Me llamo Tiburcio Utuy, soy de Chajul. Fue en marzo de 1982. No teníamos comida y se organizó un grupo de tres personas para ir a buscar caña. Cuando estábamos caminando en la montaña, alcancé a ver la huella de un zapato y pensé que el Ejército estaba emboscado, cuando de repente sentí que me agarraron soldados del Ejército y yo grité, y en ese momento me dijeron: ‘No grites, hijo de pu…’. Y después me empezaron a torturar, amarraron mis manos y mis pies bien duro hacia atrás, después me taparon la boca, y toda mi barriga se quedó adelante y mi cabeza se juntó con mis pies hacia atrás, y tenían puesto fuego, y fueron a traer tizones y me pusieron aquí en los ojos, en la barriga y en los testículos y luego mi respiración me salía abajo. Se abrió completamente mi barriga y los intestinos se me salieron”.
Tiburcio es una de las víctimas de las masacres cometidas por el Ejército de Guatemala durante el conflicto interno que asoló este País durante 36 años.
La guerra interna entre el Gobierno y la guerrilla se saldó con más de 200 mil muertos, la mayoría -un 83%- eran indígenas mayas que se vieron envueltos en una serie de torturas sistemáticas que formaban parte de un plan organizado desde el Ejército para acabar con su etnia y así apoderarse de sus tierras, como afirma el informe Guatemala: memoria del silencio, elaborado en 1999 por la Comisión para el Establecimiento Histórico (CEH) y apoyado por la ONU. Tras la toma del poder en un golpe de Estado en 1982 por el general José Efraín Ríos Montt, la violencia alcanzó nuevos máximos de brutalidad.
Uno de los testigos de las masacres de la zona es Antonio Caba, vecino de la aldea de Ilom, población de la región Ixil. Antonio tenía 11 años cuando presenció la matanza de sus padres: “Era 1982, alrededor de las cinco de la mañana, mataron a 95 personas, nos obligaron a pasar sobre los muertos, las cabezas partidas, mucha sangre había en ese lugar. Y todo sucedió en la plaza donde hacían el mercado. Hubo mujeres embarazadas a las que les abrieron el vientre y quitaron el bebé”.
Durante los años cuarenta, en Guatemala, las enormes desigualdades sociales entre una población mayoritariamente indígena y una minoría ladina –población mestiza o hispanizada–, que concentraba todos los bienes productivos, dieron lugar a movimientos sociales que exigían cambios. Entre 1944 y 1954 se produjo la llamada primavera democrática, en la que se llevaron a cabo, entre otras, reformas agrarias que favorecían a los más pobres. Estas transformaciones no gustaron a la multinacional estadounidense United Fruit Company, que tenía el monopolio de la fruta en Guatemala, ni a los terratenientes locales. La inteligencia estadounidense consideró las reformas como “comunistas” y las atribuyeron a la influencia soviética. En 1954, la CIA orquestó un golpe de Estado en Guatemala –la llamada Operación Success– para destituir al presidente electo Jacobo Arbenz y colocar en su lugar al coronel Castillo Armas. Aquello significó el fin de las reformas, la prohibición de los sindicatos y el principio de una larga sucesión de generales y militares en el poder que utilizaron el Ejército como fuerza represora de las demandas sociales. Se extendió la idea de que existía un enemigo subversivo apoyado por el pueblo. Con esta excusa, y aprovechándose del racismo existente en la sociedad guatemalteca hacia los mayas, se orquestó un plan de exterminio de la etnia indígena, a la que se acusó de ayudar a la guerrilla.
“En Guatemala existe un racismo claro contra la población maya, y esto se utilizó para destruirla sin que el resto de la sociedad hiciera nada al respecto”, señala la abogada española Almudena Bernabéu. Ella dirige el equipo legal internacional que reunió la prueba de genocidio para el caso en Guatemala. Un ejemplo claro de este racismo es la terminología empleada por el Ejército en las operaciones militares donde se refieren a los niños que asesinan como “chocolates”. “Así ocurrió en Ruanda, en la Alemania nazi, en los Balcanes…”, afirma Bernabéu. “Los procesos abiertos por violaciones de los derechos humanos son lentos porque es muy complicado buscar justicia de la mano de un Estado que te violó, te asedió o te masacró”.
En las aldeas de la zona Ixil, donde golpeó con dureza extrema el Ejército,imágenes de paz esconden uno de los crímenes más atroces cometidos en América Latina: 626 asesinatos y un millón y medio de desplazados tan solo entre 1978 y 1983 son cifras que hablan por sí mismas. Tiburcio Utuy nos recibe en la aldea de Chajul. A sus 78 años le cuesta caminar por las torturas que sufrió cuando lo secuestraron. Almudena Bernabéu y él se abrazan al verse. “Es mucho lo que hemos compartido en estos ya siete años de lucha conjunta”.
Fue en 2006 cuando esta abogada valenciana, que trabaja en casos de justicia universal en la Audiencia Nacional y en Estados Unidos de la mano de la ONG Center of Justice and Accountability, se incorporó al caso de Guatemala. Pero su lucha por la justicia universal viene de lejos: “No hay un precedente directo en mi familia, pero con los años me he dado cuenta de que quizá el silencio de mis abuelos respecto a su estadía en un campo de concentración durante la Guerra Civil y la resignación con la que lo ocultaron pudo inducirme a dedicarme a esto. La justicia universal llegó por accidente, pero el principio de superar fronteras formales y humanas para ejercer el deber de proteger a las personas lo llevo escrito en el alma”.
La primera demanda por genocidio, terrorismo y tortura sistemática contra Ríos Montt y otros siete oficiales del Ejército guatemalteco fue presentada en la Audiencia Nacional española por la Premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú en 1999. Menchú, que había sido laureada en 1992 por su lucha en la defensa de los pueblos indígenas, tuvo que ver cómo su padre fue quemado vivo por agentes comandados por el general Lucas García, junto a 36 personas más en la Embajada española de Guatemala mientras se manifestaban de forma pacífica por sus derechos.
“Siete años después de que Rigoberta interpusiera la querella por genocidio, el caso se había estancado y fue en 2006 cuando decidieron acudir a nosotros”, explica Almudena Bernabéu. La exitosa experiencia de esta abogada en el caso de jesuitas de El Salvador, en el que consiguió demostrar la culpabilidad del ex viceministro salvadoreño por los asesinatos de jesuitas españoles, avalaba su trabajo. Coordinó en tiempo récord un grupo de expertos en diferentes campos para recopilar pruebas contundentes del genocidio cometido contra la población indígena. La Audiencia Nacional dictó en 2007 un auto de procesamiento por genocidio contra los ocho generales guatemaltecos. Cuando el proceso estaba ya en marcha, las autoridades de Guatemala se negaron a extraditar a los acusados. El juez Santiago Pedraz decidió invitar entonces a declarar a los testigos de las matanzas a España. “Yo viajé a Madrid en 2008”, recuerda Tiburcio. “Para mí fue algo increíble que un juez por primera vez en mi vida escuchara todo lo que yo había sufrido”. Tiburcio nos presenta a su segunda mujer y a los hijos de su segundo matrimonio. Toda su familia anterior, hijos, esposa, primos, tíos, todos, fueron asesinados por el Rjército. “Estoy intentando rehacer mi vida, pero hasta que no haya justicia no podremos cerrar las heridas”. Su testimonio será una de las piezas clave en el juicio de Guatemala.
En la cocina humea una olla que la esposa de Tiburcio ha puesto a fuego lento. Él agarra una silla y sin apenas pestañear narra su historia: “Me fueron a meter en un cuarto de la zona militar del Quiché. Estuve allí como 12 días. Era un cuarto lleno de sangre, la mera rastra de todas las personas que mataron. Allí había un montón de zapatos, de cinchos, de botas, como a dos metros para arriba, como dos mil personas que habían muerto ahí. Me golpearon, me quebraron la cabeza, me quebraron el pecho, me quebraron tres costillas, me arrancaron las uñas y los dientes y todos esos golpes sufrí, pero gracias a Dios aquí estoy vivo para denunciarlo”.
En Nebaj, otra de las aldeas de la zona Ixil. La vida ha vuelto a estas calles hasta hace poco manchadas por la sangre y el terror, pero, como dice Feliciana Macario, “aún siguen viviendo entre nosotros el miedo y el dolor”. Feliciana es directora de la Coordinadora Nacional de las Viudas de Guatemala (Conavigua). Las mujeres de las aldeas cercanas quieren compartir sus testimonios junto a Feliciana. A María Castro, una de las testigos que declaró en la Audiencia Nacional en 2008, le mataron a su hijo a modo de venganza después de regresar de España. “Los mismos que nos violaron durante el conflicto viven en la aldea con nosotros, se ríen de nosotras cuando pasamos, no hay justicia”, dice Teresa Sic. A ella la violaron 150 hombres de un destacamento militar junto con los PAC, las patrullas de autodefensa civil. Luego la volvieron a capturar y durante dos semanas la violaron a ella y a otra mujer cada día, dejándoles descansar solo para dormir. Según el informe de la CEH, unas 100 mil mujeres fueron violadas durante el conflicto armado, de las cuales el 35% eran niñas. El 97% de las violaciones han sido atribuidas al ejército y a las PAC.
Junto a Teresa está doña Faustina. Con su voz pausada habla de lo que vio en su aldea en los años ochenta: “A las muchachas las habían amarrado de las manos y los pies, en cuatro estacas, y así las habían violado. Estaban sin ropa y con señales de violación. Había una muchacha aún viva, pero que no podía hablar porque le habían cortado la boca”. María Toj acude a esta cita con su hermoso huipil de colores azules y rojos. Parece agotada y triste. Se apoya en su nieta para caminar. “Todo esto de dar testimonio lo hacemos solo por ellos”, dice señalándola. “No queremos que se vuelva a repetir”. Todas las mujeres coinciden con Feliciana cuando afirma que “toda violencia sin castigo del pasado es la consecuencia directa de la violencia del presente”.
Patricia Yoj es abogada de etnia maya y una de las mujeres que han ayudado al equipo coordinado por Almudena Bernabéu para recabar los testimonios para probar el genocidio. “Cada día hay nuevos casos de violencia sobre todo contra las mujeres”, explica. “Guatemala se ha convertido en la capital de los feminicidios de América Latina, superando incluso a Ciudad Juárez”. Los asesinatos de mujeres –más de 700 en 2012– suelen ir acompañados de torturas salvajes y mutilaciones. Todo ello, coinciden las abogadas, se debe a “la impunidad de estos crímenes durante el conflicto; el asesinato y la tortura sexual se han convertido en lo normal, tan solo el 2% de estos casos llegan a ser juzgados”.
“Acabar con todos los mayas es una tarea muy difícil, pero si destrozas a las mujeres, te aseguras que la población queda mermada y al final desaparece, es una de las fórmulas más crueles de acabar con un pueblo”, afirma Paloma Soria, de la ONG Women’s Link Worldwide. Soria ha sido nombrada perito del caso para probar como genocidio la violencia de género durante el conflicto. Las masacres, las violaciones y las torturas esporádicas no fueron suficientes para detener “al enemigo subversivo”. Entre 1978 y 1983 se desarrolló el quinquenio negro, en el que las matanzas se volvieron indiscriminadas contra la población civil.
El Ejército de Guatemala, bajo la dirección del gobernante militar Efraín Ríos Montt, condujo en 1982 una deliberada campaña contrainsurgente encaminada a masacrar campesinos indefensos, según describe Kate Doyle, analista documental, en su informe sobre Guatemala para el National Security Archive. A esta campaña se le denominó Plan de tierra arrasada, y los datos de todas las operaciones aparecen en un documento secreto de la inteligencia militar guatemalteca llamado Operación Sofía. La aparición de estos documentos originales en 2009 –entregados de forma anónima– permitió por primera vez vislumbrar públicamente archivos militares ocultos. Las 359 páginas de sus registros contienen referencias explícitas del asesinato de hombres desarmados, mujeres y niños, la quema de viviendas, destrucción de cosechas, sacrificio de animales y bombardeos aéreos indiscriminados en contra de refugiados que intentaban escapar de la violencia. Doyle fue la encargada, dentro del equipo coordinado por Almudena Bernabéu, de verificar estos documentos clave del juicio. “Hemos determinado que estos registros fueron creados por oficiales militares con el objeto de planificar e implementar una política de tierra arrasada en las comunidades mayas del Quiché”, afirma Doyle. “Los documentos registran los ataques militares genocidas en contra de poblaciones indígenas”.
Pablo fue testigo de estos bombardeos viendo morir a su hija: “Yo presencié cómo el ejército, tras haber sitiado la finca Sichel, arrojó granadas al interior de la misma. Como consecuencia de las granadas, cinco muchachas murieron, entre ellas mi hija Cristina”. Ataques como este obligaron a la población a huir de sus aldeas. Se calcula que hubo un millón y medio de desplazados, que tuvieron que ocultarse en las montañas sin comida, sin medicinas y sin ropa. Si salían “al claro”, como ellos decían, los mataban y así nacieron las comunidades de población en resistencia (CPR). En las huidas, muchos perdieron a sus familiares. “Los niños que se extraviaban eran asesinados o quemados. Les clavaban hachas en la cabeza, los degollaban, a veces nos bombardeaban con helicópteros mientras huíamos”, recuerda entre sollozos Feliciana Macario.
Estamos en la ciudad de Guatemala y hay 30 grados a la sombra. Esperamos junto a las enormes fosas comunes del cementerio municipal de La Verbena a que llegue Fredy Peccerelli, el director del equipo de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala. Buscan a los 45 mil desaparecidos que forman parte de las 200 mil víctimas del genocidio. Peccerelli lleva desde los años noventa reuniendo las piezas de este puzle de muerte para demostrar uno de los peores genocidios de América Latina. “Guatemala está como está, hay 6 mil asesinatos al año, porque nunca hubo justicia en los crímenes del conflicto”, afirma Peccerelli. “Muchas de las personas que cometieron esos crímenes están hoy en el poder”.
Después de las exhumaciones de las fosas comunes en la región del Quiché, Peccerelli se ha lanzado a un proyecto que, en sus palabras, puede cambiar el futuro de Guatemala. “Aquí fueron arrojados”, dice mientras señala uno de los agujeros de más de 17 metros del cementerio donde nos encontramos, “los restos de las personas ladinas que ahora serían las nuevas generaciones de líderes de Guatemala. En estas fosas yacen con un tiro en el cráneo escritores, periodistas, pensadores, sindicalistas…”. Peccerelli habla del racismo que aún existe en su país: “Hemos exhumado miles de cuerpos de víctimas mayas asesinadas por el Estado, y la sociedad guatemalteca no le ha dado importancia a lo que allí ocurrió. Quizá ahora vean la realidad, aquí hay familias iguales que las de ellos. La sociedad tiene que asumir su pasado y dejar de diferenciar si los muertos son mayas o no”. En Guatemala hay quien piensa que es mejor no abrir las heridas, pero Peccerelli se muestra contundente: “Las heridas nunca se cerraron, están abiertas e infectadas”.
Heridas del genocidio
Las atrocidades que se vivieron en Guatemala en 1982 dejaron más de 200 mil muertos, impunidad, odio y un dolor indeleble que apenas encontró justicia