Los lobos del Vaticano, aquellos sectores poderosos de la Curia que acosaron a Benedicto XVI hasta lograr su renuncia en febrero de 2013, han regresado.
Desde entonces habían permanecido agazapados, contemplando no sin cierto disgusto los intentos de apertura de Francisco hacia las nuevas familias o ese discurso social suyo, tan poco académico, que ha logrado recuperar la confianza de muchos católicos en su Iglesia y la mirada hacia Roma de los principales líderes mundiales.
Pero ahora, justo cuando Su Santidad pretende arrojar luz de una vez por todas sobre las finanzas vaticanas -aprobando severas leyes internas de transparencia y negociando con el Gobierno italiano el fin del Vaticano como paraíso fiscal-, aquellos lobos del poder y el dinero están intentando evitarlo con las mismas armas que usaron contra Joseph Ratzinger: la filtración de documentos envenenados para sembrar la duda y la división entre el Papa y sus ayudantes.
Si, como ya denunció L’Osservatore Romano, Benedicto XVI era “un pastor rodeado por lobos”, el Santo Padre es, sencillamente, un hombre solo, tal vez ahora más solo que nunca.
Los miles de fieles que, cada miércoles y cada domingo, abarrotan la plaza de San Pedro -en tiempos de Benedicto XVI había que fletar autobuses de jubilados con bocadillo incluido- no se pueden imaginar hasta qué punto el Papa sigue aislado y solo ante la resistencia de poderosos sectores de la Curia.
Ya no se trata de la oposición manifiesta de los conservadores ante el intento de apertura del Papa hacia divorciados vueltos a casar o parejas gays. Ahora se trata de evitar que Su Santidad  y el hombre que trajo para poner fin a la bacanal financiera, el cardenal australiano George Pell, logren su objetivo de convertir al Instituto para las Obras de Religión, banco vaticano en lo que no ha sido nunca, una institución transparente.

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