Aunque el cielo se mira tan lejano como de costumbre, la realidad es que nunca había estado tan distante de él: a 415 metros bajo el nivel del mar, toco el punto más profundo de la Tierra.
La inusual belleza del Mar Muerto se conjetura desde el trayecto, mientas el auto desciende por una carretera escarpada que me permite ver de forma intermitente, en cada curva, el cuerpo de agua terso y azulado que refleja con intensidad los rayos de un sol implacable.
Hay que detenerse en un recodo del camino para observar con calma el panorama. Durante varios minutos me dejo seducir por el silencio y los destellos multicolores que se desprenden del agua, esa agua que parecía tan improbable hacía unos instantes, cuando los tonos rojizos del semidesierto jordano lo dominaban todo.
Al aguzar la mirada descubro en el horizonte la otra orilla que rompe la ilusión del infinito. En esta tierra de sorpresas no resulta extraño comprobar que el Mar Muerto es un lago, y lo que veo frente a mí son las costas de Israel y Cisjordania.
Omar, nuestro experimentado guía, explica que el lago se prolonga aproximadamente 60 kilómetros de Norte a Sur, y alcanza hasta 18 kilómetros de ancho en su punto más amplio.
El trayecto continúa cuesta abajo por la carretera 65, que recorre prácticamente toda Jordania por su extremo occidental. Omar dice que esta vía ya era empleada por los romanos hace casi dos mil años, aunque el dato palidece ante la edad misma del Mar Muerto, que se calcula en 3 millones de años.
Al llegar finalmente hasta el camino que bordea la orilla noroeste del lago, lo primero que salta a la vista es la fastuosidad de los complejos turísticos que aquí se erigen: grandes resorts, hoteles y spas que invitan a los huéspedes a no salir de sus lujosas instalaciones, pues tampoco hay mucho qué visitar a la redonda.
Salir a flote
Se cree que a orillas de estas aguas alguna vez estuvieron las ciudades de Sodoma y Gomorra, que según el Antiguo Testamento fueron destruidas por Dios debido al comportamiento libertino de sus habitantes.
Comparado con el resto de Jordania, lo que encuentro al llegar a la playa del Mar Muerto evoca remotamente la sensualidad por la que fueron castigadas esas ciudades bíblicas: mujeres en bikini, coloridos cocteles y música electrónica que dejan ver la cara menos conservadora del país.
Junto con Petra, el Mar Muerto es de los sitios más concurridos por los turistas que vienen a Jordania y por ello aquí se respira esa atmósfera occidental, auspiciada por las cadenas hoteleras que se encargan de difuminar las fronteras culturales.
Pero la razón principal por la que tantas personas llegan aquí nada tiene que ver con la mano del hombre. Fue el capricho de la naturaleza el que las aguas de este lago sean tan saladas, por lo que los bañistas nunca lograrán sumergirse por completo en ellas.
Omar resume en pocas palabras este fenómeno. El Mar Muerto está localizado en una cuenca endorreica, lo que significa que el caudal del río Jordán que desemboca aquí no tiene un desagüe natural. De tal forma que el agua se escapa al cielo, evaporándose y dejando atrás los minerales que arrastró del lecho del río. De ahí la concentración tan alta de sales en el lago, 10 veces mayor a la salinidad promedio en los océanos.
Antes de nadar hay que cumplir con un ritual de vanidad: me cubro la piel y el cabello con el barro negro que se extrae del fondo del lago para corroborar sus propiedades exfoliantes.
Finalmente, tras esta larga travesía, me adentro en las aguas cálidas del Mar Muerto, que me envuelven con su consistencia viscosa, similar al aceite, mientras siento cómo sanan los pequeños cortes y heridas que recolecté a lo largo del viaje. En un vano intento de contradecir a la naturaleza, trato de sumergirme en el agua, pero mi cuerpo flota aun en contra de mi voluntad.
Tras unos cuantos minutos debo regresar a la orilla, pues mi piel resiente con un ligero ardor la concentración de sales. Será la primera de muchas zambullidas, porque una vez no basta para saciar mi curiosidad.
Cuando cae la tarde los turistas aprovechan para regalarse un último chapuzón, con el pretexto de mirar desde el agua cómo el sol se pone tras la otra orilla, donde se alcanzan a mirar, como destello pulverizado, las diminutas ventanas de aquel pueblo sobre la montaña: Jerusalén.

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