Las lámparas eran cuidadas con mucho esmero en el hogar de la familia Larsen en Opsund, un pueblito danés de apenas una veintena de casas. Como las horas de luz natural eran muy cortas, los quinqués eran los soles de la casa y había que asegurarse que su llama no se apagara.
Los ojos de Henning Larsen se habituaron a esos tímidos resplandores en los largos y oscuros inviernos nórdicos. De ahí se dice que provenía su respeto y pasión por la luz, la que sería uno de sus sellos distintivos al punto de que los diarios que hicieron eco de su fallecimiento encabezaron la nota: “Muere el arquitecto de la luz”.
Henning Larsen expiró apaciblemente mientras dormía el pasado 22 de junio, a los 87 años de edad. Deja tras de sí un legado de más de medio siglo de trabajo arquitectónico, cuyas armas principales eran la luz y el espacio, aplicadas en una combinación de rigor analítico y expresividad artística, siempre bajo el peso de la distintiva estética nórdica.
El mundo pareció perfilar su despedida. En septiembre del año pasado fue honrado por su trayectoria con el prestigiado Praemium Imperiale que otorga la Asociación Artística de Japón y apenas en abril, su última obra maestra, la Sala de Conciertos y Centro de Conferencias de Reikiavik, se llevó el Premio Mies van der Rohe de Arquitectura en la Unión Europea.
Si el Pritzker es el Nobel de la Arquitectura, Henning Larsen fue uno de sus Borges. No alcanzó a llevarse el más afamado galardón de su disciplina, pero sí en cambio el opulento Premio Aga Khan por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Riyadh (Arabia Saudita), uno de sus edificios más laureados y que mostró que aún en medio del desierto podía extraer de la luz los mismos matices que lograba bajo los rácanos cielos del norte.
Además de su trabajo creativo, Larsen deja una profunda huella como promotor de la arquitectura de su País e impulsor de jóvenes talentos, labores ejemplificadas por iniciativas como la revista Skala o la fundación que lleva su nombre.
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