Desde que llegaron a Roma para preparar el cónclave, los cardenales estadounidenses celebraban una rueda de prensa diaria en la sede del Pontificio Colegio Norteamericano. Se podía hacer cualquier pregunta al cardenal Daniel Di Nardo, arzobispo de Houston, o al siempre sonriente Patrick O’Malley, el cardenal capuchino de Boston que, además, aparece en todas las quinielas de papables. No desvelaban nada del otro mundo, pero era un hecho novedoso, refrescante, un detalle que junto a otros -el cardenal francés Philippe Barbarin llegando en bicicleta al Vaticano o el ugandés Emmanuel Wamala, de 86 años, marchándose en un autobús atestado de gente- ponía un contrapunto de naturalidad a la ancestral rigidez estética de la curia italiana.
Hasta ayer. A eso de la una de la tarde, como todos los días, el padre Federico Lombardi, portavoz del Vaticano, compareció ante la prensa acreditada, que ya va por las 5 mil almas.
En contra de lo esperado, Lombardi no anunció la fecha del cónclave. Dijo que el colegio cardenalicio “no tiene prisa” en elegir al sucesor de Benedicto XVI, pero sí la determinación de mantener una discusión “seria y en profundidad” sobre qué necesita la Iglesia y quién es el candidato más adecuado. Solo entonces, los 115 cardenales electores —aún faltan por llegar el polaco y el vietnamita— decidirán entrar en la Capilla Sixtina e intentar reunir los dos tercios de votos necesarios para que la fumata sea blanca.
“El colegio cardenalicio”, explicó el padre Lombardi, “piensa que fijar ya la fecha del cónclave podría forzar de alguna manera la dinámica de la discusión”. En el mismo sentido se manifestó el alemán Walter Kasper: “Este cónclave es diferente al de 2005 (había un favorito claro, Joseph Ratzinger). Los cardenales casi no nos conocemos. No hay prisa”.