Ana Montes lleva 10 años encerrada con algunas de las mujeres más peligrosas de Estados Unidos. Montes, en otro tiempo una condecorada analista de los servicios de inteligencia, hoy vive en una celda para dos en la cárcel de mujeres de más alta seguridad en Estados Unidos. Ha tenido como vecinas a una antigua ama de casa que estranguló a una embarazada para quedarse con su bebé, una veterana enfermera que mató a cuatro pacientes con inyecciones masivas de adrenalina y Lynette Fromme, “La Chillona”, una seguidora de Charles Manson que trató de asesinar al presidente Ford.
Pero la vida en la galería Lizzie Borden de una cárcel de Texas no ha ablandado a la antigua niña prodigio del Departamento de Defensa. Años después de que la atraparan espiando para Cuba, Montes mantiene su actitud desafiante. “No me gusta nada estar en prisión, pero hay ciertas cosas en la vida por las que merece la pena ir a la cárcel”, escribe Montes en una carta de 14 páginas a un familiar.
Ana Montes sorprendió a los servicios de inteligencia con sus audaces actos de traición. De día, era una estirada funcionaria GS-14 en un cubículo del Organismo de Inteligencia de la Defensa. De noche, trabajaba para Fidel Castro, conectada a la radio por onda corta para recibir mensajes cifrados que luego transmitía a sus contactos en restaurantes abarrotados y haciendo viajes secretos a Cuba en los que lograba salir de Estados Unidos con una peluca y un pasaporte falso.
Montes espió durante 17 años, con paciencia y metódicamente. Pasó tantos secretos sobre sus colegas y sobre las plataformas avanzadas de escucha que los espías estadounidenses habían instalado en Cuba. Pero Montes, que hoy tiene 56 años, no engañó sólo a su país y sus colegas. Traicionó a su hermano Tito, agente especial del FBI; su ex novio Roger Corneretto, agente de los Servicios de Inteligencia del Pentágono especializado en Cuba; y su hermana Lucy, con 28 años de experiencia en el FBI y condecorada por su aportación al descubrimiento de espías cubanos.
Diez días después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, las autoridades estadounidenses descubrieron la traición de su agente.
Los grandes medios de comunicación informaron de la detención, por supuesto, pero quedó enterrada en las constantes informaciones sobre los atentados. Hoy, Ana Montes sigue siendo la espía más importante de la que menos se ha oído hablar.
Nacida en una base del Ejército de Estados Unidos en 1957, Ana Montes es la hija mayor de los portorriqueños Emilia y Alberto Montes. Alberto era un respetado médico militar, y la familia cambió a menudo de residencia, de Alemania a Kansas y de ahí a Iowa. Se establecieron por fin en Towson, a las afueras de Baltimore, donde Alberto abrió una consulta psiquiátrica privada que tuvo mucho éxito y Emilia se convirtió en una figura importante de la comunidad portorriqueña local.
De puertas afuera, Alberto era un padre culto y cariñoso con sus cuatro hijos. Pero en realidad tenía muy mal genio y los maltrataba. La madre de Ana tenía miedo de enfrentarse a su imprevisible marido, pero, al ver que los malos tratos físicos y verbales persistían, se divorció y obtuvo la custodia de los niños.
Ana tenía 15 años cuando se separaron sus padres, pero el daño ya estaba hecho. “La niñez de Montes hizo que se volviera intolerante respecto a las diferencias de poder, la llevó a identificarse con los menos poderosos y consolidó su deseo de vengarse de las figuras autoritarias”, escribió la CIA en un perfil psicológico de Montes marcado con la etiqueta de “Secreto”.
Cuando Ana Montes estaba en tercero en la Universidad de Virginia, durante un programa de intercambio que le había llevado a España, conoció a un guapo estudiante. Era argentino y de izquierdas, recuerdan sus amigos, y a Ana le abrió los ojos sobre el apoyo del Gobierno estadounidense a regímenes autoritarios.
Al acabar la universidad, Montes se mudó durante un breve periodo a Puerto Rico pero no consiguió encontrar un empleo que le gustara. Cuando un amigo le dijo que había un puesto de mecanógrafa en el Departamento de Justicia, en Washington, dejó de lado sus reparos políticos. Al fin y al cabo, era un trabajo.
Montes hizo una labor brillante en la Oficina de Recursos sobre Privacidad e Información del Departamento de Justicia. Cuando no llevaba ni un año, después de que el FBI examinara sus antecedentes, el Departamento le concedió autorización para manejar documentos muy secretos, con lo que pudo empezar a revisar algunos de los expedientes más delicados.
Mientras trabajaba, Montes comenzó los estudios para obtener un master en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins. Y endureció sus posturas políticas. Desarrolló auténtico odio hacia las políticas del Gobierno de Reagan en Latinoamérica, especialmente su apoyo a la contra, los rebeldes que luchaban contra el Gobierno comunista de los sandinistas en Nicaragua.
Montes tenía una gran trayectoria por delante como funcionaria en Washington y estaba estudiando en una de las mejores universidades del país. Pero además iba a asumir otra tarea muy exigente: entrenarse como espía. En 1984, los servicios de inteligencia cubanos la reclutaron como agente.
Fuentes próximas al caso creen que tenía un amigo en la escuela que trabajaba para los cubanos y les ayudaba a identificar posibles agentes. Cuba considera “máxima prioridad” la captación de gente en las universidades estadounidenses, según el ex agente cubano José Cohen, que escribió en un ensayo que los servicios cubanos se preocupan por identificar en las principales universidades de Estados Unidos a estudiantes con interés por la política que van a “ocupar puestos de importancia en el sector privado y en la Administración”.
Montes debió de parecerles un regalo del cielo. Era de izquierdas y simpatizaba con los países acosados. Era bilingüe y había impresionado a sus jefes del Departamento de Justicia con su ambición y su cerebro. Pero, sobre todo, tenía acceso a materiales secretos y era alguien de dentro. “Nunca se me había ocurrido hacer nada hasta que me lo propusieron”, reconoció Montes más tarde a los investigadores. Los cubanos, reveló, “trataron de apelar a mi convicción de que lo que estaba haciendo estaba bien”.
Los analistas de la CIA tienen una interpretación algo más siniestra de la captación. Creen que manipularon a Montes para que pensara que Cuba necesitaba como fuera su ayuda. “Sus contactos, sin que ella se diera cuenta, juzgaron en qué era más vulnerable y explotaron sus necesidades psicológicas, su ideología y su personalidad patológica con el fin de reclutarla y mantenerla motivada y trabajando para La Habana”, es la conclusión de la CIA.
Montes visitó Cuba en secreto en 1985 y luego, siguiendo instrucciones, empezó a presentar su candidatura a puestos de la Administración que le permitieran tener mayor acceso a informaciones secretas. Aceptó un puesto en el Organismo de Inteligencia de la Defensa (DIA en sus siglas en inglés), la mayor fábrica de espías militares del Pentágono en el extranjero.
En los primeros años, Montes cometió un error al confiar a su vieja amiga de España, Ana Colón, que había ido a Cuba y había tenido una aventura con el guapo chico que le había servido de guía en la isla. Montes le contó asimismo que iba a empezar a trabajar en la DIA. “No entendía por qué alguien con sus opiniones izquierdistas podía querer trabajar para el Gobierno y el Ejército de Estados Unidos”, dijo Colón.
Desde su ingreso en la DIA, Ana era cada vez más introvertida y de opiniones más rígidas.
Durante 16 años, Ana Montes hizo una labor brillante, tanto en Washington como en La Habana. Contratada por la DIA como especialista en investigación, comenzó una carrera ascendente. Pronto se convirtió en la analista principal de la DIA sobre El Salvador y Nicaragua, y más tarde fue designada analista política y militar jefe para Cuba. En los servicios de inteligencia y en la sede central de la DIA, la apodaban “la Reina de Cuba”. No sólo era una de las más avezadas intérpretes de los asuntos militares cubanos que tenía el Gobierno estadounidense -poco sorprendente, dado que tenía informaciones privilegiadas- sino que aprendió a influir en la política de Estados Unidos (a menudo para suavizarla) respecto a la isla.
En su meteórica carrera, Montes recibió gratificaciones en metálico y 10 reconocimientos especiales a su labor, entre ellos un certificado especial que le entregó el entonces director de la CIA, George Tenet, en 1997. Los cubanos también premiaron a su mejor alumna con una medalla, un símbolo privado que Montes nunca pudo llevarse a casa.
Se convirtió en un modelo de eficacia, una monja guerrera incrustada en el corazón de la burocracia. Desde el cubículo C6-146A en el cuartel general de la DIA, en la Base Conjunta Anacostia-Bolling de Washington, tenía acceso a cientos de miles de documentos secretos, y solía almorzar en su mesa, absorta en aprenderse de memoria páginas sin fin de los informes más recientes.
Cuando Montes terminaba su jornada en la DIA, comenzaba su segundo empleo en su apartamento. Nunca se llevaba un documento a casa. Lo que hacía era memorizar con gran detalle lo que leía durante el día y luego reproducir documentos enteros en un portátil Toshiba.
Su técnica era clásica. En La Habana, los agentes de los servicios cubanos de inteligencia le enseñaron a pasar paquetes a otros espías sin que se notara, a comunicarse en clave y a desaparecer en caso necesario. Incluso le enseñaron a fingir ante el detector de mentiras. Según contó ella después a los investigadores, se trataba de contraer estratégicamente los esfínteres. No se sabe si el truco funcionaba, pero el caso es que Montes pasó el detector de mentiras de la DIA en 1994, cuando ya llevaba un decenio espiando.
Montes recibía la mayoría de sus órdenes de la misma forma que casi todos los espías desde la época de la guerra fría: a través de mensajes numéricos transmitidos de manera anónima por onda corta. Sintonizaba un aparato de radio Sony con la frecuencia 7887 y esperaba a que comenzara a emitir la “emisora de los números”. Una voz de mujer interrumpía las interferencias de ultratumba para declarar: “¡Atención! ¡Atención!” y soltar 150 números en medio de la noche. “Tres-cero-uno-cero-siete, dos-cuatro-seis-dos-cuatro,” repetía la voz. Montes tecleaba luego las cifras en su ordenador y un programa que le habían instalado los cubanos convertía los números en texto en español.
También se arriesgó a reunirse con cubanos en persona.
Montes llegó a viajar en cuatro ocasiones a Cuba, para reunirse con los máximos responsables de los servicios de inteligencia. En dos de ellas, utilizó un pasaporte cubano falso, se disfrazó con peluca y viajó a través de Europa para disimular su pista. Otras dos veces, obtuvo la autorización del Pentágono para ir a la isla en misiones oficiales dentro de su trabajo para el Gobierno. De día tenía reuniones en la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana pero luego se escabullía para informar a sus jefes cubanos.
El trabajo de espía era solitario. Montes no podía confiar más que en sus contactos.
Dentro de la DIA, la analista estrella estaba por encima de toda sospecha. Montes había logrado mucho más de lo que habían podido imaginar los cubanos. Su trayectoria de espía habría alcanzado alturas inimaginables si no hubiera sido por un funcionario corriente de la DIA llamado Scott Carmichael.
En septiembre de 2000 Carmichael obtuvo una dato fundamental. Una funcionaria de los servicios de inteligencia había ido a ver al veterano analista de contraespionaje de la DIA Chris Simmons y, pese a que representaba poner en peligro su puesto de trabajo, le había dicho que el FBI llevaba dos años tratando en vano de identificar a un funcionario de la Administración que, al parecer, era espía cubano. Era un caso etiquetado “UNSUB”, es decir, “unidentified subject”, sujeto no identificado. El FBI sabía que la persona en cuestión tenía acceso privilegiado a documentos de Estados Unidos sobre Cuba, había comprado un portátil Toshiba para comunicarse con La Habana, y alguna otra cosa más. Pero, con tan pocos detalles, la investigación estaba estancada.
Los funcionarios de la DIA renuncian a gran parte de su derecho a la intimidad cuando solicitan autorizaciones para acceder a materiales secretos, de modo que Carmichael pudo entrar en los estados de cuentas personales, los historiales médicos y los itinerarios detallados de viaje de muchos de ellos. La búsqueda de ordenador produjo más de 100 nombres posibles. Después de examinar alrededor de 20, apareció en la pantalla de Carmichael “Ana Belén Montes”.
Carmichael ya la conocía. Cuatro años antes, un analista colega de Montes en la DIA había dado la voz de alarma, preocupado por sus intentos, a veces excesivos, de tener acceso a información delicada. Carmichael la había entrevistado y había pensado que mentía. “Me había dejado intranquilo”, recuerda. Pero Montes había sabido explicar todos sus actos y Carmichael había dado carpetazo al asunto. Ahora, la pantalla de ordenador volvía a mostrar su nombre, y él se convenció de que debía de ser la espía. “Estaba seguro, completamente seguro de que tenía que ser ella”, dice.
El FBI, sin embargo, no lo vio tan claro. Carmichael elaboró el expediente sobre Montes y empezó a dar la lata con datos, fechas y coincidencias. Se buscaba excusas para pasar por el despacho del agente del FBI a hablar de Montes e ir rellenando huecos.
Al cabo de nueve semanas, la incesante campaña de Carmichael dio fruto. Se abrió una investigación formal.
Cuando el FBI tomó cartas en el asunto, asignó más de 50 personas a la investigación y obtuvo autorización de un juez del Tribunal de Vigilancia de Inteligencia Extranjera, a pesar de su escepticismo, para llevar a cabo registros a escondidas del piso, el coche y el despacho de Montes.
El 25 de mayo de 2001, Lapp y un pequeño equipo de especialistas en entrar en pisos se introdujeron en el apartamento. Los técnicos encontraron un ordenador Toshiba. Copiaron el disco duro, lo apagaron y se fueron.
Varios días después, un fax protegido de la oficina de Washington empezó a escupir los documentos que Montes había intentado borrar, incluían instrucciones para traducir las cifras emitidas por radio y otras pistas elementales de espionaje. Un documento mencionaba el auténtico apellido de un agente estadounidense que había trabajado con un nombre falso en Cuba. Montes había revelado su identidad a los cubanos, y su responsable le daba las gracias y le decía: “Cuando llegó, le estábamos esperando con los brazos abiertos”.
El 21 de septiembre de 2001, un jefe llamó a Montes de parte de la oficina del inspector general de la DIA para que fuera urgentemente a hablar sobre una infracción que había cometido uno de sus subordinados. Montes acudió de inmediato y la llevaron a una sala de reuniones al confrontarla Ana preguntó si la estaban investigando y solicitó un abogado, la farsa llegó a su fin.
La espía que traicionó a EU
Hace 10 años Ana Montes, la responsable de Cuba en el Pentágono era una agente doble, en las mañanas trabajaba en inteligencia para Estados Unidos y e