En una tarde bañada por la lluvia en el provocador 11 Arrondissement de París, Antoine Naso bajó a toda velocidad por una escalera concéntrica en su diminuta oficina y caminó hacia un grupo de hombres jóvenes que esperaban su oportunidad para presentarse en un sótano sin aire.
Naso tiene un empleo un tanto inusual: es uno de los directores artísticos del Métro de París. Sin embargo, lo toma justamente con la misma seriedad que sus homólogos en la ópera.
“¿Por qué están ustedes aquí?” preguntó, al tiempo que se paraban bajo el resplandor de spots.
Thibault Couillard, poeta y músico, parpadeó nerviosamente y se despejó la garganta. “Nos gustaría conseguir esta oportunidad para tocar”, respondió, extendiéndose para tomar el micrófono mientras sus colegas corrían las cremalleras de húmedas fundas y sacaban dos guitarras, un improvisado tambor de pedal y una melódica. “Si pudiéramos tocar ante grandes muchedumbres, eso sería mágico”.
Naso casi había oído 200 presentaciones en 10 días. Pero, para el momento que la banda de Couillard, el Trío Danny Brixton, terminó una serie de números al estilo de Serge Gainsbourg, Naso estaba convencido.
El grupo tendría uno de apenas 300 codiciados permisos que permiten a artistas hacer presentaciones casi en cualquier lugar que ellos quieran, a cualquier hora que lo quieran, en el teatro subterráneo que es el Metro.
Con cinco millones de pasajeros a día, 303 estaciones y kilómetros y kilómetros de corredores, “se ha convertido en el mayor ambiente de músicos en París”, destacó Naso, enérgico hombre enfundado en jeans negros y botas de piel que estableció un programa para garantizar música en vivo y de calidad a lo largo del metro hace 16 años.
Los parisinos se aferran a cierta nostalgia por los músicos callejeros, quienes han agitado acordeones, trompetas, xilófonos o la sola potencia de su voz en el vasto laberinto acústico desde que fue inaugurado en 1900.
Aproximadamente 2,000 personas presentan solicitudes anualmente para audiciones que se efectúan en primavera y otoño, juzgadas por Naso, dos empleados del Metro y dos ciudadanos comunes. De los 300 permisos otorgados, aproximadamente la mitad son distribuidos entre veteranos poseedores del mismo, en tanto el resto va a recién llegados.
“Tenemos un alto nivel de artistas”, dijo Naso, quien estimó que había juzgado casi 20,000 audiciones desde 1997, cuando empezó el programa de licencias. “Productores y estudios de grabación están yendo en busca de talento al Métro con frecuencia creciente”, dijo. “A veces, nace una estrella”.
Destacó fotografías de artistas que habían tenido éxito al convertir el Métro en su propia sala de conciertos públicos, incluido el músico funk Keziah Jones; Lââm, artista franco-tunecino del hip-hop; y el músico de soul y rock Ben Harper, nacido en California.
Dos clases de artistas recorren el Métro: los legales, que portan permisos de Naso, y músicos callejeros sin licencia, quienes tienden a arrinconar a públicos cautivos en trenes con chirriantes acordeones o entretenimiento más heterodoxo.
En un día reciente a la hora pico, un hombre que dijo ser el Michael Jackson rumano empezó a bailar break dance, con lentejuelas destellando sobre su chaqueta roja y rizos rebotando de una enroscada peluca. A medida que los pasajeros retrocedieron, él le subió el volumen a su grabadora, gritando “¡Jí!, al compás de la canción ”Billie Jean”.
“Lo hago por dinero”, dijo el hombre, quien comentó que se llamaba Florian Jackson, agregando que ganaba aproximadamente 1,500 euros al mes, aproximadamente 2,020 dólares. Para él, el trabajo estaba cargado de tensión.
“Es difícil bailar como Michael sobre un tren en movimiento; ¡me duele la espalda!” dijo. “Después llegan los gendarmes y me obligan a salir. Pero, yo siempre regreso”.
Naso dijo que las autoridades intentaron prevenir actos no autorizados, pero a veces, no había suficiente personal. “No se debe permitir que toque cualquiera”, dijo. “Se debe tener talento”.
Aquellos que ganan el derecho legal a tocar atestan los puntos más codiciados, los que están en estaciones descomunales con acústica resonante, incluida Châtelet – la mayor estación subterránea del mundo -, Concordia, Bastilla, Trocadero, República y Monte Parnaso.
En un rebosante crucero en la estación de Châtelet hace poco, Don Troop, curtido tejano, tocaba su guitarra, bañando tres inmensos corredores con una cascada de rock. Se reunió una muchedumbre mientras sus callosos dedos, adornados con un anillo negro de ébano, volaban sobre las cuerdas. “Toco para la gente, hombre”, dijo.
En comparación con los públicos de Nueva York y California, los parisinos son discernidores, agregó. “Tienen un cierto gusto cultural que nadie más tiene”, dijo. “Y si no les agradas, te mueres de hambre”.
Troop ha operado en el Métro durante varios años, pero sigue recordando su primera audición con Naso. “Toque ‘Hotel California’. Después de 10 minutos, me dijo: ‘¿No crees que es demasiado larga?’. El truco está en que, si vas a una audición, elige una canción corta”.
De vuelta en el sótano, Naso cerró de golpe una claqueta frente a una grabadora de video que usa para filmar audiciones, mientras una banda de jazz de tres hombres, el Trío Abraham Cohen, se lanzaba a los sensuales acordes de “Mercy, Mercy, Mercy”. El bajista desafinó una nota e hizo una mueca, pero la banda repuntó con una enjundiosa interpretación de “Sunny”, alcanzado su apogeo a medida que los miembros del jurado se contoneaban y seguían el ritmo con los pies.
Cohen, imponente hombre ataviado con una ondulante camisa negra, dijo que la banda estaba impaciente por un permiso. “Por supuesto, lo queremos”, dijo arqueando una ceja. “La música es nuestra vida”.
Otro grupo, Swing Sista, se sofocaba mientras sus integrantes maniobraban un gigantesco contrabajo y una batería de cuatro piezas para bajar por la escalera. Normalmente ellos tocaban swing en las aceras de Pigalle. Pero, con la proximidad del invierno, “el Métro está caliente, y puedes tener un gran público”, destacó Clara Marchina, la vocalista con cara de niña, de 24 años. Ella empuñó el micrófono y entonó: “Whatever Lola wants, Loga gets”, con potente voz, mientras los miembros del jurado chasqueaban los dedos.
En la planta alta, donde 25 músicos más esperaban para presentarse a su audición, Catherine Ferry, actriz que se presenta en pequeños teatros, ensayaba canciones de comedia cuando, de pronto, se llevó la mano a la garganta. “Tengo bronquitis”, susurró. En el sótano, su resfrío se llevó lo mejor de ella: tosió repetidamente, pero intentó recuperarse llevando a uno de los miembros del jurado a la sala para bailar el cancán francés.
Naso dijo que había presenciado todo tipo de situaciones. “Llegan personas que están relajadas y gente que simplemente se viene abajo”, dijo. “Algunas tiemblan y se sacuden. Otras personas creen que son estrellas y dicen: ‘Yo ni siquiera debería estar haciendo esta audición’. Sin embargo, todos deben pasar por la audición”.
Cuando terminaron las pruebas, los integrantes del jurado compararon puntuaciones. La mayoría de los artistas eran fuertes, pero el grupo de Couillard destacó con material original y poético que contaba una historia y cautivaba a quienes lo escuchaban. “Cantaron de celos, amor y pérdida. Su acto fue melódico”, dijo Naso.
“Tuvimos un ‘coup de Coeur’”, agregó Naso; un amor instantáneo por la música. “Y siempre vamos a elegir a esos”.

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