Los abuelos contaban cómo en “sus tiempos” viajar a Europa, por lo menos para el común de la gente con posibilidades, se hacía sólo una vez en la vida; era “el viaje” y así quedaba en el recuerdo, como una gran misión cumplida y pocos planes para repetirla.
En ese entonces la idea de visitar un lugar como Nueva Zelanda era inexistente. Antes de la popularización de los grandes jets en los años 80, este destino era turísticamente casi virgen. Hoy es sede de algunas de las experiencias más extremas en el planeta.
Acabo de aterrizar en una montaña glaciar del lejano país. Para la piloto del helicóptero (vehículo que, como los coches, aquí se maneja del lado derecho) esto es cosa de todos los días, pero para mí es una vivencia que apenas puedo asimilar.
Todavía permanece el asombro por el recorrido de la aeronave para llegar aquí. Primero, pasó por encima del Lago Wakatipu, donde la gente hacía parapente, velero y se lanzaba del bungy desde la punta del teleférico de Queenstown, a 400 metros de altura. Al fondo se observaban los Remarkables, la cadena montañosa que en invierno ofrece 220 hectáreas de pistas de esquí.
Sobrevoló luego el río Dart, de aguas color turquesa mezcladas con sedimentos grises que descienden de la montaña, al descongelarse la nieve. Este fue el escenario que representó las tierras de Isengard, destruidas por los gigantes árboles en El Señor de los Anillos: las dos torres (2002).
De ahí se enfiló hacia los fiordos de Milford Sound, donde las condiciones glaciales ocasionaron, a lo largo de miles de años, que se formaran largos valles en forma de U entre los picos Llawrenny y los montes Pembroke, Tutoko y Talbot.
Pequeños riachuelos y lagunas multicolores se observaron al paso por esta zona, también hecha célebre en la citada saga, cuando la recorrieron Frodo y Sam guiados por Gollum rumbo a Mordor.
Para ver a detalle una cascada que escurría de un pico escarpado, el helicóptero se acercó y pasó apenas a unos metros, una de las maniobras más emocionantes del paseo. Al arribar al glaciar, la aeronave buscó un sitio con buen espacio y terreno sólido: se acercó y alejó varias veces para ver si no era nieve que se esparcía con el viento de las aspas.
Es en esta montaña de hielo, nieve y neblina donde hago una pausa ante la inmensidad: muchos de los tonos azules, verdes y blancos que acabo de ver ni siquiera sabía que existían. “Éste es el viaje de la vida. Si tuviera que hacer sólo uno, tendría que ser aquí”, se escucha cerca de mí.
El placer del vacío
En una época de tecnología veloz, cada vez es más difícil encontrar sorpresas, pero es quizá en Nueva Zelanda donde aún se puede recibir una gran sacudida emocional por las brechas que nos separan de ella. Una es meramente territorial; este país fue uno de los últimos en el mundo por ser poblado ampliamente y presume una densidad de 16 personas por kilómetro cuadrado.
Aquí hay poco más de 4 millones de habitantes, en un territorio de tamaño similar al de Reino Unido o al de Italia, ambas naciones con más de 60 millones de personas. Esto permite un lujo difícil de encontrar en otro lugar: el espacio vacío. Paseos por cadenas montañosas, fiordos, lagunas congeladas, ríos, volcanes activos, bosques y praderas, todos ellos casi deshabitados.
La opción ideal para aprovechar estas condiciones privilegiadas es un lodge, hotel estilo cabaña, sin actividades estridentes alrededor, como antros o bares. Son lugares aislados de ciudades y sus mayores atractivos son los paisajes; constan de lujosas y amplias habitaciones o de villas, todo ello encajado discretamente entre la geografía y flora.
Las televisiones no son un artículo primordial en este tipo de alojamiento, a veces están escondidas detrás de un cuadro o sólo se colocan en la habitación a petición del huésped. De todos modos, difícilmente habrá programación que derrote a la vista que brinda cualquier ventana en la región.
Tanta calma podría desalentar a los aventureros. Claro, sólo a los que no sepan que en Nueva Zelanda prácticamente se inventó la aventura y, si no, al menos la llevaron al límite. Por ejemplo, fue un neozelandés, Sir William Hamilton, quien creó las lanchas jet (jetboat), que superan los 100 kilómetros por hora y pueden navegar en aguas con menos de 10 centímetros de profundidad. La misma tecnología se adaptó para las acuamotos, populares en nuestras playas.
Estos tours se pueden tomar por los cañones de río Shotover, donde los pilotos parece que desafían las leyes de la física, manteniendo altas velocidades en zonas casi secas. El río turquesa comienza a estrecharse hasta que ya no cabe la lancha, de ahí sólo se puede seguir en kayak, aunque también se vale amarrar la lancha a la orilla y caminar por un trazado de senderos seguros que recorren la escarpada geografía, incluso hay puentes y lazos para ayudar en las zonas más complicadas.
Aún en invierno, la actual temporada en estas tierras australes, pueden hacerse tours un poco más desafiantes como el heliesquí, donde un helicóptero deja a los esquiadores (se requiere nivel avanzado de esquí) en la punta de un pico y los recoge en otra parte de la montaña. También la helipesca: la aeronave lleva a los pescadores (estos sí, de cualquier nivel) a los fiordos y ríos donde es difícil llegar de otra manera, y, más relajado, el heligolf.
Quien busque actividades que no impliquen helicópteros puede hacer el tour de uno o varios días a pie y a caballo por Routeburn, Milford, Greenstone y Hollyford, calificado como el más elegante de Nueva Zelanda; saltar del bungy en Queenstown o en el puente Kawarau; tomar una clase nocturna de astronomía y observación de estrellas; o hacer recorridos y catas por viñedos.
No importa si se explora de maneras extravagantes o mediante una sencilla caminata a pie, la naturaleza de la isla sur resultará un placer inolvidable para los sentidos.