La tarde del lunes, cuando la luz natural todavía iluminaba el balneario de Isla Negra, a la orilla del Pacífico, a 100 kilómetros de Santiago de Chile, el juez Mario Carroza y 12 peritos comenzaron a remover la tierra de la sepultura de Pablo Neruda.La exhumación busca determinar a 40 años de su muerte, el 23 de septiembre de 1973, si el premio Nobel fue asesinado por la dictadura militar.
La historia oficial señala que el escritor murió a causa de un cáncer de próstata, 12 días después del golpe de Estado, en la clínica Santa María de la capital chilena. En 2011, sin embargo, su ex chofer denunció en la revista mexicanaProcesoque el régimen de Augusto Pinochet ordenó envenenarlo.
“Después del 11 de septiembre, el poeta iba a exiliarse a México junto a su esposa Matilde. El plan era derrocar al tirano desde el extranjero en menos de tres meses. Le iba a pedir ayuda al mundo para echar a Pinochet. Pero antes de que tomara el avión, aprovechando que estaba ingresado en una clínica, le pusieron una inyección letal en el estómago”, explicó Manuel Araya Osorio a El País.
El Partido Comunista (PC), donde militaba el escritor, presentó de inmediato una querella para esclarecer las causas de su muerte y la justicia acogió la demanda. El juez Carroza, que ha liderado causas importantes de derechos humanos en Chile, abrió el caso en junio de 2011. Después de dos años de trabajo, en febrero pasado decidió que era necesario extraer el cuerpo.
“Toda la investigación, por las contradicciones y dudas, avanzó hacia un punto en que la exhumación se hizo trascendental. La diligencia debería solucionar el caso”, dice el magistrado que en 2012 clarificó judicialmente que el presidente Salvador Allende se había suicidado en La Moneda.
El cuerpo de Neruda fue enterrado en el Cementerio General de Santiago y, en 1992, fue trasladado a petición de su familia frente a su casa de Isla Negra, su favorita. Los restos se encuentran en el patio de su vivienda, que se asemeja a un barco por su arquitectura y decoración, junto a los de su tercera esposa, Matilde Urrutia, fallecida en 1985. El propio Nobel había pedido ser sepultado frente al Pacífico: “Compañeros, enterradme en Isla Negra,/ frente al mar que conozco, a cada área rugosa de piedras/ y de olas que mis ojos perdidos/ no volverán a ver…”, escribió en“Canto General”.
La lápida, según los trabajos de planimetría que el Servicio Médico Legal realizó en enero, estaba a 65 centímetros bajo tierra. El cuerpo está en una pequeña urna que, a su vez, se halla dentro de un ataúd. El director del SML, Patricio Bustos, que esa tarde coordinó a los equipos técnicos, dijo que “afortunadamente no es un detenido desaparecido, por lo que existe material fotográfico y de video que documentan el momento del entierro. Hay certeza de su identidad”.
El médico indica que, por una parte, los especialistas pretenden esclarecer si Neruda padecía cáncer cuando falleció en la clínica. “Pero también intentaremos responder a las preguntas que nos realiza el magistrado Carroza: ¿La enfermedad es la única causa de muerte? ¿Intervino alguien a través de sustancias químicas, tóxicas u otros elementos? Y para eso están trabajando toxicólogos, genetistas”.
Bustos indica que no solamente se concentrarán en buscar veneno sino también la presencia de un medicamento que haya sido mal utilizado y provocado efectos colaterales. El magistrado sabe que tiene una responsabilidad enorme en sus manos: “Neruda, al igual que Allende, es un chileno reconocido en el mundo entero”.

Los restosdel poeta

Los restos se encontraban en el patio de su vivienda, que se asemeja a un barco por su arquitectura y decoración, junto a los de su tercera esposa, Matilde Urrutia, fallecida en 1985. El propio Nobel había pedido ser sepultado frente al Pacífico: “Compañeros, enterradme en Isla Negra,/ frente al mar que conozco, a cada área rugosa de piedras/ y de olas que mis ojos perdidos/ no volverán a ver…”, escribió en “Canto General”.

‘Murió de tristeza’

El poeta tenía una llave para abrir la casa. Cuando la buscaba en la arena traía consigo el océano, su vecino. “No había donde ponerlo”. Por eso, ese vecino “tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte” fue a quedarse “frente a mi ventana” en Isla Negra. Hasta que él mismo se fue, tristemente, por la vereda de la muerte, donde ahora buscan la causa de su despedida.
Llenó la casa de trampas, menos para el Océano. “El hombre en el Océano se disuelve como un ramo de sal”. Se pertrechó adentro con botellas raras y con mascarones terribles, con colecciones absurdas, y con su voz. Su voz era la trampa con la que obsequiaba a los amigos desconocidos y a los famosos; era su guitarra la voz, pero había dentro, en los poemas más lejanos, ecos de su imposible regreso a Cautín. La trampa era para que no conocieran su melancolía. El hombre que viajó para permanecer siempre en el mismo lugar, su memoria, la de Cautín, la de Isla Negra.
El océano era su lágrima innumerable; pero no lo dijo. Dijo sobre el océano: “Allí la semilla no se entierra ni la cáscara se corrompe: el agua es esperma y ovario, revolución cristalina”. Desde esa ventana miraba cómo llegaban a la casa el escritorio y la bruma. Estaba muy lejos, por ejemplo en Tenerife, donde recaló antes de ir a darle su respaldo a Salvador Allende, y únicamente tenía en la mente ese vaivén del mar. Por eso caminaba como un barco viejo. Hacia Isla Negra.
Cuando estás en esa casa donde ahora él es la luz secreta y misteriosa dentro de una carpa en la que científicos dilucidan si lo mató algo más que la tristeza, entiendes que la soledad de hombre que no volvió a Cautín, su pueblo, estaba oculta bajo los sargazos de sus colecciones; él simulaba mirar lo que venía en las manos innumerables del océano (“tablones carcomidos, bolas de vidrio verde o flotadores de corcho, fragmentos de botella ennoblecidos por el oleaje, detritus de cangrejos, caracolas, lapas, objetos devorados, envejecidos por la presión y la insistencia”), pero en realidad lo que aguardaba en algún instante de ese regocijo que le procuraba el mar era la noticia de la inmortalidad.
Esperando esa noticia se cubrió de objetos. Es inevitable, en Isla Negra, ir olvidando tanto recodo, tanta cama marina, tanta mesa de luces, tanta hojarasca, para buscar al fin al hombre que ha de morir.
Él creía (como Rafael Alberti) que vivir eternamente consistía en seguir hablando, conversando con el mar o con los hombres, esperar que una dama de blanco y en volandas se lo llevara a otro sitio, donde la conversación fluyera como el regocijo de un niño.
Él lo decía, moriré cantando. En ese libro en el que resume lo que le venía del mar (“Una casa en la arena”,Lumen, 1966, fotos de Sergio Larraín) está pletórico, como si volviera a“Los versos del Capitán”, alrededor la inmortalidad pervive; sin embargo, años más tarde, en 1973 y hasta ahora mismo, a esa casa la convirtieron en un velero triste.
Murió de tristeza, se dijo entonces, se dice ahora mientras rebuscan los científicos los restos que hablan ante el estímulo de las agujas. Lo envenenaron, quizá; en estos días en que la carpa luminosa sustituye al oleaje que él amó, en medio de la superficie que llenó de ruido para escuchar mejor su silencio, los doctores aspiran a que Neruda, ese cuerpo, les cuente de veras qué pasó.

“Cada uno envejece a su manera y el ancla se sostiene en la soledad como en su nave, con dignidad. Apenas si se le va notando en los brazos el hierro deshojado”.
Pablo Neruda

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