Armando Huezo, un zapatero de 78 años, arrastra con dificultad sus pies enfundados en unas zapatillas negras brillantes. Como cada domingo, baja las escaleras de la Catedral Metropolitana de San Salvador para llegar al sótano donde se encuentran los restos de monseñor Óscar Arnulfo Romero, declarado mártir por el papa Francisco y próximo santo de la Iglesia católica romana.
Frente a un monumento de bronce de 2.5 metros de largo, por 1.80 de ancho, que simula a Romero subiendo al cielo, el anciano se arrodilla, se persigna y llora.
En el sótano oscuro y caluroso, que hasta el año 2000 estuvo cerrado al público, hay afiches y frases enmarcadas de las homilías que pronunciaba Romero antes de que los escuadrones de la muerte lo asesinaran, el 24 de marzo de 1980, mientras oficiaba una misa.
-Querían que olvidáramos su memoria -dice Teresa Alfaro, una laica que junto a otras mujeres pugnó en el año 2000 para abrir el sótano que ahora es conocido como la “Parroquia de abajo”.
Todos los domingos a las 10:00 horas, en el sótano se oficia una misa frente al monumento de Romero.
Aunque en el salón principal de la catedral se ofician otras misas en el transcurso del día, Armando Huezo -al igual que muchos salvadoreños-prefiere ir a la “Parroquia de abajo”, con todo y la dificultad para bajar las escaleras.
-Éste es nuestro santo, san Romero de América. Nunca me perdí sus misas -dice, señalando el monumento.
Las homilías dominicales de Romero se convirtieron en verdaderos actos de denuncia pública de asesinatos, desapariciones y torturas cometidas por el régimen militar.
Quienes no cabían en la catedral, escuchaban al religioso por la YSAX, la radio del Arzobispado, que arrasaba en audiencias: 75 por ciento de la población campesina y el 50 por ciento de la capital la sintonizaban en el momento de la misa.
Por 20 años, la Conferencia Episcopal Salvadoreña lidió con la sombra de Romero asesinado, y lo mantuvo oculto en este sótano.
-Para el año 2000, cuando se cumplieron los 20 años del martirio de Romero, nosotros peleamos para que esto se abriera -relata Teresa Alfaro.
-Era una bodega llena de ripios, tiraban aquí lo que no servía, había puro polvo, olía a orines, la cúpula jerárquica nunca le dio su lugar -describe.
Amor y odio

Es domingo 1 de marzo. La liturgia empieza con los cantos de la misa campesina, inspirada en la Teología de la Liberación y universalizada por el cantautor nicaragüense Carlos Mejía Godoy.
También se entonan otras canciones católicas:
“Por aquellos que esclavizaron negros… por aquellos que exterminaron indios… y por los misioneros que callaron, ¡Cristo, ten piedad!”, cantan dos mujeres, guitarra en mano, mientras hacen coro un grupo de campesinos y turistas sentados en sillas blancas de plástico.
-Soy católica por él, no creo en los dogmas de la Iglesia -enfatiza Ruth Rivas, una abogada de 51 años y voz principal del dúo encargado de las canciones.
-Nunca podría cantar allá arriba, yo canto aquí abajo porque monseñor siempre estaba con los de abajo -remata.
Cuando dice “allá arriba”, Rivas se refiere a la parte principal de la Catedral, donde las misas son oficiadas por el arzobispo de San Salvador, José Luis Escobar Alas, y la plana mayor de la Diócesis.
En las misas del sótano no hay sacerdote asignado.
-Nosotros tenemos que andar invitando, ver qué sacerdote quiere venir a darnos la misa, siempre quienes vienen son sacerdotes progresistas -explica Teresa Alfaro.
-A nosotros nos interesa saber qué es el evangelio y cómo lo predicaba monseñor. Allá arriba la prédica es bastante superficial. Hay un poco de acomodamiento y no son como Romero, que no le tuvo miedo a la muerte -añade el zapatero.
La diferencia entre las dos misas es abismal: arriba se prohíben los teléfonos celulares encendidos, la ropa “inadecuada” y la venta de objetos.
Abajo no hay prohibiciones. Se venden libros sobre los religiosos asesinados entre 1977 y 1990. Los campesinos llegan con botas, sombreros o chanclas.
La historia de las dos misas es bastante peculiar, según el Obispo auxiliar de San Salvador, Gregorio Rosa Chávez, muy cercano a Romero.
-Nació en un contexto polémico cuando había un arzobispo (Fernando Sáenz Lacalle, quien ostentaba el rango honorario de general del Ejército) que nunca hablaba de monseñor Romero. Entonces, para que su memoria no se perdiera, se hace la misa de la cripta, que es oficiada por sacerdotes progresistas, los más rebeldes por decir así… es una misa en otro tono, donde está presente siempre la problemática del momento -explica Gregorio Rosa.
35 años después de su asesinato, cuando está a punto de ser beatificado (la ceremonia está prevista para el 23 de mayo próximo), Óscar Arnulfo Romero divide a los salvadoreños. Menos que antes, pero todavía los divide.
En el Centro Histórico Óscar Arnulfo Romero, que monjas carmelitas mantienen en el sitio donde fue asesinado el Arzobispo, un sacristán de una iglesia del occidente del país cuenta que, en su parroquia, todos los Domingos de Ramos sacan a la procesión una imagen de Cristo crucificado junto a otra imagen, la de Romero, labrada en madera.
-Y se siente la división de la feligresía -añade el sacristán- por lo menos la mitad de la iglesia cree que no deberíamos tener la imagen de monseñor.
-Yo he escuchado cuando dicen: ¿qué tienen haciendo a ese ahí? Sobre todo la gente de derecha; los pobres están encantados con la imagen- agrega.
Romero genera odio y amor.
-Con él no ha habido término medio -dice el periodista vasco-salvadoreño Roberto Valencia, autor de Hablan de Monseñor Romero, un libro sobre la vida del religioso.
-Basta que leas los comentarios de los lectores al pie de las notas periodísticas que se escriben de él para que te des cuenta del amor y el odio que le pregonan -sentencia Valencia.
No obstante, el obispo auxiliar de San Salvador, Gregorio Rosa Chávez, cree que, hoy en día, Romero está uniendo al pueblo salvadoreño.
-Cuando uno está oyendo confesiones, escucha a gente que llega a pedir perdón a Dios porque lo acusó injustamente, lo calumnió, porque creyeron la mentira que se decía de él. Hay gente que llega a pedir perdón a su tumba y al sitio donde murió -afirma.
Lo menos que el régimen militar dijo de Romero fue que era comunista y que los jesuitas lo manipulaban.
Valencia recuerda que, en aquellos tiempos, tener una foto de Romero en la sala de la casa convertía al dueño en objetivo de los escuadrones de la muerte.
-Desde que el Papa Francisco habló, cambió la perspectiva de mucha gente -afirma el obispo auxiliar- hay un artículo bellísimo que se llama Perdón, monseñor, perdón, de un hombre de Arena (Alianza Republicana Nacionalista, el partido de la derecha), miembro del Opus Dei, en el que reconoce cómo mucha gente lo juzgó y cómo mucha gente no lo conoció. Eso refleja la evolución que se está dando.
El Papa argentino declaró mártir a Romero el pasado 3 de febrero y declaró que el religioso fue asesinado por odio a la fe.
-Ya en Roma se está hablando de quién sería el cardenal que vendrá a representar al Papa. Queda después pendiente la canonización, por ser mártir no necesitamos que se comprueben milagros de monseñor Romero para que sea beatificado ni para que sea canonizado -explica Rosa Chávez.
Sin embargo, monseñor todavía genera rechazo. A inicios de marzo, la estatua del religioso, ubicada en la Plaza Las Américas de El Salvador, apareció mutilada. La mano derecha de la estatua, que sostenía una cruz, fue arrancada.
Para otros es un santo que hace milagros.
Margarita Herrera conoció a Romero cuando ella trabajó como locutora en la YSAX. Venía de una familia de clase media alta y trabajaba con los jesuitas. Después del crimen de Romero se asiló en México, pero en una ocasión, cuando sus hijas de 15 y 17 años vacacionaban en El Salvador, cayeron en manos de los escuadrones de la muerte.
Aunque Herrera no es religiosa, asegura que quien libró a sus hijas de la muerte fue Romero.
-Te juro por Dios que yo sentí la presencia de Monseñor y le dije: “te suplico que me las regreses vivas”. Quien me sostuvo fue monseñor y a los tres días, por pura influencia gringa y de mi familia, los escuadrones reconocieron que estaban vivas, en muy malas condiciones pero vivas. Ahora, cada que las veo a ellas, recuerdo a monseñor -expresa llorando.
Baño de sangre

Antes de que un francotirador le disparase en el corazón mientras oficiaba una misa, monseñor Óscar Arnulfo Romero viajó hasta el municipio de Santa Tecla para confesarse con el sacerdote jesuita Segundo Azcue.
El lunes 24 de marzo de 1980, un carro Volkswagen rojo llegó a las 18:30 horas hasta la pequeña capilla del hospital La Divina Providencia de San Salvador -donde aún se atienden enfermos de cáncer-, dirigido por monjas carmelitas. Se estacionó frente a la iglesia y desde la ventana de atrás un tirador disparó certero en el corazón del Arzobispo. Quedó en un charco de sangre frente al altar.
Un día antes de su muerte, en su acostumbrada homilía dominical, Romero había sido frontal con el régimen: “yo quisiera hacer un llamamiento de manera oficial a los hombres del Ejército. Hermanos: son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice No matar en nombre de Dios, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios, ¡cese la represión!”.
Para entonces ya habían varios grupos guerrilleros marxistas que más tarde conformarían el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), hoy en el poder.
El gobierno militar, en busca de exterminar a la guerrilla, mataba a campesinos y a curas progresistas, acusados de incentivar la violencia. La única voz que denunciaba la violación de derechos humanos era la de Romero.
Lo que siguió fue un baño de sangre en el sepelio del “obispo de los pobres”. La plaza frente a la Catedral de San Salvador se atestó de gente. Se calcula que 250 mil personas llegaron a despedir a Romero. Portaban fotos del arzobispo asesinado en todos los tamaños. Coreaban consignas.
Adentro de la catedral, donde no caben más de 3 mil personas de pie, cuando el representante del Papa, cardenal Ernesto Corripio Ahumada, arzobispo de México, estaba parafraseando una enseñanza de Romero (“la violencia no puede matar la verdad ni la justicia”), estalló una bomba. Los que estaban en la plaza comenzaron a ser blanqueados por francotiradores y la gente comenzó a correr.
Cuarenta personas murieron aquel día, la mayoría mujeres ancianas asfixiadas dentro de la catedral cuando huían de los francotiradores y las bombas. Se contabilizan más de 200 heridos.
Con la muerte de monseñor Romero, se abrió un capítulo de sangre en El Salvador: una cruenta guerra civil con 70 mil muertos. Ejército y guerrilleros se fueron a la guerra que Romero quiso evitar.

Juan Pablo II lo ignoró

Romero no era un intelectual. Era sobre todo un religioso tradicional y conservador que hasta antes de 1977 perseguía a sacerdotes progresistas.
Nació en 1917, en el municipio de Ciudad Barrios, San Miguel, fronterizo con Honduras. Su padre era telegrafista y su familia, de clase media.
Fue ordenado sacerdote en Roma cuando tenía 24 años y, en 1970, el Papa Pablo VI lo nombró obispo Auxiliar de San Salvador.
Cuatro años después fue nombrado obispo de la Diócesis de Santiago de María -la más pequeña y pobre de El Salvador- y, en 1977, arzobispo de San Salvador. Paradójicamente, en ese momento el sector progresista de la Iglesia católica salvadoreña lo vio con malos ojos, pues su favorito era monseñor Arturo Rivera y Damas.
Pero Romero cambió radicalmente cuando los escuadrones de la muerte asesinaron a su amigo el sacerdote jesuita Rutilio Grande, párroco de una comunidad rural llamada Aguilares, a donde el religioso había llegado a formar las Comunidades Eclesiales de Base.
Romero fue a Aguilares y encontró el cadáver tirado en el piso de la iglesia, con el cuerpo agujereado. De aquella Parroquia, salió con dos ideas: el domingo siguiente al asesinato se celebraría una misa única en la catedral y ninguna parroquia abriría sus puertas. Además, le anunció al régimen militar que no participaría en ningún acto oficial del gobierno mientras no se investigara el crimen del padre Grande. Lo que finalmente cumplió.
El nuncio apostólico se opuso a la medida, pero ni eso pudo hacer que Romero cambiara de opinión.
Los tres años de Romero al frente del Arzobispado fueron difíciles. Los escuadrones de la muerte asesinaron a 14 sacerdotes, y la Conferencia Episcopal -compuesta por seis obispos, incluyendo a uno que era coronel del Ejército- siempre estuvo en su contra. El único obispo que lo apoyaba era monseñor Rivera y Damas que a la postre se convirtió en su sucesor.
En 1979, María López Vigil trabajaba como periodista en Madrid, España, y escribió en El País un reportaje sobre la conferencia de Obispos de Puebla. El texto lo enmarcó en lo que estaba viviendo la iglesia salvadoreña y en el último asesinato de un sacerdote diocesano llamado Octavio Ortiz.
López Vigil metió en un sobre un ejemplar del diario, el dinero que le habían pagado por el artículo y una carta para monseñor Romero, y envió el paquete a El Salvador. En mayo de ese mismo año, el religioso salvadoreño hizo escala en Madrid después de un viaje a Roma y la llamó para decirle que quería conocerla. La periodista acudió emocionada a la cita.
Después de saludarla, le dijo: “quiero que me ayude a entender qué ha pasado en El Vaticano”.
Romero había pedido una audiencia con el Papa Juan Pablo II, pero cuando llegó a Roma no le habían confirmado la reunión. Madrugó para apostarse en primera fila en la audiencia general y, cuando pasó, le dijo al Papa: “soy el arzobispo de San Salvador y necesito hablar con usted”.
La periodista narra que Romero le mostró a Juan Pablo II cartelones que decían: “Haga patria, mate un cura”, y otros donde se le acusaba de estar endemoniado, pidiendo que fuera a exorcizarlo.
-Santo Padre, aquí podrá usted leer toda la campaña de calumnias contra la Iglesia y contra mi persona que se organiza desde la Casa Presidencial -le dijo Romero.
Juan Pablo II le dijo que no tenía tiempo para leer tantos papeles.
A su regreso a San Salvador, las amenazas en contra de Romero llegaron hasta el Arzobispado en forma de cartas anónimas donde lo acusaban de comunista. A veces sólo llegaba una hoja en blanco con una mano negra pintada.
Once meses después de aquella conversación en El Vaticano, un ultraconservador y católico que dirigía los escuadrones de la muerte, llamado Roberto d’Aubuisson, mayor retirado del Ejército, planeó el asesinato de Romero.
Fundador del derechista partido Alianza Republicana Nacionalista (Arena), que por 20 años se mantuvo en el poder en El Salvador y hoy es la segunda fuerza política del país, D’Aubuisson murió de cáncer en 1992, en total impunidad.
Una Comisión de la Verdad de Naciones Unidas determinó que fue el autor intelectual del asesinato de Romero y, también, quien dirigió los escuadrones de la muerte con la complicidad del Estado salvadoreño.

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