Cuando pienso en los escritores que adoré en mi juventud, durante los años setenta y ochenta, casi acabo por concluir que ganar el Premio Nobel de Literatura no debe ser tan difícil, porque casi todos ellos han ganado uno: García Márquez, Bellow, Morrison, Coetzee, Naipaul, Grass y, en 2010, el más joven y el único sobreviviente de la generación del “boom” latinoamericano, Mario Vargas Llosa.
No digo esto para afirmar que soy un profeta en nominaciones al Nobel, sino para señalar lo inútil que resulta atribuirle algún sesgo de izquierdismo políticamente correcto a la Academia de Suecia, ya que al menos tres de mis favoritos -Bellow, Naipaul y Vargas Llosa- son tan políticamente correctos como Margaret Thatcher.
A los tres se les relaciona con la derecha cultural y política, en particular a Vargas Llosa, quien contendió seriamente por la presidencia del Perú y es probable que hoy sea el más destacado intelectual conservador, en parte debido a las columnas de opinión que publica en el diario El País.
En la vida que habito fuera de la lectura de novelas (a la que a menudo irresponsablemente llamo “realidad”), las incursiones políticas de Vargas Llosa algunas veces han llegado a exasperarme, lo mismo que a enardecerme. Sin embargo, nada de eso importa cuando tomo una novela recién publicada de Vargas Llosa.
Su novela más reciente (publicada en marzo en inglés por Farrar, Straus & Giroux) se titula “El héroe discreto” (“The Discreet Hero”) y hace referencia no a uno, sino a dos de sus personajes centrales, quienes alternan su aparición entre un capítulo y otro y viven en ciudades peruanas alejadas entre sí: Felícito Yanaqué, un hombre que se ha forjado a sí mismo, dueño de una empresa de transportes en la ciudad provincial de Piura, y Don Rigoberto, un sofisticado hedonista que ha aparecido en otras dos novelas de Vargas Llosa, quien funge como exitoso gerente de una importante compañía aseguradora de Lima, propiedad de su amigo de toda la vida, el octogenario Ismael Carrera.
Tanto Felícito como Don Rigoberto se benefician de un Perú en plena bonanza, con estabilidad política y democrático. “Ésta es una buena época para Piura y para el Perú […]. Ojalá nos dure, toquemos madera,” dice un personaje a su primo, el sargento Lituma (personaje recurrente en novelas anteriores de Vargas Llosa), quien acaba de regresar al barrio bajo de su juventud en busca de un sospechoso: donde antes había “caos” y burdeles ahora había “calles rectas y paralelas […] El barrio se había adecentado, vuelto anodino e impersonal”. Lituma, un policía que decía nunca haber “pedido una sola coima a nadie”, encontró el próspero taller mecánico de su primo en el mismo sitio en el que anteriormente se encontraba la humilde casa de la familia.
En entrevistas, Vargas Llosa ha afirmado que “El héroe discreto” es su novela más optimista. En el Perú contemporáneo, hasta los residentes del barrio pobre de la infancia de Lituma pueden prosperar siempre y cuando trabajen duro.
Pero como lo indica la presencia del policía, estos no son buenos tiempos para todos. Las fechorías y la delincuencia, incluso la violencia, amenazan a Felícito y a Don Rigoberto. “Esta es una de las más importantes funciones de la literatura: recordar a los hombres que, por más firme que parezca el suelo que pisan y por más radiante que luzca la ciudad que habitan, hay demonios escondidos por todas partes […]”, esta frase, del ensayo de Vargas Llosa lleno de admiración sobre “Trópico de Cáncer” de Henry Miller, bien podría reflexionar sobre “El héroe discreto”.
Tanto Felícito y Don Rigoberto están siendo extorsionados. Felícito recibe cartas firmadas con un dibujo de una araña, en las que se le exige pagar $500 mensuales como cuota de protección o enfrentar las consecuencias. Por su parte, Don Rigoberto se encuentra ante un chantaje mucho más complejo, pero igualmente amenazante. Su jefe, el viudo Ismael, se casó con su empleada doméstica, mucho más joven que él, y se fue a Europa. Ismael dice que la relación lo rejuvenece, pero que también se ha casado por “rencor […] hacia las hienas”, sus decadentes, peligrosos y vividores hijos mellizos, que sospecha desean verlo muerto para poder heredar su fortuna.
Como Don Rigoberto fungió como testigo del matrimonio, los mellizos quieren que testifique que su padre fue manipulado para declararlo incapaz. Con ayuda de sus abogados, los mellizos están retrasando la tan esperada jubilación de Don Rigoberto y el viaje por Europa que éste ha planeado con su esposa, incluso lo amenazan con acusaciones inventadas de haber desfalcado la empresa de Ismael, su padre.
“El héroe discreto” no es sólo una historia detectivesca. Al igual que con los personajes, también se divierte reuniendo generos que asociamos con Vargas Llosa. Aquí hay huellas de la “novela total” que busca representar a toda una sociedad, como sucede en “Conversación en La Catedral”, otra de las grandes obras maestras de Vargas Llosa, que es una intensa, compleja, apasionantemente viva y oscura novela política sobre Perú en una época en la que este país no le inspiraba mucho optimismo a nadie.
En esta novela, Vargas Llosa con frecuencia incluye divertidos ecos de juguetonas novelas eróticas -imaginemos a Homero y Morticia Addams, pero más subidos de tono -que escenifican Don Rigoberto y su segunda esposa, Lucrecia, la sexy madrastra seducida por el malévolo, hermoso y joven Fonchito, producto del primer matrimonio de Rigoberto. También se encuentran ecos, aunque menos cómicos, del melodrama telenovelezco “La tía Julia y el escribidor”.
En la mayor parte de esta novela Vargas Llosa mezcla estos disparatados elementos con maestría, recurriendo a su familiar estilo grandilocuente. El libro resulta divertido, uno da vuelta a las páginas con deleite; nos da mucho que pensar y admirar, ya que durante la mayor parte de su extensión nos absorbe de la manera en la que deseamos que una novela lo haga. Por supuesto, en su versión en inglés, una buena parte de su fuerza y maravillosa energía verbal se debe claramente a la magnífica traducción de Edith Grossman, la admirada traductora de grandes libros en español.
No obstante, como su título sugiere, “El héroe discreto” es también una suerte de moraleja, por lo que podemos inferir que podría tener un objetivo didáctico. El libro pregunta qué conforma a un héroe discreto, o a dos. Felícito es un cholo, criado por su padre campesino, que pasó su vida entera “trabajando como un esclavo, sin tomarse jamás una vacación”. Entendemos que este es un rasgo que deberíamos admirar y claro que lo hacemos. Felícito también tiene un lado casi místico, con una mulata amiga suya que le augura ambiguas profecías que siempre se vuelven realidad y que también dan señales inminentes sobre el desarrollo de la trama.
“Los seres humanos, cada persona, somos abismos llenos de sombras”, exclama un sacerdote en la novela y está claro que Felícito tiene sombras; tiene razones para dudar de que su hijo mayor, de piel blanca, sea suyo en realidad. Y considera a su hacendosa mujer de baja cuna “como uno de los muebles”; además, Felícito se ha enamorado de Mabel, quien por su edad podría ser su hija. Ella es el tipo de prostituta, o semi-prostituta – la diferencia sí importa en esta novela – que “tenía que sentir al menos alguna simpatía por el hombre, y, además rodear el cache […].” Felícito solloza cuando por fin hacen el amor: “Hasta ahora yo no sabía lo que era gozar, te lo juro”; Mabel ocupa “la casa chica” que compra Felícito, quien además abre una cuenta bancaria a su nombre.
Felícito rechaza las pretensiones de los extorsionistas y hasta se mofa de ellos publicando un aviso en el periódico, arriesgando su vida. Sus hijos protestan porque no quieren que muera; no parecen tener en cuenta que también está poniendo en riesgo sus vidas. Felícito le dice a Mabel: “[…] nunca pagaré un cupo a un chantajista. Ni aunque me mataran o maten a lo que más quiero en este mundo, que eres tú”.
Don Rigoberto también hace frente a los hijos de Ismael, aunque ello amenace “sus planes de una jubilación gozosa, rica en placeres materiales , intelectuales y artísticos”.
El lector entiende que los mellizos representan uno de los fenómenos más reprobables de la cultura latinoamericana: los jóvenes blancos y privilegiados que cometen todos los delitos que les viene en gana, escudados por la riqueza y la posición social, además de ser muy malos hijos, que es otro de los temas de la novela.
Esta novela de Vargas Llosa hace uso, pero sin abusar, de la característica más irritante de la ficción policiaca, que es la retención de información; aunque el último tercio es decepcionante, debido a que la exuberancia narrativa de Vargas Llosa cede ante sus intenciones didácticas. Sé que se supone que debemos admirar a Felícito por su resistencia a los extorsionadores, pero yo vivo en México, una parte del mundo donde es probable que la gente que ha hecho lo mismo lo haya pagado con una muerte violenta, y quizá hasta con la de sus seres queridos. ¿Qué tan realista debe ser una novela para tener resonancia genuina fuera de su contexto literario? México y el resto de Latinoamérica no son una región que inspire optimismo, ni política ni económicamente hablando. Pero nadie lee una novela para que le increpen con las teorías económicas de Thomas Piketty. Por mi parte, habría deseado que este libro hubiera contado la historia del intachable sargento Lituma; presiento que esta no es su última aparición en una novela de Vargas Llosa y espero con ansias su regreso.
Vargas Llosa y su moraleja detectivesca
“El héroe discreto”, la novela más reciente del Nobel de Literatura, hace referencia no a uno, sino a dos de sus personajes centrales.