En un país sometido al terror de las pandillas se les ha dejado a los muertos la tarea de romper el muro de silencio levantado alrededor de la violencia sexual.
La violencia sexual en El Salvador no se refleja con exactitud en ninguna estadística. La amenaza constante satura el ambiente y frena la denuncia.
El abuso sexual es tan generalizado desde la infancia que, en muchos casos, la violación se vive como parte del proceso de pasar a la vida adulta y quienes pueden, abandonan el País en búsqueda de seguridad antes de soñar con encontrar justicia en un sistema más habituado y caracterizado por la impunidad.
Abogadas especializadas en inmigración en Estados Unidos dicen que en el último año han detectado un aumento sustancial de mujeres y niñas centroamericanas que solicitan asilo después de haber sido víctimas de secuestros y violaciones. Y que sus relatos son similares a los ofrecidos por las mujeres que escapan de las guerras africanas.
“Vemos un aumento exponencial”, dice Lindsay Toczylowski, una abogada que trabaja en Los Ángeles para la organización Catholic Charities.
“Lo que sucede en Honduras y El Salvador es una evolución de la guerra de las pandillas. Se trata del mismo fenómeno que se da en otras situaciones de guerra a lo largo del mundo en las que se utiliza la violación como un instrumento para aterrorizar a la población”.
Además, los seis millones de habitantes de El Salvador ya están expuestos a la segunda tasa de homicidios más alta del mundo después de su vecino Honduras. En un País de lagos y volcanes, las fosas comunes se multiplican como lo harían los hongos silvestres tras una tormenta.
La mayor parte de la violencia del País lleva la firma de dos pandillas, la Mara Salvatrucha y el Barrio 18, creadas al sur de California por migrantes mexicanos y centroamericanos que luego se extendieron por El Salvador, Honduras y Guatemala cuando EU comenzó a deportar jóvenes a sus países de origen en los 90. Sus filas se han incrementado hasta contar con decenas de miles de miembros en cada uno de los países.
El criminalista Israel Ticas, que destapa e investiga fosas comunes para la Fiscalía, dice que en más de la mitad de las 90 fosas que ha excavado en la última década se ha encontrado con restos de mujeres y niñas asesinadas. “De estos casos hay cientos garantizados, si no miles. Nadie en el país lo sabe porque la mayoría siguen bajo tierra. Nadie ha sistematizado esta información”, dice.
La información recogida en sus cuadernos de campo, que complementa con entrevistas a testigos protegidos, ofrecen una ventana única al sórdido mundo del abuso sexual que las pandillas infligen a las mujeres salvadoreñas.
Abre uno de sus cuadernos y elige aleatoriamente un caso.
“El 7 de junio de 2013 en Santa Tecla, la novia de un pandillero reclutó a dos amigas para asistir a una fiesta. Los pandilleros sospecharon de la traición de una de ellas que habría hablado con una pandilla rival”.
“Ocho hombres las violaron. Primero asesinaron a dos de ellas con múltiples heridas de arma blanca. A una la mantuvieron viva durante 24 horas más pidiendo un rescate por ella. Cuando vieron que no iban a conseguir el dinero, la asesinaron también. Las desmembraron en pedazos a las tres. 12, 13 y 14 años”.
Ticas cierra el cuaderno y abre otro.
“27 de octubre de 2011. Colonia Montes 4. San Salvador. Una joven se acercó a un pandillero por curiosidad. Ella quería ser su novia. Tenía 16 años. Tuvieron sexo. Él se la entregó a su clica como premio. Las clicas tienen entre 10 y 15 miembros. La hicieron pedazos a machetazos después de violarla. Con el mango del machete le dejaron el cráneo hecho picadillo”.
“¿Cuántos más quieres?”, pregunta Ticas señalando una docena más de cuadernos inflados por el paso por el tiempo, por las fotos, notas y dibujos que se intercalan entre sus páginas.
En la escuela pública Joaquín Rodezno, en el centro histórico de San Salvador, cerrada a cal y canto y protegida por un guardia armado, seis adolescentes aceptaron hablar del tema sin hacer pública su identidad.
Viven en una zona controlada por pandillas. Cuando se les preguntó si conocían el fenómeno de las violaciones en grupo de las pandillas, tres de ellas dijeron conocer directamente a alguna víctima. “De eso no se habla. A quien le ha pasado eso, se lo calla”, dijo una de ellas.
Sandra, una joven de 18 años de la provincia de La Libertad, logró escapar. En Los Ángeles, donde espera que se resuelva su situación migratoria, y sin dar más datos que su nombre de pila, describió la violencia diaria a la que están sometidas las jóvenes salvadoreñas.
Primero una de sus compañeras de clase quedó embarazada de un pandillero. Después la prima de otra desapareció. Estaban sentadas en el parque cuando un carro aparcó frente a ellas y la llamó. Se subió y nunca más volvieron a verla.
Los pandilleros jóvenes participan en las violaciones colectivas y los asesinatos como parte de su proceso de aprendizaje de la ley del silencio, de su integración el grupo, de su falta de escrúpulos. Los barrios caen ante el terror de la amenaza y el mensaje que se les envía.
Cualquier niña podría ser la próxima.
“Son tuyas las jóvenes, son tuyas las calles, son tuyas las paredes, son tuyas las personas”, explica el antropólogo Juan Martínez.

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