En el ocaso del día, cuando las nubes se tornan rojizas, el Sol atraviesa el horizonte que separa el cielo y la tierra, desaparece de nuestros ojos y se oculta por el oeste del mundo terrenal para entrar al Tlalocan: un mundo subterráneo, lleno de abundancia, riqueza y fertilidad.
Por el Tlalocan, inframundo de la cultura teotihuacana, el Sol muerto avanza hacia el este, lugar sagrado donde se origina la vida, emana el agua y comienza el tiempo, y de donde el Sol sale para brillar de nuevo.
Tláloc, dueño de las aguas profundas y regidor del Tlalocan, aseguraba buenas cosechas y fertilidad en la tierra, pero también era responsable de las sequías y tormentas que la azotaban.
Fue por medio de una tormenta que, en octubre de 2003, el dios de la lluvia y el trueno abrió una oquedad de 83 centímetros en la plaza de La Ciudadela, en Teotihuacán, para mostrar su esplendor.
Sergio Gómez, arqueólogo que entonces encabezaba el proyecto de restauración de La Ciudadela, descendió con una cuerda hacia las profundidades del inframundo, un espacio que había permanecido oculto mil 800 años.
Trece metros abajo, el túnel se dirigía, por el occidente, hacia el templo de la serpiente emplumada, y, por el oriente, hacia el centro de la explanada de La Ciudadela. Por los dos lados, grandes bloques de piedras y tierra impedían su acceso.
Ni Sergio ni su equipo sabían a lo que se estaban enfrentando. Fueron años de estructurar ideas, hipótesis, estrategias de trabajo; de buscar la asesoría de expertos en distintas disciplinas y del protocolo de investigación, hasta que, en 2009, el INAH autorizó los recursos económicos para el “Proyecto Tlalocan, camino bajo la tierra”, uno de los trabajos arqueológicos más importantes del Siglo XXI en todo el mundo.

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Cercada por una pequeña reja a pocos metros de la pirámide de Quetzalcóatl, la entrada principal al inframundo se mantiene protegida con una carpa que funciona también como cuartel para Sergio Gómez y su equipo de trabajo. La entrada fue encontrada al oeste del primer boquete, por donde se esconde el Sol.
El calor de la superficie disminuye conforme se desciende hacia el vientre de la tierra. En el inframundo, 14 metros abajo, el clima se asemeja al de un centro comercial con aire acondicionado.
Para llegar al lugar sagrado, al final del túnel, hay que seguir un camino improvisado por tablas sobre los restos de 18 muros de tepetate con que los teotihuacanos clausuraron el lugar por primera vez entre el año 100 y 150 d.C., y que una segunda generación rompió parcialmente para reinaugurar las actividades rituales, posiblemente por cambios políticos y religiosos.
Las estructuras de metal, colocadas para evitar un derrumbe, se cubren de gotas de agua por la alta concentración de humedad en el subsuelo, que en el último tramo alcanza el 92%.
El agua también se adhiere a los gafetes colgados para identificar cada metro del túnel: uno, dos, tres, cuatro… 33, 34, 35, hasta el lugar donde avanzó en 2010 el “Tlaloque 1”, primer robot utilizado en una exploración arqueológica en América y segundo a nivel mundial después de “Djedi”, androide que entró a la Gran Pirámide de Egipto el mismo año.
Televisoras en México y el mundo transmitieron a través de los ojos del “Tlaloque 1” imágenes de grandes piedras labradas entre la tierra, colocadas intencionalmente para su segunda clausura.
Cuatro años después, ya con la tierra removida y el túnel despejado, la luz artificial deja ver pequeños brillos en las paredes y el techo: minerales como pirita, hematita y magnetita, que fueron molidos e impregnados a lo largo del Tlalocan para representar el cielo, parte de la geografía sagrada en el inframundo.
Hace casi dos milenios, los teotihuacanos iluminaban las miles de estrellas de la bóveda celeste con el fuego de sus antorchas mientras avanzaban en las procesiones rituales.
Hoy los arqueólogos avanzan por el mismo camino mientras los gafetes húmedos siguen la secuencia: 62, 63, 64, 65, hasta llegar a dos cámaras que, según la hipótesis de Sergio Gómez, funcionaron como lugares de preparación espiritual.
Dentro de las cámaras se encontraron cientos de pequeñas pelotas de hule de 15 hasta 25 centímetros de diámetro, que tuvieron un uso ritual asociado al juego de pelota, y esferas de pirita que podrían representar gotas de agua.
El olor a tierra mojada que se percibe desde la entrada se intensifica a partir de este tramo, a pesar de la presencia de un extractor de aire que elimina del túnel el radón, gas radiactivo provocado por el contenido de uranio en el subsuelo.
Por el camino que seguían aquellos que morían ahogados o fulminados por rayos hacia el paraíso terrenal, cientos de objetos son clasificados y formados en cajas frente a las cámaras de preparación, antes de ser llevados al exterior para su restauración.
Sección, capa, profundidad, número de objeto, fecha, son algunas de las especificaciones marcadas en la etiqueta de los objetos que aún se extraen del último tramo del túnel, el verdadero inframundo.

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De las profundidades del Tlalocan, al este, emanan las aguas divinas purificantes, que se conectan con el mar. Es ahí donde se genera el milagro de la fertilidad.
Para llegar, es necesario bajar dos grandes escalones entre el metro 73 y 75 del túnel, a 16 metros de profundidad. Los teotihuacanos encontraron aquí el manto freático que inundó con el agua de la tierra el último tramo del mundo subterráneo, representando sus lagos y ríos, y donde depositaron una de las mayores ofrendas de Teotihuacán.
Fueron las aguas profundas las que mantuvieron conservados casi cuatro mil objetos y fragmentos de madera, algunos problablemente usados como bastones de mando. Junto a ellos, grandes caracoles labrados de hasta 55 centímetros, procedentes del Golfo de México y el Caribe.
Metros más adelante, una cara con grandes fauces, orejeras circulares y dientes alargados apareció constantemente en la excavación. Era la representación de Tláloc en jarras de cerámica, encontrada en más de 11 mil fragmentos y algunas piezas completas.
Al explorar cada porción de tierra extraída en el túnel de La Ciudadela, los investigadores del “Proyecto Tlalocan” encontraron semillas de maíz, calabaza, amaranto, chile, tomate y frijol, mismas que Fray Bernardino de Sahagún, basado en la investigación de las costumbres mexicanas, describió en el Siglo XVI como los alimentos que abundaban en el Tlalocan.
Además, se encontraron otras especies como cacahuate, jitomate, tuna y jícama; esqueletos de 107 especies distintas de animales -casi la mitad de las especies que habitan hoy el Zoológico de Chapultepec- y polen de flores como el cempasúchil: “Flor de 20 pétalos”, icono de las fiestas de muertos desde la época Prehispánica y que sólo florece tras la temporada de lluvia.
En la última ofrenda, dos esculturas labradas en piedra y del tamaño de un bebé, hombre y mujer, esperaban paradas desde hace mil 800 años. Dos esculturas más permanecían acostadas a su lado.
Las cuatro portaban collares de cuentas con colgantes de jade imperial, procedente del río Motawa en Guatemala, y orejeras de pirita. Junto a ellas, se encontró una caja de madera con representaciones de dientes hechos en conchas.
Las esculturas serán protagonistas en la exposición principal del Museo Nacional de Antropología este año, donde se exhibirá parte de los objetos descubiertos en el Tlalocan.
Durante cinco años y medio que lleva el proyecto, se han removido cerca de 970 toneladas de tierra y piedras, revisadas “in situ” y cribadas para encontrar objetos como cuentas de pirita de hasta un milímetro, alas de escarabajo y piel probablemente humana.

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Una ciudadela es una fortaleza construida en el interior de una ciudad, y sirve para dominarla o para ser ocupada por las tropas.
Así nombraron los españoles al gran complejo arqueológico del sur de Teotihuacán, al que creyeron sitio militar prehispánico. Distintos arqueólogos han validado esa teoría y otros más lo han creído sede del poder político.?Sin embargo, los últimos hallazgos del “Proyecto Tlalocan” han proporcionado los elementos necesarios para plantear la hipótesis de que La Ciudadela era en realidad un santuario para reactualizar el mito de la creación original.
Mientras el arqueólogo Sergio Gómez realizaba trabajos de rehabilitación de La Ciudadela, mismos que desembocaron en el descubrimiento del inframundo, vio que el drenaje principal de ésta fue clausurado por los teotihuacanos con, por lo menos, 50 cuerpos humanos como una ofrenda.
Esto hacía que toda la superficie rectangular se inundara para recrear el mar primigenio, de donde emerge la montaña sagrada para el comienzo de los tiempos.
Debajo de la montaña sagrada, representada por la pirámide de Quetzalcóatl, se hallaba la cueva sagrada, el inframundo, habitado por las deidades creadoras encargadas de mantener el orden del universo.
A estos factores sagrados se suma el hallazgo de un espacio abierto al oeste de La Ciudadela con elementos arquitectónicos de una cancha de juego de pelota, probablemente construida al mismo tiempo que el Tlalocan, y destruida por los teotihuacanos tiempo después.
No había hasta hoy registros arqueológicos en Teotihuacán del juego de pelota, vinculado con la renovación de la naturaleza, la persistencia del ciclo cósmico del Sol, la muerte y el renacimiento.
Después de seis temporadas de trabajo, el equipo conformado por cerca de 35 personas entre arqueólogos, restauradores, dibujantes y trabajadores manuales, ha llegado a tres cámaras al final del túnel.
“La hipótesis es que podemos encontrar un depósito funerario, pero como hipótesis es algo que tenemos que seguir trabajando, y para corroborarlo completar la excavación”, comenta Sergio Gómez desde el lugar donde ha estado la mayor parte de su vida.
Fue un año después de alcanzar la mayoría de edad que el arqueólogo llegó a Teotihuacán para manejar el banco de datos de una investigación. La historia de la ciudad más grande e influyente de Mesoamérica lo hizo dejar sus estudios de Psicología en la UNAM y adentrarse en el mundo de la Arqueología.
Conjuntos arquitectónicos, producción artesanal, interacción étnica, escritura y lengua son algunos de los rubros que el egresado de la Escuela Nacional de Antropología e Historia ha trabajado desde antes de que Teotihuacán fuera declarada Patrimonio de la Humanidad en 1987.
Durante cinco años y medio explorando el Tlalocan, los jóvenes arqueólogos Jorge Zavala y Alejandra González han sido la mano derecha de Gómez para llegar hasta el lugar donde se cree encontrar los restos de gobernantes que en aquellos tiempos se pensaron dioses y reprodujeron en la Tierra la forma como se concebía el cosmos.
De cumplirse la hipótesis en la zona arqueológica más visitada en México -en 2014 recibió dos millones 270 mil visitas-, se podrá entender mucho mejor aspectos relacionados con el pensamiento religioso y la ideología de los antiguos pueblos mesoamericanos.
La manifestación de Tláloc va más allá de la ciudad donde los hombres se convirtieron en dioses. Es redescubrir Mesoamérica.

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