En cualquier conversación con políticos y analistas argentinos, llega un momento en el que la voz cambia, se pasa a un tono más bajo y se empieza a hablar de un referente de los movimientos de la política argentina en la sombra: el Papa.
De él dicen en privado que es “un peronista puro, un político con una gran capacidad de maniobra”. Ya cuando fue elegido todos los que le conocían dijeron que iba a sorprender por su vena política. Cuando era obispo de Buenos Aires ya tuvo una gran influencia y duros choques con el kirchnerismo.
Y ahora en Argentina, entre especulaciones y movimientos reales, todos viven pendientes de los pasos del argentino más influyente del planeta.
Su último movimiento ya ha generado críticas, siempre en privado o a través de columnistas y no políticos -nadie se atreve a enfrentarse a un personaje tan popular-: ha decidido conceder una audiencia a la presidenta, Cristina Fernández de Kirchner, el 7 de junio, en plena campaña para las decisivas primarias de agosto.
Será la quinta vez que se vean en dos años.
En un País hiperpolitizado y en plena campaña electoral, todos los gestos del Pontífice son leídos en esa clave. Por eso a los antikirchneristas les molesta esta audiencia, que para los defensores del Papa era inevitable porque él no puede rechazar una petición del jefe de Estado de su país.
Pero el gesto más importante de todos es su propia decisión de no viajar a Argentina hasta 2016, ya sin Kirchner en la Casa Rosada.
Los antikirchneristas creen que el Papa no debería lanzar tantas señales positivas hacia la Presidenta. Otras personas que conocen bien al Papa Francisco aseguran que él tiene gran distancia con la presidenta -estuvieron muy enfrentados en el pasado- pero ahora no puede permitir que Argentina estalle y está buscando una transición tranquila hacia el nuevo poder, sea el que sea.

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