba” a las pandillas y otra que era obligada a pagarles una extorsión. En cualquier caso, esos pagos servían a las maras para sustentar sus actividades ilícitas. El hombre de Las Margaritas cuenta que a su esposa también la denunciaron de forma anónima, pero no le encontraron delito alguno, asegura. Para él, ello demuestra que solo los culpables van a prisión.
—A nadie se lo llevan preso por ser inocente. A la persona que se la llevan, es porque algo debe —dice—. Los que se están quejando del régimen es porque tienen a sus hijos que estaban metidos con las pandillas. Son padres alcahuetes. Uno debe tener mano dura con los hijos. Yo platiqué con mis hijos y les dije: “Si ustedes cometen un ilícito, y la ley se los lleva presos, yo no los voy a ir a visitar a la cárcel. Paguen con la ley, porque ustedes han cometido el error. Yo no los mandé”.
En mayo de 2022, menos de dos meses después del inicio del estado de excepción, el Gobierno bukelista habilitó una línea telefónica —el número 123— para que la gente pudiese hacer denuncias anónimas y así “llevar a más terroristas ante la justicia”. En teoría, la Policía Nacional investiga cada reporte y, con base en labores de inteligencia, determina si la persona denunciada es o ha sido “colaboradora” de la Mara Salvatrucha 13 o de Barrio 18, las dos pandillas que durante 25 años aterrorizaron a El Salvador. Las organizaciones civiles señalan que las denuncias anónimas se han vuelto un pilar en los expedientes criminales armados por el Gobierno de Bukele.
La mayoría de los detenidos son jóvenes provenientes de colonias pobres. La opinión entre los defensores de derechos humanos es parecida: hay poblados donde no llega el agua o la luz, pero sí los tentáculos del régimen de excepción; los únicos que están más o menos a salvo son quienes viven en las colonias adineradas. Al régimen, como lo llaman los salvadoreños, le gusta alimentarse de la gente invisible de los márgenes. “Usted no puede defenderse. Si usted intenta defenderse, se considera que está actuando mal y se lo llevan. Ese es el régimen. Usted no puede hablar de sus derechos, porque no los tiene”, dice una mujer que tiene un familiar detenido arbitrariamente.
“Le dije a mi mamá que volvería, pero fue mentira”
“A mí me denunciaron con una llamada anónima”, cuenta una comerciante de 26 años en San Salvador. “De mi casa me sacaron. Ya venía para el trabajo. En la ficha policial pusieron que me habían agarrado en otro lugar, que estaba con un grupito de gente de la MS. Yo pedí a la Fiscalía que hicieran la corrección, porque de mi casa me sacaron y yo no conozco a esa gente”. La mujer, que ha pedido no revelar su identidad, es de las pocas personas que han tenido la suerte de llevar su proceso en libertad, tras pasar seis meses en el penal femenil de Ilopango y luego en el de Apanteos. El día que la detuvieron, en julio de 2022, los policías también se llevaron a su hermano de 23 años, que fue internado en la prisión de máxima seguridad creada por Bukele, el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot). Los salvadoreños saben que, una vez que una persona es llevada a esta cárcel, no volverá a salir, incluso aunque no haya sido sentenciada.
“Cuando llegaron a mi casa me preguntaron mi nombre, me pidieron mi identificación, me dijeron: ‘No apareces en el sistema, vamos [a la comisaría] para ver qué pasó’. Les dije que estaba bien. Antes de irme le dije a mi mamá: ‘Ahorita vuelvo’. Pero fue mentira. Ya no regresé”, cuenta. La vendedora dejó un hijo de un año, que su madre cuidó el tiempo que ella estuvo en reclusión. “Allá dentro conocí a varias mujeres que también habían ido a parar ahí por una llamada. Muchas que no se metían en nada, pero en nada”, dice. “Es que si usted no le caía bien a una persona, con una llamada de denuncia iban a traerlo a usted, sin más pruebas”.
—¿Alguna vez supiste quién te denunció?
—Uy, sí. Y todavía me sigue molestando esa muchacha —dice la mujer—. El policía que me detuvo me dijo que ella insistía e insistía con que me fueran a traer. Llamó varias veces. Y luego que salí libre, volvió a llamar. Ahora hasta ya lo publicó en Facebook. Por eso caí presa.
De su hermano, que lleva más de un año preso, no han tenido noticias. “Aquí no se sabe nada del interno. No puede saber si la persona por lo menos está bien o si necesita algo. Mientras uno está allá adentro, es imposible que se pueda comunicar con la familia”, dice la vendedora. Miles de personas han sido capturadas bajo la suspensión de garantías del régimen de excepción, que ha estado vigente 17 meses. Las autoridades reconocen que 6.000 detenidos eran inocentes, y aseguran que ya han sido liberados. Pero la organización Socorro Jurídico señala que todavía hay 14.000 personas presas que nunca han tenido relación con las pandillas.
“Hay una propaganda que a la gente la impulsa a denunciar. ‘Tranquilo, si tú denuncias, nadie va a saber’. Y, efectivamente, usted coge un teléfono, no se tiene que identificar, y con eso basta y sobra para que el policía tenga criterios suficientes para llevarse a alguien”, afirma Ingrid Escobar, directora de Socorro Jurídico. “Si en la familia hay problemas, en un momento de enojo se puede acusar a alguien. O por problemas con los vecinos, situaciones sentimentales, rencillas tras haberse peleado con alguien. Nosotros tenemos muchos casos de ese tipo”, relata.
Escobar habla del caso de una mujer que fue denunciada por su propia pareja. “Es una pobre muchacha que dejó en orfandad a cinco niños. Esta mujer era golpeada por el papá de sus hijos. Tuvo una relación sentimental con el pastor de su iglesia. El esposo, por celos, la denuncia por llamada anónima. La mujer lleva 15 meses capturada, sus hijos repartidos en todos lados, y de ella ni siquiera sabemos si está con vida. Este es solo un ejemplo. El régimen se utiliza para eso también, da esa posibilidad. No hay garantías para asegurar que solo se denuncia a los delincuentes”, refiere.
“El régimen no llega a las colonias ricas”
Este periódico también ha hablado con un profesor universitario cuya esposa fue detenida en agosto de 2022. La mujer estaba tumbada en la hamaca dando pecho a su hijo de un año y tres meses cuando la policía allanó su casa, la apartó de su bebé y se la llevó presa. “Hubo una llamada anónima de una vecina. Es que yo le puse una tiendita a mi esposa. La vecina de al lado también tenía una tienda, y a nosotros nos estaba yendo bien. Por envidia fue. Pero que Dios se encargue de las personas”, dice el hombre.
La mujer fue acusada de pertenecer a Barrio 18. “Es mentira. Yo soy docente universitario. Yo he mantenido por siete años a mi esposa. Aquí está mi hijo. Pongo mi cara. Yo y mi esposa somos personas honradas. A ella la fueron a traer a mi casa, no la encontraron con nadie”, cuenta él. “Y en la comisaría me dijeron que ella nunca va a volver a ver la luz del sol. Se me partió el alma”.
Su esposa, que entonces tenía 29 años, fue internada en el penal de Apanteos. Gracias a un defensor público le practicaron un estudio de salud. El diagnóstico: esquizofrenia, ansiedad grave, hipertensión, escabiosis (sarna) y un intento de suicidio. El defensor público aconsejó al hombre mudarse de colonia, porque el lugar donde vive está fuertemente asociado a las pandillas, y eso es un prejuicio que pesa en la decisión de las autoridades. “Me dijo que tenía que cambiarme a una zona que no esté calificada como roja, para ‘desperfilar’ a mi esposa. ¿Desperfilarla? ¿Solo por vivir donde vivo? ¿Eso qué tiene que ver? Yo no tengo recursos para irme a las colonias ricas. Ahí no llega el régimen. Llega donde vive la gente vulnerable, la gente pobre. Ahí sí, todos somos delincuentes”, se queja.
Hace un año que su esposa está presa. A su hijo lo cuida la madre del hombre. La tienda que abrió sigue en pie, a duras penas. “No la he cerrado, aunque no tenga nada en la tienda, porque no les voy a dar el gusto. Yo espero que mi esposa salga y vea que no la he quitado, por ella”, dice.
—Y de la mujer que denunció a tu esposa, ¿qué has sabido?
—Ella está en su casa. Sabe lo que ha hecho. Cuando pasa, solo me agacha la cabeza. Dios sabe por qué lo hizo.
Los nuevos jueces de la calle
Se diría que ahora mismo en El Salvador hay dos tipos de personas: las víctimas de las maras y las víctimas del Estado. Los primeros suelen hablar a favor de la estrategia del Gobierno de suspender las garantías; también suelen posicionarse contra el discurso de los derechos humanos, a semejanza del propio Bukele, y dudan de la inocencia de las personas detenidas arbitrariamente.
“Yo pienso que esa gente [los pandilleros] tiene que ser exterminada. Ellos han asesinado a gente a montones, y hoy ya se calmaron muchas cosas. Es algo bueno lo que está haciendo el presidente”, sostiene un hombre en la plaza La Libertad, en el centro de San Salvador. “Los que abogan por los derechos humanos están locos, están defendiendo a los delincuentes, a los terroristas, y eso no tiene que ser así. Cuando ellos asesinaban hasta 60 personas, ellos no vinieron a ver quién los mató. ¿Por qué hoy que ya están detenidos quieren ver por ellos, sabiendo que son asesinos? No puede haber derechos humanos en esa situación”.
—¿Y qué pasa con la gente que encarcelan sin pertenecer a las pandillas?
—Si usted convive con delincuentes, tiene que pagar una pena igual —dice el hombre—. Por eso debe tener cuidado de con qué clase de gente se va a rozar.
En la misma plaza, en medio de un ambiente festivo —hay conjuntos musicales, gente bailando e influencers grabando con sus teléfonos—, una mujer denuncia cómo la policía fue a capturar a su hijo al lugar donde trabajaba. “Hoy en día, por las enemistades de los vecinos, por remordimientos, por problemas, están haciendo eso. Y no debería ser así. Así se han llevado a mucha gente inocente”, lamenta.
Abraham Abrego, director de Cristosal, señala que durante la guerra civil las acusaciones anónimas eran contra los colaboradores del movimiento subversivo. “Es una práctica que se vivió durante el conflicto armado. Los cuerpos de seguridad de ese entonces, que eran militarizados, comenzaron a generar estructuras civiles que eran de vigilancia de la población”, detalla. “Eran los que delataban al que era guerrillero, o al que consideraban guerrillero, o que apoyaba la guerrilla. Eran estructuras que en algún momento tuvieron vínculo con escuadrones de la muerte. El riesgo de estas estructuras es que pueden generar una cultura de estigmatización, y eso afecta al tejido social”.
Abrego señala que su organización ha documentado los impactos psicológicos del régimen de excepción en las comunidades. “Mucha gente ahora tiene miedo de la posibilidad de ser vinculada a un vecino que lo han capturado. Si usted está viendo que a su vecino o al hijo de su vecino lo están capturando por ‘pandillero’, si usted lo quiere defender, el temor es que le digan: ‘Ah, entonces usted también está metido en eso’. Se rompe la solidaridad comunitaria. La gente dejó de temer a los pandilleros y ahora le tiene miedo a la policía”, explica.
El juez Antonio Durán explica que, en el nuevo sistema de justicia de El Salvador, la carga de la prueba recae ahora en el acusado, que debe demostrar que no es culpable de lo que le señalan las autoridades. “Se han invertido los papeles. A la gente se le presume culpable y debe probar que es inocente, en vez de ser la Fiscalía la que presente pruebas de que alguien es pandillero”, afirma. “Solo con la mera detención, por una llamada anónima, o porque el policía lo vio sospechoso, eso va a ser suficiente para que los jueces lo condenen. Se persigue el delito de portación de cara. Los policías se han convertido en los jueces de la calle”.
HLL