Analistas de renombrados diarios italianos han señalado al cardenal Sean O’Malley como uno de los favoritos para ser elegidos papa por el cónclave que comenzó el martes.
Hace tan sólo dos semanas, O’Malley ni siquiera aparecía en las listas de “papables” que los observadores de la Iglesia escudriñan cada mañana como si se tratara de tablas de resultados deportivos, aun cuando sólo los cardenales electores saben en qué sentido votarán. Observadores del Vaticano consideran improbable que un cardenal estadounidense sea nombrado papa, dado que se corre el riesgo de que mezcle los intereses eclesiásticos con los de la superpotencia occidental.
O’Malley es también un monje franciscano capuchino, y pocos miembros de órdenes religiosas han dirigido la Iglesia católica. Pero llegó a un país que se encuentra en un ánimo contestatario.
Un comediante, Beppe Grillo, consiguió una cuarta parte de los votos parlamentarios, lo que dejó al liderazgo político de Italia en el limbo.
La administración central del Vaticano, llamada Curia, ha estado sorteando una serie de escándalos. El mayordomo de Benedicto XVI filtró a la prensa documentos privados del pontífice en los que se revelaban disputas internas, corrupción y amiguismo en las más altas esferas de la burocracia. El hermético Banco del Vaticano destituyó recientemente a su presidente por incompetencia y enfrenta fuertes presiones para que implemente una mayor transparencia financiera.
En el cardenal estadounidense los italianos vieron a un caballero que viene al rescate. O’Malley, de 68 años, ha pasado su carrera como obispo limpiando las diócesis sacudidas por escándalos de abuso sexual infantil.
En su larga trayectoria, una historia parece haber capturado la mayor parte de la atención: tras su llegada a Boston en 2003, en pleno cisma por el escándalo de abusos, O’Malley decidió vender la mansión de estilo renacentista italiano que había alojado a los cuatro arzobispos anteriores de Boston. Los millones de dólares obtenidos con la venta ayudarían a pagar las indemnizaciones a las víctimas.
El cardenal, barbado y de voz suave, incluso se ganó un apodo: el sacerdote capuchino, un juego de palabras que hace referencia al nombre de su orden y al famoso café.
“Que pongan al sacerdote capuchino, no a los italianos”, dijo Giuliana Piaella, de 57 años, mesera de un restaurante romano. “Tiene una apariencia pulcra, la edad perfecta y un rostro serio. Su rostro es calmado y lleno de confianza en sí mismo. Usa sandalias, lo que muestra su humildad. Los católicos ya no lo hacen. Necesitamos a alguien cercano a la gente”.
A O’Malley sólo le tomó seis semanas desde que fue asignado a Boston llegar a acuerdos en cientos de demandas por abuso sexual que habían mantenido a la arquidiócesis en crisis. Su predecesor, el cardenal Bernard Law, había renunciado como arzobispo en diciembre de 2002, luego que un juez de Massachusetts abrió los archivos de un sacerdote abusivo a quien funcionarios eclesiásticos mantuvieron en la parroquia sin advertir a los padres ni a la policía. Las revelaciones provocaron una crisis que se extendió a todas las diócesis de Estados Unidos y otros lares.
El día después de hacerse cargo en Boston, renovó al equipo legal que representaba a la arquidiócesis y contrató a un abogado que lo había ayudado a resolver demandas por abusos cuando dirigió la diócesis de Fall River, Massachusetts, hace una década.
O’Malley se involucró personalmente en las negociaciones en Boston, y pasó horas con los abogados de las víctimas hasta pactar un acuerdo de 85 millones de dólares para 552 denunciantes. Los abogados de las víctimas le dieron crédito por mostrar la compasión que otros funcionarios de la Iglesia no mostraron.
En la diócesis de Fall River, una ciudad pesquera del sur de Nueva Inglaterra, O’Malley había heredado el daño de uno de los pedófilos más conspicuos de la crisis por abusos sexuales en Estados Unidos. El ex sacerdote James Porter fue acusado de violar niños en cinco estados en las décadas de 1960 y 1970. En 1993 se declaró culpable de 41 cargos de abuso sexual.
Era una época en la que la Conferencia del Episcopado de Estados Unidos apenas comenzaba a afrontar el alcance nacional de los abusos. O’Malley recibió crédito por instituir una política que casi ninguna diócesis tenía en esos momentos. Las acusaciones de abuso sexual serían referidas a un trabajador social ajeno a la Iglesia. Un equipo de profesionales legales y en salud mental revisaría el manejo de cada caso y se requirió que los trabajadores eclesiásticos avisaran a las autoridades civiles de cualquier acusación de abuso a niños.
En 2002, el papa Juan Pablo II envió a O’Malley a Palm Beach, Florida, donde los dos obispos previos renunciaron luego de admitir que habían abusado sexualmente de jóvenes. Luego lo mandó a Boston.
Pero O’Malley también tiene detractores, tanto en Boston como en otras partes.
Los cierres de templos que anunció en la arquidiócesis provocaron airadas protestas de parroquianos y continuas manifestaciones. Algunos fieles contrataron abogados especialistas en derecho canónico y llevaron sus quejas al Vaticano. Y en 2002, un fiscal de Massachusetts, Paul Walsh del condado de Bristol, divulgó los nombres de una veintena de sacerdotes de Fall River acusados de abuso sexual infantil en las décadas de 1960 y 1970 que nunca fueron encausados penalmente.
Walsh dijo que lo hizo a raíz de su frustración de tratar con funcionarios eclesiásticos recalcitrantes. O’Malley indicó en un comunicado que emitió en ese entonces que cuando él llegó a Fall River se enfocó en el caso Porter y que no tenía indicios de que los fiscales estuvieran interesados en investigar viejas acusaciones.
Marco Politi, un biógrafo papal, dijo que O’Malley se beneficia de la afección que sienten los italianos por los franciscanos y del deseo de que haya un papa proveniente de otro país, quien presumiblemente no se inmiscuiría en la política de Italia. Por lo menos una semblanza de O’Malley publicada en la prensa italiana señaló que en 2010 criticó al cardenal Angelo Sodano, quien restó importancia a las denuncias de las víctimas de la Iglesia tachándolas de “chismes banales” justo cuando la crisis se extendía por Europa.
“O’Malley viene como un hombre humilde en sotana que sabe comunicarse”, dijo Politi. “Lo admiran por vender el oneroso palacio arzobispal para pagar deudas, y porque vive en una casa sencilla”.
O’Malley, oriundo de Lakewood, Ohio, estudió en un seminario franciscano, luego se unió a la orden religiosa y fue ordenado a los 26 años. Se graduó de la Universidad Católica de Estados Unidos, obtuvo una maestría en educación religiosa y un doctorado en literatura hispana y portuguesa.
El cardenal estadounidense habla ocho idiomas, incluidos italiano, portugués y creolé haitiano, de acuerdo con su portavoz Terrence Donilon. Le ha pedido a sus parroquianos que se refieran informalmente a él como “cardenal Sean”.
A pesar de toda la atención que recibe, Donilon dijo el martes que el cardenal “espera volver a casa”.
La semana pasada, cuando habló en el North American College, el destacado seminario para sacerdotes estadounidenses en Roma, O’Malley minimizó sus posibilidades mientras apuntaba a su atuendo café.
“He vestido este uniforme por más de 40 años y presumo que lo vestiré hasta que me muera”, dijo. “Porque no espero ser elegido papa, así que no espero tener que cambiar de guardarropa”.
Cardenal O’Malley gana popularidad en cónclave
El arzobispo de Boston, que suele vestir con más frecuencia la humilde sotana café de los capuchinos que su elegante atuendo de cardenal, ha surgido c