En la catedral de Ascensión de la Virgen, de San Esteban y de San Ladislao, el templo cristiano más importante de Zagreb, se está celebrando una misa de media tarde, que ha congregado a un centenar de feligreses.
El edificio es alto, de un estilo neogótico amalgamado con rasgos de arte románico, y con un par de altas torres que se ven desde cualquier punto de la ciudad, con el consiguiente gran impacto visual.
Los parroquianos, todos croatas y muchos jóvenes, rezan en voz baja, y no parecen hacerle mucho caso a los turistas que van ingresando en el templo.
Hay un silencio casi sepulcral. Sólo a ratos se oye el paso de la vigilante que, desde su puesto en la entrada de la basílica, se agita para que se mantenga la quietud.
La mujer, de unos 40 años de aspecto saludable y con gafas gruesas, también le impide el acceso a toda fémina en minifalda, shorts, o escotes que muestren más de lo debido.
De cuando en cuando, alguna viajera protesta, pero en vano, ya que al final terminan cediendo ante el reclamo, tapándose con lo que sea para acceder al sitio.
La razón es que quien llega hasta aquí ha venido a ver la tumba en la que yacen parte de los restos mortales del Cardenal Aloysius Viktor Stepinac, quien la Iglesia considera un mártir de la represión comunista y, por el contrario, un colaboracionista de los “ustachás” filonazis por el régimen yugoslavo (1945-1991).
Personaje controvertido, cuentan las crónicas históricas que hasta el mariscal Josip “Tito” Broz le tenía un miedo profundo, tanto que, tras ser encarcelado por un breve periodo al principio de la Yugoslavia socialista, en pocas ocasiones Tito volvió a enfrentarse directa y abiertamente con él.
Esto porque el Cardenal croata siempre contó con el apoyo del Vaticano -al que enviaba puntales informes sobre la situación en su país-, que finalmente terminó beatificándolo en 1998, durante el papado de Juan Pablo II, provocando una ola de polémicas fuera y dentro de la Iglesia católica.
Ahora han cambiado mucho los croatas justo con los años después de la caída de Yugoslavia.
Para empezar ahora ya están en la Unión Europea, entidad en la que lograron entrar sólo antecedidos por Eslovenia, la otra única nación ex yugoslava que forma parte del codiciado club europeo.
Y, además, tanto en Zagreb como en el resto del país, el capitalismo apareció en forma de nuevos y gigantescos shopping malls, tiendas con todo tipo de productos de conocidas marcas internacionales y un sinfín de clubes nocturnos emplazados donde antes había fábricas.
Aún así hay algo que permanece inmutable, e incluso se ha acentuado: la identidad cristiana de ese pueblo.
Ese fervor es producto de la influencia austro-húngara que duró ocho siglos y se remonta a 1094, cuando fue fundada la Diócesis por el rey Ladislao I de Hungría.
“Aquí todo el mundo va a misa los domingos”, aseguran Julija y Sara, un par de jóvenes locales, mientras hacen su ingreso en la catedral.
“La religión católica se imparte en las escuelas, y aunque no es una materia obligatoria, prácticamente la totalidad de los alumnos terminan yendo para no sentirse diferentes de los demás”, insiste Rade Dragojevic, un activista de la minoría serbia y ortodoxa de Croacia.

La ciudad en la que la fe se materializa

De ahí que no sea de extrañar que en la capital croata pululen los monasterios, las casas de acogida de religiosos, estatuas de santos y de beatos, así como un total de 27 iglesias en una ciudad que alberga unos 800 mil habitantes.
Entre éstas, la de San Marcos, situada en la parte alta de la ciudad, Gornji grad, y que es un edificio del cual los zagrebíes están muy orgullosos, según cuenta la guía oficial del país.
Fundada en el Siglo XIV, en el sitio en el que yacía una pequeña iglesia desde el Siglo XIII, y ubicada al lado del Parlamento, San Marcos maravilla a primera vista.
Desde el exterior, destaca un tejado de azulejos de colores y, en el medio, los escudos de armas de Zagreb y del antiguo Reino de Croacia (925-1102).
En el interior, en cambio, su aspecto gótico se funde en un altar en el que reposan obras del escultor Ivan Mestrovic (1883-1962), considerado uno de los personajes más eminentes de la cultura e identidad del país.
A pocos metros a pie de allí, siempre en la misma zona de la ciudad, está la iglesia jesuita de Santa Catalina, de estilo barroco y construida en la primera mitad del Siglo XVII.
Con una planta de una sola nave y seis capillas laterales, el santuario también posee un atípico fresco en el que aparecen Santa Catalina junto a los filósofos de Alejandría, obra del pintor esloveno Andrej Kristov Jelovsek.
Cerca se ubica un monasterio jesuita, que hoy es uno de las principales centros de las exposiciones temporales de Zagreb, el museo Klovicevi Dvori.
Otra atracción, en la parte baja de la ciudad, Donji grad, justo dentro del parque que está entre las calles Kneza Branimira y Amruseva, es la Galería Strossmayer, cuyo nombre se debe al obispo Josip Juraj Strossmayer, quien donó su colección de obras de arte al Estado croata en 1868.
En la actualidad la galería consta de 4 mil obras, entre las que hay pinturas, dibujos, grabados y esculturas que van desde el período gótico al arte moderno, y una biblioteca con más de 15 mil libros.
Si con esto no es suficiente para proponerse un viaje a Zagreb, esperemos un momento más, ya que la ciudad tiene más que ofrecer.
Por ejemplo, merece un vistazo Dolac, el mercado central al aire libre, y la plaza Ban Jelacic a la que todos llaman simplemente “la plaza”.
Así como el Museo de Arte Contemporáneo, cuyas obras llegan hasta los 90 y después saltan a la actualidad, o el palacio del Presidente de la República, situado en lo alto y antaño residencia de Tito.
Todo esto además de los bares que están subiendo por la calle Ivana Tkalcica, donde domina el barroco y el diseño con un cierto sabor turco.
Aunque, eso sí, también aquí la cruz cristiana aparece a ratos, colgada en algún restaurante, en los cafés, en las tiendas de recuerdos, en los espejitos retrovisores de los taxis, en las oficinas públicas, en los hoteles y en casi todos lados.

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