Abigail Contreras y su pareja viajaron de Cuernavaca a la Ciudad de México en busca de un tesoro…
Lo único que sabían los profesores de la capital morelense era que verdaderas joyas literarias se encontraban resguardadas en una librería escondida en una antigua vecindad.
En su primer viaje, preguntaron en las librerías del Centro Histórico, pero nadie les supo dar información. Quince días después, regresaron en busca de pistas en las librerías de viejo, pero el resultado fue el mismo. No fue hasta su tercera visita que tuvieron mejor suerte, un vendedor les dio el primer indicio: “Debe ser la librería de Max, pero no sé la dirección”, les dijo. Por suerte, otro cliente escuchó la conversación y les aclaró que buscaban El Burroculto, un lugar “secreto” donde podían encontrar primeras ediciones de “Pedro Páramo”, de “Cien años de soledad”, de libros de Hermann Hesse en su idioma original, de Martín Luis Guzmán o Julio Cortázar e, incluso, algunos ejemplares firmados por los autores o por otros escritores. Él les dio las señas para llegar.
Horas más tarde y tras rastrear esas pistas, la pareja se encontraba frente a una puerta negra de herrería, con una placa dorada con la palabra “MAX”.
Lo que no sabían era que a El Burroculto sólo se entra con cita previa, pues Max Ramos no siempre está ahí. Pero ese día corrieron con suerte y el dueño se encontraba clasificando un lote recién adquirido y, tras escuchar las peripecias sufridas para llegar, los dejó pasar.
En esa vecindad de la colonia Roma ninguno de los vecinos sabe con certeza que el departamento 12, en la planta baja, es en realidad una librería que han frecuentado lo mismo escritores como Elena Poniatowska o músicos como Óscar Chávez, que pintores, escultores, cineastas y, principalmente, lectores especializados en algún tema, como la hija del poeta Efraín Huerta, quien recopila los textos de su padre, o un hombre que rastrea la obra del periodista y escritor Mauricio Magdaleno.
Nadie se imagina tampoco que en ese mismo lugar se encuentra enterrado un tesoro literario: un cofre herméticamente sellado, a modo de cápsula del tiempo, con 50 primeras ediciones de obras de la literatura mexicana.
Apenas se abre la puerta, saltan a la vista libros por todas partes: en las paredes, en el suelo, en los muebles. El lugar fue adaptado para que puedan recorrerse todas las habitaciones en una suerte de laberinto, incluso con una puerta giratoria de madera.
Aunque es una librería, guarda en cierto modo el estilo de un departamento, con una sala en la que hay un piano y mesas con tableros de ajedrez; una recámara, donde la base de la cama es una gran pila de libros; un estudio con un escritorio sepultado por libros, y una pequeña cocineta. El anfitrión ofrece café a sus invitados o una copa de vino tinto.
Para Max Ramos, ésa es la esencia de El Burroculto, un lugar donde los amantes de los libros se sientan a gusto y puedan charlar o pasarse el tiempo hojeando los libros; donde los jueves se imparten talleres de creación literaria y los viernes, de lectura.
Uno de los clientes, por ejemplo, revisa por más de media hora algunos libros. Estudia su posgrado en Matemáticas, en la UAM, y acude desde hace siete años en busca de libros de ciencia y matemáticas del Siglo XVIII. Al final, se lleva cuatro títulos, por los que paga poco más de 4 mil pesos. Uno de ellos es un tratado sobre el metro, la unidad de medida.
Entre una Remington chimuela, una Bandera mexicana desgarrada que se usó en el Centenario de la Independencia, muñecas colgadas de los techos y demás curiosidades, Max relata que se inició en la venta de libros a partir de los que se le repetían cuando apenas estaba formando su colección personal, hace más de 15 años, y optaba por repartirlos entre familiares, profesores y amigos.
“Hasta que me di cuenta que había pasado de ser lector a ser una especie de fichero donde la gente podía consultar tal o cual obra, tal o cual autor, el año de edición, su tiraje, el tipo de papel”.
En diciembre de 1999 abrió su primera librería, El Hallazgo, en la calle de Mazatlán, en la Condesa, que hoy resguarda unos 5 mil libros y donde generalmente se concertan las citas para El Burroculto.
Como sucursales de El Hallazgo, abrió otras librerías en la calle de Coahuila, en la Roma, y en las ciudades de Zacatecas, Xalapa y León, pero las cedió a sus entonces socios y quebraron.
Tras un saqueo en 2006, comenzó a dar forma a El Burroculto, en paralelo con una bodega en Santa María la Ribera -Niña Oscura-, montada en un caserón de finales del Siglo XIX que, presuntamente, perteneció al padre de Alfonso Reyes, Bernardo Reyes, político y militar que gobernó Nuevo León, dice.
Finalmente, recuerda, en septiembre de 2011, inauguró la Jorge Cuesta, en la calle Liverpool de la colonia Juárez, donde habita San Librorio, el santo patrón de los lectores, personaje que surgió de una errata, cuando se equivocó al escribir el nombre de Liborio Villagómez, actual director de la biblioteca de la Academia Mexicana de la Lengua, quien solía apartar algunos tomos con una nota pegada.
Una escultora talló la figura del santo, que emerge de un libro abierto como un buda y cuya cabeza está formada por los tipos móviles de la imprenta de Gutenberg. Algunos detalles de San Librorio, como su columna vertebral formada por pilas de libros, se le revelaron a Max durante un sueño.
Ya con la escultura terminada, cuenta con picardía el librero, mandaron imprimir su estampa, le escribieron su oración y la dejaron en los estantes de las iglesias. Cada aniversario, entre varios libreros le organizan una procesión en la que el santo recorre la colonia.
‘No  me  gusta  el  lector
fodongo’

En total, entre sus tres librerías y la bodega, Max calcula tener unos 118 mil libros.
Y, como si nada, asegura haber resguardado en esos recintos la primera edición de “Octaedro”, firmada por Cortázar, o “Pasto verde”, con la rúbrica de Parménides García Saldaña, o dos primeras ediciones de Hermann Hesse, de 1927 y 1929, en su idioma original, que encontró entre un montón de periódicos alemanes de los años 50’s que ya iba a tirar a la basura.
“Esas son cosas que, más que un valor económico, tienen el sentido de cómo te vas formando como librero”, reflexiona.
“De nada sirve decir ‘tuve la primera edición de México a través de los siglos, impecable’, porque ya se vuelve hasta chocante presumir ‘tu gran librería’”.
Pero esos hallazgos no suenan tan exagerados cuando, por ejemplo, cuenta que ha comprado las bibliotecas de la poeta hidalguense Margarita Michelena, con 6 mil títulos, o la de Ulalume González de León, con unos 4 mil volúmenes.
Sobre los precios, aunque no revela cuánto ha pagado, señala que los libreros en general compran muy baratas las bibliotecas, pues suelen ser tan especializadas que no se venden rápido y hay que costear su almacenamiento por 10 ó 15 años, además de que no todos los volúmenes tienen gran valor literario o monetario.
Otra de las formas de las que se hace de títulos es acudiendo a los centros donde se compra papel por kilo para su reciclado, pues ahí van las editoriales para destruir materiales que no pudieron vender, entonces puede recuperar algunos ejemplares.

Comparte que así ocurrió con “El duelo en México”, editado en 1936, cuyo tiraje fue destruido por un papelero, excepto 50 ejemplares que él rescató y pudo vender en 2 mil pesos cada uno.
Ser librero, y principalmente uno especializado, es un oficio de tiempo completo, comenta Max, con un dejo de lamento.
“Te vuelves una especie de esclavo para servir al otro”, dice, al grado de que llega a sentir culpa si un cliente lo encuentra leyendo.
“Parece que te están vigilando para que no leas en calma, que tu labor no es leer, es otra”.
Y esa otra labor es tener una librería bien nutrida y clasificada; procurando reforzarla día a día en los temas que le faltan.
En ese sentido, afirma, no le importa el lector como tal, porque tarde o temprano va a llegar al objeto de su búsqueda.
“No me gusta el lector fodongo que pregunta: ‘¿Como qué me recomiendas?’. No te recomiendo nada, te recomiendo que te pongas a buscar lo que se te antoje. Mis mejores lecturas han sido las que yo he encontrado y que he descubierto por propia cuenta. Me gusta más el asunto de tener preparado el terreno”.
Pero en ese terreno no entra su biblioteca personal, que no está formada por sus libros preferidos, sino por aquellos que no ha leído.
También afirma no tener lecturas favoritas, sino que disfruta al máximo el libro que tiene en sus manos, de lo contrario, sería meterse en una camisa de fuerza.
“Generalmente, cuando te hacen el tipo de preguntas de ‘¿qué libros te llevarías a la isla desierta?’, comienzas a decir títulos que ya has leído… y yo preguntaría: ¿serían puras relecturas? Yo preferiría llevarme lo no conocido”.
Actualmente, Max está leyendo una obra que un bibliófilo y especialista en Arreola le regaló; en ella se compila el intercambio epistolar que tuvo el escritor mexicano con un librero de Buenos Aires.
Y, entre libros y lecturas, Max también procura darse tiempo para escribir. Apenas presentó un poemario en la Feria Internacional de Minería, “Otra forma de bolero”, y ahora está trabajando un texto sobre lírica infantil mexicana.

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