Puede que el Presidente ya estuviera muerto cuando entró en la sala de emergencias del hospital Parkland de Dallas (Texas). Así al menos lo cree el doctor Ronald C. Jones, quién luchó contra lo obvio por intentar reanimar el corazón que ya no latía del Mandatario. Hasta aquel 22 de noviembre, la sala de Trauma 1 del hospital sólo había recibido heridos en accidentes de coche o por peleas entre borrachos. Pero ese viernes soleado tuvo un herido de muerte inesperado. Jones se acababa de sentar a tomar su almuerzo en la cafetería del hospital cuando la megafonía del centro médico reclamó a todos los doctores a la sala de emergencias.
Cuando el equipo médico comenzó a intentar resucitar a Kennedy -con una traqueotomía; inyectándole fluidos; ejercitando masajes cardiacos sobre su pecho- no se percató de que una bala había seccionado parte del cráneo del Presidente porque su cabeza reposaba sobre la camilla. Haciéndose paso entre “un caos organizado”, explica Jones detallando la mucha gente que había en la pequeña sala, Jacqueline Kennedy, callada pero decidida, entregó a una enfermera parte de la masa cerebral de su esposo que guardaba con celo en un puño. Luego se acurrucó en una esquina. Sin soltar una lágrima. No lloraría hasta que se despidió de Jack con un beso y colocó su alianza de matrimonio en el dedo meñique de su marido. El Presidente era declarado cadáver 12 minutos después de entrar en la sala de emergencias. Era la una de la tarde en Texas, mediodía en la Casa Blanca en Washington.
Jones tiene hoy 80 años, era un joven médico de 30 cuando el Presidente de EU murió en sus manos. “Sin duda aquel día tuvo un gran impacto en todos los allí presentes”, recuerda el doctor, que esta semana ha asistido, junto a otros testigos del asesinato, a una conferencia organizada por el Sixth Floor Museum de la Plaza Dealey.
Mucho se ha hablado de la Plaza Dealey; del depósito de libros desde cuya sexta planta Lee Harvey Oswald disparó contra Kennedy; de la famosa Grassy Knoll, la explanada de hierba junto a la que cayó tiroteado Kennedy que ha dado paso a tantas y tantas teorías de la conspiración. Pero Parkland no ha ocupado el lugar que le corresponde en la memoria colectiva, a pesar de que el ataúd que contenía los restos mortales del mandatario salió de allí y a pesar de que el asesino del presidente acabaría muriendo en la sala contigua a la que lo hizo Kennedy.
Lejos estaba de imaginar Jones que dos días después, la vida del verdugo del Presidente estaría en sus manos. Cuando el cuerpo herido de bala de Lee Harvey Oswald entró en la zona de emergencias, la jefa de enfermeras dijo: “Viva o muera no lo quiero en esta sala”, en referencia a la habitación que Kennedy ocupó sólo 48 horas antes, por lo que fue trasladado a la sala de Trauma 2. Los médicos operaron a Oswald durante más de hora y media intentado arreglar el daño que una bala del calibre 38 había hecho a su estómago. No lo consiguieron. Su muerte se certificaba a la 1:07 de la tarde.
A diferencia del cadáver de Kennedy, el cuerpo de Oswald permaneció en Texas para que se le practicara allí la autopsia, como ordena la ley del Estado. Sobre este punto hubo momentos de tensión tras la muerte del Presidente. El forense de Parkland intentó que el cadáver no fuera sacado del hospital pero el Servicio Secreto se apresuró a trasladarlo al Air Force One y llevarlo a Washington, donde le sería practicada la autopsia en el Hospital Naval de Bethesda (a las afueras de la capital), ya que Kennedy había servido en la Armada durante la II Guerra Mundial.
Como si de una secuencia de vidas entrecruzadas se tratara, Bob Jackson acababa de capturar pocas horas antes de la muerte de Oswald la imagen que le valdría el Pulitzer de Fotografía en 1964. Como fotógrafo del Dallas Times Herald, Jackson estaba apostado en el sótano del cuartel de la Policía a la espera de que las fuerzas del orden trasladasen a Oswald a la cárcel del condado. Dos días antes, Jackson sintió que había fracasado en su misión al dejar la caravana presidencial en la que viajaba creyendo que podía ver salir del depósito de libros al asesino del Presidente. No fue así. Todo lo que alcanzó a ver fue un rifle en la famosa ventana del sexto piso, pero cuando se dispuso a tomar su cámara para intentar plasmar lo que veía, se percató de que había sacado la película y no tenía film. Por el contrario, no llegó a tiempo a Parkland para fotografiar a un Kennedy moribundo sacado de la limusina presidencial.
Pero la historia le guardaba una fotografía para la posteridad, “porque no creo que aunque hubiera tenido película suficiente hubiera capturado la imagen del rifle de Oswald”, reconocía esta semana Jackson, consolándose. Jackson disparó su cámara en el momento justo en el que Jack Ruby, dueño de un club nocturno con conexiones con el hampa, disparaba contra Oswald. La imagen quedó congelada para la historia. Respecto a las cámaras de televisión, se acababa de filmar, por primera vez, un asesinato en directo.
W. E. Gene Barnett y Eugene Boone conocían ambos a Ruby. El primero, en su función de policía, le detuvo en una ocasión en relación con una pelea. Barnett también fue el agente del orden que más cerca estaba del depósito de libros el día del asesinato. Hoy todavía se culpa porque no tuvo los reflejos de cerrar las puertas de ese edifico y haber impedido que Oswald saliera.
Boone, antes de ser adjunto del sheriff, había trabajado en el diario Dallas Times Herald y conoció al empresario, quien según el número dos del sheriff no pagaba a tiempo la publicidad de sus clubes que contrataba en el periódico. Boone fue quién descubrió el rifle que empleó Oswald, escondido entre cajas de cartón en el depósito de libros que hoy es un museo. “No toqué en ningún momento el arma, sólo avisé de que estaba allí”, explica este hombre de fuerte acento texano.
Sentado entre Barnett y Boone está hoy en el panel de testigos Rickey Chism, un hombre negro que tenía tres años el día del magnicidio. Rickey había acudido con su padre -ya fallecido- y su madre -que no pudo asistir a la conferencia en Dallas- a ver la caravana presidencial y al Presidente todo lo cerca que fuera posible. “Mi madre creía que Kennedy era el hombre más guapo de la tierra”, declara Chism provocando risas entre la prensa que asiste al acto.
Nada más cometerse el crimen, y sin saber lo que había sucedido, la Policía tumbó en el suelo y arrestó al padre de Rickey, John Chism. Este estuvo dos días en una celda antes de que le pusieran en libertad. Rickey descubrió que había sido testigo del asesinato que conmocionó a EU porque un día vio su fotografía en un libro de historia. Entonces preguntó a su madre qué había pasado y esta le relató el episodio. Pero sus padres guardaron siempre un silencio hermético sobre aquel trágico día. “Tenían miedo, la gente que vio lo que sucedía acababa muerta”, explica Chism, que sin decir las palabras pone el tema del racismo sobre la mesa. “Otras familias que vieron lo que sucedió contaron su historia en televisión, a nosotros nunca nos llamaron”.
Todo eso sucedió el día que asesinaron a Kennedy. Las cinco personas anteriores están vivas para contarlo.

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