Un sendero rodeado de largos pastos y rocas prehistóricas serpentea por los Acantilados de Moher. Ocho kilómetros de riscos de hasta 214 metros de altura nos esperan a pie.
Hemos de caminar sobre 320 millones de años petrificados en cuatro gigantes que descansan sobre el Atlántico Norte.
Son la atracción natural más visitada de Irlanda, fueron finalistas oficiales de las 7 Nuevas Maravillas Naturales del mundo y ofrecen un paisaje de perfección que golpea como las violentas ráfagas de viento que franquean estas cimas.
Empezamos el recorrido subiendo a la Torre O’Brien. Un mirador construido en 1835. Desde aquí alcanzamos a ver, diminuta, la atalaya que marca el final del camino: la Torre de Moher.
El trayecto de una torre a otra nos tomará unas dos horas.
Atravesar el umbral
Al bajar de la torre avanzamos siguiendo un barandal de madera. Es difícil mantener un paso constante, las vistas obligan a realizar pausas.
Tras haber caminado unos 300 metros nos interrumpe un muro bajo con varios letreros que advierten que está prohibido continuar, pero nadie vigila y unos escalones facilitan el cruce.
A partir de aquí no hay ninguna barrera de contención. Uno avanza a sus anchas y puede acercarse al borde de los acantilados. Pero hay quienes al hacerlo han caído. Las placas en recuerdo a esa gente intentan disuadir a los exploradores. Seguimos, casi todos siguen.
El camino sube y baja. Las distintas caras de los acantilados muestran paredes escarpadas, despeñaderos afilados, pequeñas islas, cuevas donde revienta el mar, grutas con nidos de aves marinas, llanos cubiertos de briznas de hierba, playas de cantos rodados y los característicos pastos, que de tan largos, se inclinan y ondulan… Una marea verde que brilla con el sol.
Después del tercer acantilado tenemos menos compañía. Muchos regresan al ver que en algunos tramos el sendero se torna lodoso y el abismo está a 50 centímetros. No hay cómo evitarlo. A la izquierda: una loma de tierra sirve para que las vacas no se acerquen al borde. A la derecha, el precipicio.
Pero al ir con calma y sumo cuidado se disminuye el riesgo. Bien lo vale al descubrir un paisaje extraterrestre: formaciones rocosas rojizas, lajas apiladas y una charca bordeada de arena gruesa.
Cuando llegamos a la Torre de Moher, en un peñasco que llaman Hag’s Head, estamos solos.
No hay manera de subir. Lo que queda son las ruinas de una torre levantada a principios del 1800 por los ingleses, que temían una invasión francesa que nunca llegó.
Ahora vemos a lo lejos la Torre de O’Brien, diminuta. El mar también es minúsculo. Nosotros nos sentimos pequeños. Todo se rinde a estos gigantes.
Un poco de historia
-Los geólogos indican que los Acantilados de Moher empezaron a formarse hace 320 millones de años, durante el periodo Carbonífero Superior.
-El área era más caliente y estaba ubicada al pie de un gran río.
-La arena y el barro que arrastraba ese río fueron asentándose y formando capas y conforme el clima cambió y la Tierra se dividió surgieron los colosales acantilados.
-Fue una zona de asentamientos celtas y muchas de las piedras están cubiertas de fósiles.