Releo El archipiélago Gulag, de Alexander Solzhenitzin, en busca de aquello que los franceses llaman “el efecto Gulag”. ¿Por qué ese libro fue la pieza decisiva ya no en el desencanto sino en la execración final del bolchevismo por tantos intelectuales occidentales, como Octavio Paz?
La relatoría histórica es evidente, partiendo (para ya no insistir en Trotski, los procesos de Moscú o las denuncias de la hambruna genocida en Ucrania tras la colectivización de la tierra) del XX Congreso del partido soviético en 1956 y su denuncia a puerta cerrada de los crímenes de Stalin; Budapest en aquel año y Praga en 68; Pasternak y El doctor Zhivago; la internación siquiátrica de los disidentes; el fracaso de la ilusión rival, la China, cuyo maoísmo resultó en la estadística del genocidio aún más devastador que la soviética; el caso Padilla en Cuba; la suerte del trotskismo, que como la Reforma, se dispersó en decenas de sectas, algunas de ellas preocupadas en la correlación entre la Revolución mundial y los extraterrestres (no es broma); la disipación de los sueños del 68 francés ignorados en las urnas por el elector de a pie; la huida desesperada, hacia 1980, de miles y miles de personas de los paraísos victoriosos de Vietnam y Cuba, y un largo etcétera que termina donde comienza, en El archipiélago Gulag.
Ese testimonio, quizá, a diferencia de las doctas disquisiciones heterodoxas que Paz devoraba en Partisan Review o escuchaba a través de Víctor Serge o Kostas Papaioannou, escapaba a “la cárcel de conceptos” del marxismo. Solzhenitsyn no explicaba por qué había fracasado el comunismo ni discutía qué clase de sociedad era aquella según la patrología marxista. Sólo detallaba el horror sufrido por millones desde que los comisarios tocaban la puerta en la madrugada, un horror que no perdonó a nadie, empezando por los propios verdugos y terminando con los héroes, que como Solzhenitsyn mismo venían de derrotar a los nazis.
Tras despedirse de Lenin (a quien le dice adiós con un extravagante elogio de El Estado y la Revolución que juzga anarquizante) y de Trotski (muerto en contrición, nos dice, por haber destruido a los partidos revolucionarios no bolcheviques), Paz examina, en El ogro filantrópico (1979), la tradición cristiana eslava, antigua pero no primitiva como Rusia misma, de Lev Shestov y Vladimir Soloviev a Czeslaw Milosz y Joseph Brodsky, comparando la excentridad acrítica de los mundos ruso e hispanoamericano, hermanos en la ausencia de la Ilustración. Todo ello para discrepar del cristiano Solzhenitsyn, prefiriendo entre los disidentes soviéticos al socialdemócrata Roy Medvedev y al liberal Andréi Sárajov, ambos presentes en la revista Plural tanto como Howe, lector neoyorkino de El archipiélago Gulag: estos tres últimos más cercanos a la tradición en la cual Paz acabó por reconocerse, la de Herzen.
Del cristianismo de Solzhenitsyn, que no encuentra dogmático ni inquisitorial, le conmueve la búsqueda de la verdad y el ejercicio de la caridad, virtudes que encontrará en José Revueltas, a quien recordará como “el verdadero cristiano” de la literatura mexicana por haber roto con el “clericalismo marxista” y espiritualmente superior al persignado José Vasconcelos, quien “terminó abrazando el clericalismo católico”. 1
A Paz, de Solzhenitsyn, “el valeroso y el piadoso”, le molesta su ignorante arrogancia, hija de “cierta indiferencia imperial, en el sentido lato de la palabra, ante los sufrimientos de los pueblos humillados y sometidos de Occidente”. Lo cual me lleva a unas líneas poco citadas del Octavio pagano y anticlerical, las cuales algunos pocos, quizá, suscribimos, cuando se detiene y dice disentir de Solzhenitsyn porque, en realidad, “los cristianos no aman a sus semejantes. Y no los aman porque nunca han creído realmente en el otro. La historia nos enseña que cuando lo han encontrado, lo han convertido o lo han exterminado.” En la esencia de los cristianos, “como entre sus descendientes marxistas, percibo un terrible disgusto de sí mismos que los hace detestar y envidiar a los otros, sobre todo si los otros son paganos”, lo cual sería la “fuente sicológica” de todas las inquisiciones y crímenes que comparten cristianos y marxistas. 2
Ese mismo Octavio descreído y agnóstico agregaba, un poco antes, que quienes creyeron de buena o de mala fe en el comunismo cometieron algo más que “meros errores o fallas en nuestra facultad de juzgar. Ha sido un pecado, en el antiguo sentido religioso de la palabra: algo que afecta al ser entero. Muy pocos entre nosotros podrían ver frente a frente a un Solzhenitsyn o a una Nadezhda Mandelstam. Ese pecado nos ha manchado y, fatalmente, ha manchado también nuestros escritos. Digo esto con tristeza y con humildad”. 3
Para paliar esa tristeza, en ese mismo número de Plural, el 30, Paz no sólo publicaba su primer ensayo sobre Solzhenitsyn sino “Aunque es de noche”, aquel poema que dice “Alma no tuvo Stalin, tuvo historia”. 4
Creo entender por qué entre quienes consideran ocasionales las ideas políticas de Paz y condenadas a desaparecer, sus páginas de prosa menudean algunos de ellos queridos amigos míos, los hombres de izquierda, justo aquellos que parecen reconocer haber errado y fallado pero no haber cometido pecados. Insisto: sin Trotski y sin Stalin y sin Zapata, la poesía de Paz, a mí, me sería irreconocible.
No sólo la lectura de El archipiélago Gulag hizo creer a Paz que cerraba un capítulo, sino fue decisivo un encuentro personal con el poeta y disidente soviético Brodsky, que ganaría el Premio Nobel de Literatura tres años antes que él. Al fin podía abrazar, en Brodsky, a un disidente soviético de carne y hueso. Para Enrique Krauze aquello fue, para Paz, uno de sus Kronstadt –la represión bolchevique de los marinos anarquistas en 1921 que para muchos simbolizó el fin de su esperanza en la Revolución de octubre–, episodio al cual acabó por enfrentarse, según Daniel Bell, todo intelectual de izquierda. 5
A la casa del crítico Harry Levin, la Navidad de 1974, cuando llegó Brodsky, sopló “una ráfaga blanca y negra, como si hubiese entrado con los visitantes la noche y sus torbellinos de nieve.” El poeta ruso venía en el plan de Solzhenitsyn, lanzando diatribas contra la sociedad estadunidense, “su hedonismo y su vacío interior”. A Levin le sorprendió lo mucho que aparecía, en Brodsky, la palabra alma, desterrada de las universidades regidas por “el cientismo, el empirismo y el positivismo lógico” según se quejaba el ruso, alegre de que el poeta mexicano sí lo comprendiese, lector como era Paz de Shestov y Berdiáyev, los filósofos cristianos rusos. Treinta años atrás, en la posguerra parisina, a Paz, el romántico, le había encantado compartir esas lecturas con el rumano Cioran, a quien acaba de conocer mientras que al Paz liberal que estaba germinando, al fin, en Cambridge, le incomodaba que Brodsky, otro grande, lo creyese de acuerdo con él sólo por haber reconocido “un eco de Shestov”. Paz se presentará en 1978 disintiendo de los disidentes: “el regreso a la antigua sociedad, en caso de que fuera posible, significaría la substitución de una ortodoxia por otra”. 6
Aunque el cuento de las dos revoluciones, la rusa y la mexicana, distaba, para Paz, de haber llegado a su desenlace, es notorio que El ogro filantrópico, escrito desde Plural, significó para él un alivio moral. Esa doble vida fantasmal de la década canalla terminaba con la lectura de El archipiélago Gulag, como había terminado, con el 2 de octubre, su “servidumbre voluntaria” del ogresco y filantrópico régimen de la Revolución mexicana. Ganó en 1977 el Premio Jerusalén de Literatura y en la Ciudad Santa abogaría por dos Estados, uno para los israelíes y otro para los palestinos.
Ese año fue el último en que hizo su visita anual (otoño-invierno) a Harvard, pues en agosto se enfermó gravemente su madre doña Pepita, de 85 años. Ya no quiso arriesgarse a que ella sufriese un nuevo percance estando él ausente, según le explicó por carta a Levin, su jefe en el departamento de literatura comparada. 7
Las estancias en los Estados Unidos habían aireado su universo intelectual, que pese a los años de la Segunda Guerra en San Francisco y Nueva York, seguía siendo hasta los setenta, muy latino. Ese período le permitió alegrarse, por ejemplo, en una carta a Perre Gimferrer, de que los franceses al fin descubrieran a Karl Popper, un buen tónico para que se curaran de su ya antigua intoxicación de hegelianismo. 8
Y desde principios de la década hizo en Harvard amistades entrañables, como la de la poeta Elisabeth Bishop, que según sabemos gracias a la publicación de su exhaustivamente chismosa correspondencia con Robert Lowell, al principio le interesaba más la “glamorosa” Marie-José que Octavio, cuya poesía no le gustaba mucho y a quien consideraba un poco parlanchín. Esas reservas desaparecieron pronto y en 1974 considera a los maravillosos Paz “un par de soles en mi deprimente cielo”. En 1975, Bishop visitó México invitada a Cuernavaca por los Paz y apareció con él en un programa de TV junto con Álvaro Mutis, Brodsky y el poeta yugoeslavo Vasko Popa. 9
Tenía, desde el 1 de diciembre de 1976, una revista propia, independiente: Vuelta, y fue libre hasta de enfermarse de cierta gravedad. En febrero de 1977, tras descubrir que orinaba sangre, se le extirpó un tumor maligno en el riñón acaso relacionado con el cáncer en los huesos que lo mató casi veinte años después. Según le contó a Donald Sutherland, camino del quirófano se consoló pensando en Plotino. 10
Ante la cercanía de la muerte en Octavio siempre imperó el pagano. Pero a mediados de marzo ya estaba recuperado y tenía ánimo para continuar su correspondencia con Gimferrer, con quien estaba preparando la edición de 1979 de su Obra poética en Seix Barral:
“La famosa convalecencia que uno tiende a idealizar pensando en las de la infancia –el sol tibio entrando por la ventana, el lento despertar del cuerpo, el soñar con los ojos abiertos y el sueño sin sueños– es bien distinta a la crudeza postoperatoria.”
Incómodo, víctima por primera vez de una operación seria, le decía al amigo catalán, “el aburrimiento del enfermo es algo así como la acedia de los monjes –inmovilidad del cuerpo y agitación del espíritu”. 11
“Además, no todo es negro y hay momentos magníficos” como dormir bien (“¿Por qué diablos los clásicos compararon el sueño con la muerte? Los románticos tenían razón: el sueño es la otra vida”.); “oír –pero realmente oír– un poco de música, sobre todo del siglo XVIII”; leer cuentos fantásticos chinos. 12
Tres años después, en 1980, Octavio y Marie-José se cambiaron de departamento, en la misma colonia Cuauhtémoc contigua al emblemático Ángel de la Independencia, del 143-601 de la calle de Río Lerma a Paseo de la Reforma 369-104, esquina con Río Guadalquivir. Estrenaron un espacioso departamento con un patio interior que aislaba la biblioteca del resto de la casa. Hasta la fecha allí es donde se conservan los libros de Paz.
Entre la renuncia a la embajada en Nueva Delhi en octubre de 1968 y la publicación de El ogro filantrópico en febrero de 1979, Paz había sido ese “peregrino en todas partes”, como lo llamó su leal adversario Carlos Monsiváis. Por su patria había peregrinado, yendo en viaje poético a la memoria del joven que fue y demostrando la energía pública de la que era capaz no sólo el director de Plural sino, por primera vez en la historia de México, un poeta.
El peregrino miraba de frente al ogro.

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