El deslizamiento de la plancha de acero lo devolvió a la realidad. No acababa de salir de su aturdimiento al ver muerta a Teresa, cuando el fiscal ordenó abrir la otra gaveta.
Juan Lavín volteó y le costó trabajo reconocer al odioso de El Chuvi transformado en un despojo humano. Le faltaba medio rostro y presentaba el tronco hecho un desastre: músculos desgarrados, vísceras y tejidos de fuera, costillas rotas y astilladas. Parecía un maniquí de cera o un cuerpo plastificado fuera del museo, en el mejor de los casos un enfermo terminal recién salido de la regadera. Brillaba su palidez como si sangre nunca hubiera corrido por sus venas. Lucía limpio. El ojo que aún conservaba reflejaba un susto enorme; la cara o lo que quedaba de ella, asombro. Aunque el espacio para inscribir su nombre aún permanecía en blanco, una etiqueta con su media filiación le colgaba del dedo gordo de uno de los pies.
Juan se desinteresó del reporte preliminar que, con ritmo y entonación de niño gritón de la lotería, leyó el empleado del Servicio Médico Forense (Semefo) que los acompañaba. Una letanía de términos anatómicos expresada con la emoción de quien ve en los cadáveres simple materia de trabajo y la próxima quincena. En breve, el cuerpo de El Chuvi semejaba una coladera de cocina con la malla rota por quince impactos, medio cargador de un fusil de asalto, además de cuatro disparos de una pistola nueve milímetros, munición suficiente para anestesiarlo por el resto de los días. El señor Mijaíl Kaláshnikov, padre del AK-47, podría henchirse de orgullo: una vez más, uno de los cien millones de fusiles, producto de la industria de su ingenio, puso en alto su nombre mostrando su funesta eficacia.
Tampoco el fiscal especial adscrito al caso, el licenciado Sayas, le prestó mayor atención al informe técnico forense: el olfato lo instaba a concentrarse en el otro cuerpo, el de la primera gaveta que seguía expuesto en la plancha, indiferente al frío y al estupor con que Juan Lavín lo miraba con fijeza. El empleado regresó sobre sus pasos y rindió el parte correspondiente a ese otro cadáver: adulto joven del sexo femenino, con edad aproximada de entre treinta y treinta y cinco años; complexión delgada; un metro con setenta y cinco centímetros de estatura; ojos color ámbar; cincuenta y nueve kilogramos de peso; cabello largo, castaño claro.
El cuerpo de Teresa acusaba un solo orificio. Un tiro limpio, con trayectoria antero-posterior sobre la caja torácica, en la base del seno izquierdo, directo al corazón con salida por la espalda, poco abajo del omóplato. Un disparo hecho a corta distancia que, en un acto desesperado e inútil, la víctima quiso detener con la mano izquierda, perdiendo dos dedos y parte de la palma, conjeturó el técnico, quien aventuró una hipótesis no descabellada aunque incierta: dos sicarios se encargaron de la ejecución, uno con arma corta y otro con arma larga, apoyados por un tercero que de seguro garantizó la huida, aguardándolos al volante de un vehículo con el motor en marcha.
Hasta ese momento, lo único cierto: la pistola relacionaba los dos cuerpos. El rayado de las ojivas denunciaba que del mismo cañón habían salido los proyectiles: uno para ella, cuatro para él, que recibió además el fuego granado del fusil. Otra certeza, obvia por lo demás, haber encontrado ambos cuerpos juntos en la esquina de Insurgentes Sur y Providencia, al pie de las vitrinas blindadas de una joyería de renombre.
El técnico forense volvió a las andadas. A su parecer iban por él, no por ella. A la mujer la mataron por haber visto a los sicarios.
-¡Basta de suposiciones! ¡Limítese a reportar los datos duros! -lo reprendió el fiscal Sayas.
Tontería establecer y explicar la relación entre ellos y el móvil del doble homicidio, a partir de simples conjeturas.

* * *

El resplandor deslumbró a Juan. El alumbrado de la sala donde conservaban los cuerpos era incandescente, el tipo de iluminación que en lugares carentes de luz natural borra toda noción del tiempo, emparenta la noche con el día, aplana fondos y elimina matices. Semejante a la de las boutiques o los almacenes departamentales donde los colores de la ropa cambian de tono y engañan a la vista. Electricidad que encandila y que, en las nuevas instalaciones del Semefo, se reflejaba con intensidad sobre la loseta plástica del piso, haciendo todavía más brillosa, grande y fría la sala con las gavetas empotradas en la pared.
A Juan Lavín lo asombró el sobrecogimiento que lo invadía. Tontamente, se creía inmune al dolor de la muerte. La cobertura periodística de conflictos armados donde los cadáveres formaban parte del paisaje y la cotidianidad, le generó la ilusión de haber domesticado esa experiencia. A no pocas personas vio empalidecer, mientras derramaban la vida a borbotones en las plazas o en el campo hasta componer charcos de sangre en el suelo, y se supuso vacunado. Por eso lo turbó sentir la muerte tan cerca, en sólo otras dos ocasiones lo había sacudido del mismo modo. Se abotonó el saco, metió las manos en los bolsillos del pantalón y apretó los brazos contra el cuerpo. Sintió frío, un inesperado chiflón en la espalda.
Nunca había pisado una morgue y, de repente, cobró conciencia de su significado: en ese enorme refrigerador de carnes frías se almacenaba a los muertos en condición de cadáveres sin dueño; no personas fallecidas, simples cuerpos u occisos sujetos a investigación y reconocimiento. Costales de ausencia, cuyo peso caía de golpe sobre el lomo de quien al final tuviera que cargar con ellos. Seres degradados, que más allá del afecto o desafecto que se les hubiera dispensado en vida, ahí calificaban de desconocidos y suscitaban una sensación de extrañeza y de distancia. La causa de su deceso, sujeta a aclaración, no justificaba pena alguna ni asomo de tragedia. Simples fiambres.
Tal atmósfera de burocrática indiferencia le vino bien a Juan. Quería ocultar su desgarre interno, esconderlo de la suspicacia del fiscal que observaba cada uno de sus gestos y escuchaba sus palabras o expresiones con la agudeza del cazador que estudia con detenimiento a su presa antes de ir por ella.
En la imaginación de Juan, el Semefo debería de ser un lugar sórdido, sucio y maloliente, pero no. Recién inauguradas, las instalaciones pasaban por una limpísima bodega de cadáveres, un depósito donde los cuerpos urgían una lágrima, un sollozo implorando ser reivindicados como muertos. Intentó mantenerse inconmovible, guardando sus sentimientos aun cuando no tuviera un estuche para ellos.
El único sonido perceptible, casi rítmico, provenía de una gota de agua que escapaba de una llave mal cerrada o con un desperfecto en el empaque. El goteo dimensionaba el tamaño del vacío, estrellándose contra la tarja de acero inoxidable del vertedero. Juan sólo oía el tañido del agua al caer, el rumor sordo del motor de los refrigeradores y, por unos instantes, el repiqueteo inútil de un teléfono de pared que nadie contestó.
La luz, el frío y los ruidos se le grabaron.

* * *

Juan hubiera agradecido un rato a solas con Teresa. Unos minutos de privacidad sin la mirada del licenciado Sayas clavada encima ni la insoportable indolencia del técnico forense, un profesional en mascar chicles. En verdad a solas, fuera del alcance del lente de las cámaras de seguridad que, colgadas del techo, abrían y cerraban el diafragma de su indiscreción a control remoto, a capricho del invisible operador en turno.
Nada extraordinario el deseo. Juan quería recorrer con la yema del índice el cuerpo de Teresa: de la raíz del cabello a la planta de los pies. Intentar memorizarla, repasarla como un ciego ejercita la lectura y tatuarla en el recuerdo. Recorrerla igual que muchas otras veces, decidido a no olvidarla. Reprimiría el rito establecido entre ellos, cuando partía antes del amanecer: el de despedirse en silencio, frotando con ternura la nariz contra su cuello, bajo la oreja, llevándose su olor a donde fuera y ser correspondido con un suspiro dulce, tramposamente quejumbroso, rogándole permanecer. Tal cual sucedió esa madrugada cuando se levantó de la cama y salió del departamento con rumbo a su propia casa. Una madrugada semejante a muchas otras, que ni por asomo presagiaba un lunes con un final tan negro: de pie a su lado, mirándola desnuda, recostada sin motivo, pidiéndole al técnico forense abandonar la intención de girar el cuerpo bocabajo con el propósito de ver el orificio de salida del disparo que, por las balas expansivas, anunciaba un cráter descomunal muy distinto al lunar que la perforación le estampó en el pecho. ¿Qué necesidad verla de espaldas, si de frente la ausencia era la misma?
En ese rato a solas le pondría a Teresa su saco encima con el objeto de espantarle el frío, aunque no le hablaría como si pudiera escucharlo todavía. Estéril confesarle lo mucho que la echaría de menos, porque ella no ignoraba cuánto la necesitaba e incluso abusaba de ello. En vano también decirle que su muerte zanjaba las disputas entre ellos y los reparos a algunas de sus actitudes. A la tumba con ella, desahogos y arrepentimientos. No, no le confesaría lo uno ni le diría lo otro. Menos le revelaría cómo adivinó donde encajaban cada una de las piezas de su biografía y, por lo mismo, cómo descubrió el armado del rompecabezas de la relación entre ellos: templo de su fervor y arena de sus pleitos, amor surcado por silencios, gritos, susurros y conversaciones, fiesta y funeral de sentimientos. No, permanecería en silencio. Ningún sentido restarle misterio y encanto a esa historia compartida que, con toda su dificultad, resumía una vida rica y plena.
No hubo ese rato, y no lo hubo porque pedir tregua alertaría al fiscal Sayas de un arcón de confidencias que, de oficio, exigiría vaciar en una declaración formal, asentada en actas. Testimonio imposible de rendir sin resbalar en contradicciones y titubeos. Confesión colmada de verdades, medias verdades, medias mentiras y mentiras completas, fiel a una realidad compleja, difícil de explicar en cualquier circunstancia; con ella muerta, inverosímil por entero y alimento completo de sospechas. Nada de pedir un minuto a solas con Teresa.
Lo conveniente, identificar el cuerpo y reclamarlo sin mostrar interés exagerado, con el desapego y el desgano de quien regresa a la taquilla del cine a indagar por un suéter o un llavero, días después de su extravío.

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