El escritor Juan Villoro, de 57 años, ingresará el 25 de febrero a El Colegio Nacional, y le pasará eso que a los 20 no imaginaba o imaginaba con miedo: estar en un mismo grupo académico junto a su padre, el filósofo Luis Villoro.

Juan Villoro sacude con impaciencia una de sus piernas. Se acaricia la barba. Parece que busca algo.
“Perdí mi llavero de la suerte”, dice.
Su primer juguete fue un llavero con el escudo del Barcelona. Se lo regaló Luis Villoro, su padre. El objeto le produjo una afición por el futbol y una manía por frotar las llaves para concentrarse mientras escribe y cuando está ansioso. En una ocasión, el llavero se le cayó de las manos. Lo recogió su hija de 11 años y le dijo: “¡He heredado el negocio de la familia!”.
“Últimamente he perdido muchos llaveros, espero que no sea Alzheimer”, se lamenta.
Es una broma: Juan Villoro es memorioso. Para escribir sus crónicas recurre sólo a la memoria: lo importante de un suceso es lo que se queda.
El lugar es solitario, silencioso. Es el jardín hasta el fondo de su casa en Coyoacán. Hay árboles tan altos que no se les ve la punta y, más tarde, cuando anochezca, hará un poco de frío. La voz de Juan Villoro se pierde en el jardín. Habla de su próximo ingreso a El Colegio Nacional.
“A los 20 años me hubiera parecido imposible y amenazante. Sólo pensaba en desmarcarme de los mayores. Mi padre había escrito ‘La significación del silencio’ y yo escribía crítica de rock, lo contrario al silencio. Por suerte, la edad te da oportunidad de pacificar ciertos excesos juveniles”, dice.
Ahora tiene 57 años y el 25 de febrero, cuando ingrese a El Colegio Nacional, le pasará eso que a los 20 no imaginaba o imaginaba con miedo: estar en un mismo grupo académico junto a su padre, el filósofo Luis Villoro.
Su padre nació en Barcelona en 1922, llegó a México en su adolescencia después de crecer en Bélgica, donde aprendió latín, inglés y oratoria. En 1978 ingresó a El Colegio en la cúspide de su carrera académica, que incluía estudios en La Sorbona y un doctorado en la UNAM en Filosofía.
En 1948, Luis Villoro fundó el Grupo Hiperión, el colectivo más importante de filosofía que ha dado México, y algo muy lejano a Fusifingus Pop, un grupo de rock que a los 11 años fundó Juan Villoro y en el que tocaba la melódica, el pandero y era vocalista. El grupo rendía tributo a su principal influencia intelectual de entonces: “La Pequeña Lulú”, donde había una flor mágica, Fusifingus, psicodélica.
“Mi papá se preocupaba mucho por mí. Decía: ‘¿De qué vas a vivir?’. Él pensaba que la única posibilidad de ingreso seguro era que hiciera un doctorado, y yo con una dosis de rebeldía dije que no iba a tener una formación universitaria sólida”, recuerda.
Si bien a El Colegio han pertenecido un matrimonio (el médico Ramón de la Fuente y la historiadora Beatriz de la Fuente) y un par de hermanos (José y Julián Ádem Chahín, matemático y geofísico), nunca habían estado al mismo tiempo un padre y un hijo, mucho menos un hijo que había renunciado a la academia luego de su egreso de Sociología en la UAM Iztapalapa. Su ingreso será el número 94 en la historia. Se integrará al grupo de intelectuales y artistas con la insistencia de quienes lo ven como el intelectual de izquierda sucesor de Carlos Monsiváis, Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco, por más que él no vea la comparación con buenos ojos.
“Lo decisivo para cada uno de nosotros es tratar de ser diferentes. Yo no quisiera ser, como en una línea de semáforos, el cronista número cuatro o el cronista número cinco de tal tema, sino simple y sencillamente el que puedo ser yo. Ya hay demasiadas cosas interesantes en la cultura como para tratar de imitarlas”, argumenta.

¿Su ingreso es la prueba de que se puede llegar a la academia por otros medios?
La pregunta toca el alma de El Colegio, que surgió para que gente que no siempre da clases, o que lo hace en un circuito restringido, se acerque a otras personas. Sí, El Colegio reconoce el trabajo artístico como una forma esencial del conocimiento y la pedagogía, algo que no siempre ocurre en las universidades.

¿En qué se parecen su papá y usted?
La principal similitud es que nos irritamos mucho por cosas que no valen la pena, contratiempos caseros y asuntos de ese tipo, y en cambio nos apasionamos con problemas de muy difícil solución. Supongo que también heredé algunos aspectos de su manera de hablar, lo cual es un poco enigmático porque él aprendió retórica y oratoria con los jesuitas y no sé si las enseñanzas de la Compañía de Jesús pasen por vía genética.

Es una tarde de jueves de febrero.  Hace un momento, Juan Villoro levantaba la mano como si despidiera a un barco que se aleja. Pero no era una despedida:
“Es aquí”, dijo, sonriendo. Y luego condujo hasta el fondo de su casa. Ahí, en una terraza, en una mesa circular, comenzó la entrevista.

¿Ya escribió su discurso de ingreso?
Sí, será sobre la repercusión que Ramón López Velarde ha tenido en la narrativa.

¿Cómo resumiría en un epigrama lo que ha sido su vida hasta ahora?
Durante mucho tiempo aspiré a que, de tanto trabajar, mi dispersión pareciera coherente. Ahora el caos ya me parece una forma de la tradición.

Juan Villoro es tan alto y barbudo como un basquetbolista jesuita. La última vez que se cortó la barba fue en 2001, cuando tuvo que tramitar la visa de residencia en España.
“Todos me regañaron porque me la corté”, recuerda.
Su amabilidad, la de un Libra que no recuerda la última vez que perdió la cabeza, es una especie de cordialidad calculada, producto acaso de la educación que le designó su padre, estudioso de Heidegger, al inscribirlo en el Colegio Alemán.
A los 6 años, cuando le preguntaban si ya sabía leer, él respondía: “Sólo en alemán”.
Pero Juan Villoro tiene una paciencia de jesuita. Salvo que poco a poco uno se da cuenta de que, parafraseando su más reciente libro, “Espejo retrovisor”, él siempre está más lejos de lo que aparenta.

¿Qué tan lejos se encuentra de ‘Cuatro cervezas sobre un paño verde, rasgado en el centro’?
Uy, de eso hace más de 40 años, es el inicio de “Los hijos de Aída”, es el primer cuento que escribí. Pero lo que me sorprende es que hay cosas que yo no sabía que me interesaban. Se ubica en una cantina que llevaba por nombre Los hijos de Aída, por la ópera “Aída”, es un salón de billar. Entonces, ahí hay una mezcla de elementos de cultura popular con otro tipo de cultura, yo no tenía la menor idea de que estaba combinando cierto registro cultural que tiene que ver con buena parte de las cosas que he escrito.

El 24 de octubre de 1980, a las 8:55 de la mañana, un temblor de 6.5 grados sacudió a la Ciudad de México. Ese día el editor de Joaquín Mortiz, Joaquín Díez Canedo, llamó a Juan Villoro.
“A consecuencia del temblor, salió su libro”, le dijo.
Villoro había esperado desde 1976 a que “La noche navegable” fuera publicado. Lo había escrito entre los 17 y los 21 años, impulsado por la lectura de “De perfil”, de José Agustín, que leyó al salir de la secundaria. Fue ahí cuando se formó su ideal sobre la novela: la vida puede ser gris, aburrida, sin chiste y la literatura, como el sueño o la ilusión, llega a ser una ventanilla de quejas.
El personaje de la novela, Rodolfo Valembrando, era un adolescente en tránsito hacia la preparatoria que vivía en la colonia Narvarte, a quien le gustaba el rock y cuyos padres, como los de Villoro, se estaban divorciando. Así que la vida es narrable, pensó él y reunió en 11 relatos personajes adolescentes.

¿Los años sirven para perder la ingenuidad?
Sirven para perder la ingenuidad, pero no para dejar de cometer errores. Ésa es una de las grandes paradojas: la experiencia del mundo te vuelve más sabio, pero no te evita cometer errores. Sin embargo, hay un elemento de irresponsabilidad en hacer arte, por eso decía Baudelaire que tenemos de genios lo que conservamos de niños. Ahora trato de conservar cierta inmadurez, pero ahora lo hago voluntariamente.

Cada cierto tiempo, entre 1976 y 1980, Villoro iba a la editorial a sustituir su texto por otro nuevo, corregido.
Cuando ya iba a salir, Vicente Leñero publicó “Los periodistas”. Joaquín Díez Canedo lo llevó hasta la bodega y le dijo: “¿Ve usted esos rollos de papel? ¡Los tengo que usar para ‘Los periodistas’, no puedo sacar su libro!”.
Entonces tembló y, por alguna razón, ese día Díez Canedo le dio el anuncio.
Animado por el éxito de “Los periodistas”, Villoro se atrevió a solicitar un adelanto. Díez Canedo le dio un billete de la lotería y le dijo: “Si usted busca dinero, con esto tiene más posibilidades de ganar dinero que con lo que escribe. Se lo voy a dar, si usted lo acepta, no me vuelva a dar lata; si es millonario, agradézcame siempre”.
El billete no salió premiado.
“La única relación importante con el dinero es no tener que pensar en él”, dice Villoro.
El libro tuvo una presentación en el Palacio de Bellas Artes a la que su autor no llegó. Juan Villoro se quedó atorado en el tráfico.
Si Juan Villoro no hubiera sido escritor hubiera estudiado medicina. Pero entonces, como Chéjov, también escribiría. De joven, cuando aún no se decidía, tenía un amigo de nombre Javier Cara. Los dos memorizaban cuentos de Julio Cortázar y soñaban con ser escritores o médicos. A Villoro le hubiera gustado ser internista, que es quien hace la primera valoración de la persona. Pero no parece un médico frustrado. Aunque a veces se paseaba vestido con una bata en el Hospital de la Asociación para evitar la Ceguera en México.
“Me dio una vanidad especial que me confundieran con doctor en una ocasión”, confiesa.
Lo que sí reconoce es que es un futbolista frustrado. Es posible que todos los escritores lo sean, excepto Borges. Pero si la carrera como futbolista de Villoro se acabó en las fuerzas inferiores de los Pumas, se realizó en la palabra. Basta ver cómo sus libros de crónicas como “Dios es redondo” o “Los once de la tribu” son citados como la Biblia. Es algo parecido a la novela: el futbol llega a ser tan gris y aburrido, que necesita ser narrado.
En la casa ha comenzado a sonar el timbre. Ha oscurecido. Villoro se levanta a abrir, dice que es el cerrajero. Aparece un gato amarillo.
La reescritura del futbol comenzó en Italia 90. José Carreño, el director del periódico El Nacional, lo mandó sin acreditación y sin boletos, a merodear por los estadios.
“Me mandaron a hacer notas de color”, recuerda.
En las crónicas de futbol Villoro mezcla todo. En “Silbatazo final” aborda la tristeza que le causan los tres pitidos finales de un partido: “Jorge Valdano comentó en ‘Apuntes del balón’ que el sentido fúnebre del silbatazo se acentúa para mí que soy mexicano, porque sus notas suenan: ‘PRI, PRI, PRI’”.

¿Es más emocionante ir al Camp Nou que al Vaticano?
Desde luego, bueno, el Vaticano es interesante, yo soy muy aficionado no sólo al arte del Vaticano, que es extraordinario, sino a las intrigas del Vaticano, ahora sigo mucho al Papa Francisco.

Un argentino…
Aficionado al San Lorenzo, que es además el principal líder mundial. Estamos en el crepúsculo de los líderes, ya no hay líderes que valgan la pena en el mundo y qué gran paradoja que el líder más importante sea el de una institución medieval como la Iglesia.

¿Para ser escritor es necesario tomarse en serio?
Ojalá y no, el escritor no debe escribir según su idea de la cultura y la literatura, sino según sus ganas que tiene de decir algo y esto requiere de ciertas dosis de irresponsabilidad y de desaprensión, por supuesto luego viene el tremendo rigor de corrección de sí mismo y eso es muy importante. Atreverse y corregirse serían los dos movimientos.

Se ha hecho de noche. Hay ruido de carros afuera; Coyoacán, que parecía más dormido, se llenó de ruidos. Alguien puede decir que habrá oído tres silbatazos seguidos.

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *