No importa que en su camino se crucen decenas de senderos. Marisol sabe cuál es el correcto para llegar a la escuela ubicada a ocho kilómetros de su hogar.
Por más de dos horas, la niña de ocho años atraviesa arroyos, montañas, corrales de ganado, cañadas y dos barrancas de 400 metros de profundidad.
De ida y vuelta camina a diario 16 kilómetros desde hace cuatro años, cuando entró al preescolar en la comunidad El Huizache. Acaba de terminar el tercer grado en la escuela ‘Cuitláhuac’.
Pasadas las seis de la mañana, Marisol Barajas Ávila se levanta para ir a la escuela. Todavía está oscuro cuando sale de su casa ubicada detrás del Cerro del Gigante.
A veinte metros de su casa tiene que atravesar el primer arroyo, para continuar por una estrecha vereda cubierta de nopales y pirules, hasta llegar al camino principal.
La niña es habitante de Rancho Viejo, ubicado al norte del Municipio, a 40 kilómetros de distancia de la ciudad de León. En el lugar sólo habitan cinco familias, y a pesar de que desde hace dos años llegó el servicio de energía eléctrica, en la casa de Marisol aun se alumbran con velas.
Cuando cumplió los cinco años de edad, Marisol supo lo que era ir sola a la escuela. Con palabras cortas dice que no le teme a las víboras de cascabel, alacranes o coyotes que se crucen en su camino, pero sí a los perros que cuidan el ganado.
“A mi hermana Estrella le salió un perro y la mordió en el pie, por eso ya no pasó cerca de una casa que está del otro lado del río, son muy bravos los perros”, platica mientras camina.
Con una agilidad sorprendente desciende hacia las barrancas de los ríos Florencia y San Antonio. Nada parece cansarla a su corta edad.
“Cuando está lloviendo fuerte y lleva agua el río vamos a rodear hasta el puente o veces mi papá me trae para ayudarme a pasar”, dice mientras atraviesa el Río San Antonio, ubicado a la mitad de su camino.
Se para a la mitad del cauce y señala con su mano el lugar donde fueron encontrados los cuerpos de dos mujeres arrastradas por las corrientes hace dos años, mientras disfrutaban un día de campo.
Marisol no pesa más de 30 kilogramos y su andar es ligero; en su mochila sólo carga dos libretas, un par de libros, colores y algunos lápices.
Platica que cuando sale tarde de su casa corre en algunos tramos, esto le permite no llegar retrasada a la escuela.
Desde lo alto de un cerro, Antonio-padre de Marisol- la observa mientras cuida un rebaño de cabras y borregos, hasta que se pierde entre la vegetación.
“Todas las casitas que hay en estos ranchitos nos conocemos y siempre estamos vigilando a los niños, cuando ya no la veo otros vecinos me la cuidan porque la ven caminando en el monte”, menciona el papá.
Antonio no tuvo la oportunidad de estudiar y quiere que sus cinco hijos lo hagan; trabaja en las comunidades como obrero de la construcción. Cuando escasea el empleo baja a León “a buscar la vida”.
José Antonio, su hijo mayor de apenas 13 años, dejó la secundaria hace unos meses porque era muy pesado el trayecto que hacía a diario. “Sí me gustaba, pero les dije a mis papas que mejor les ayudaba a cuidar los animales, la escuela está muy lejos”.
Estrella, la hermana mayor de Marisol, con 10 años de edad realiza el mismo recorrido por las tardes; ella estudia en el turno vespertino.
Cielo, de apenas cuatro años, es la hermana menor y el próximo año ingresará a preescolar, aunque no le tocará acompañar a Marisol porque estudiará por las tardes.
“Yo quiero que mis niños estudien todos, porque yo apenas llegué a cuarto de primaria, no quiero que vivan lo mismo de uno”, menciona Luz Ávila, la mamá.
Casi dos horas después de caminar entre veredas, Marisol llega al camino que comunica a El Huizache con León. Otros niños de las comunidades de Buenos Aires, La Jaraleña y Fundiciones la acompañan en el último tramo hacia la escuela.
A las 8:15 de la mañana llega a la primaria Cuitláhuac. La mayoría de sus compañeros y su maestra ya la esperan para iniciar la clase. Marisol se sienta junto a una mesita pegada al pizarrón y se concentra en las lecciones del día.
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Después de almorzar en el comedor comunitario un plato de frijoles con nopales y un vaso de leche con chocolate, Marisol emprende pasado el mediodía el camino de retorno a su hogar. En un tramo de cuatro kilómetros la acompañan los hermanitos Miguel y Mario López, de 9 y 4 años. El más pequeño va jugando a esconderse entre los nopales. Es su primer año de preescolar y está encantado de ir a la escuela. “Así viene todos los días, le gusta ir corriendo, siempre se cae y hay veces que llora porque se pega fuerte”, dice su hermano.
Al llegar a la desviación de la comunidad de Las Pilas, los hermanitos se despiden de Marisol y ella sigue caminando hacia la barranca del río San Antonio. A lo lejos se observa un hombre pastoreando unas cabras. “Es mi tío José”, dice la niña al reconocerlo a un kilómetro de distancia.
En el último trayecto a su casa atraviesa algunos potreros destinados a la crianza de caballos.
En el cerro se asoma su casa rodeada de mezquites, pirules, nopales y una pequeña huerta de duraznos. Su hermana Cielo sale a encontrarla, mientras que Ismael, el más pequeño, sonríe dentro de una tina de plástico utilizada como andadera, la niña abraza a su hermanito y le hace cariños en la cabeza.
“Marisol nos ha dicho que cuando sea grande quiere ser maestra de escuela, yo le digo que le ponga ganas al estudio para que sea alguien en la vida y no viva como estamos ahorita”, expresa la mamá de Marisol.
Por la tarde, la niña se da tiempo para hacer sus tareas y cuidar a sus hermanitos mientras sus papás llevan a pastar las cabras al monte.
Cuando se le pregunta qué disfruta hacer además de ir a la escuela, Marisol contesta que ver las caricaturas los sábados y domingos en la casa de su abuelita.
“En mi casa no hay luz, pero dice mi papá que ya la van a poner, por eso me voy a la casa de abuelita a ver las caricaturas”.
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Al otro lado de la montaña vive Lupita, una niña de cuatro años que todos los días camina con sus hermanos tres horas para ir a la escuela.
El rebuzno de un burro y el cantar de un gallo parecen la señal de que hay que salir de la casa, ubicada en la comunidad de Las Coloradas, para iniciar la caminata entre cañadas y ríos para llegar a la escuela en Rincón Grande.
María Leticia, de 7 años, y Luis, de 9, son los hermanos de Lupita, que salen a las 7:15 de la mañana, cuando empieza a clarear. El camino es entre nopales, huizaches y enormes rocas que sobrepasan el tamaño de los niños, quienes conocen cada atajo y los peligros de su recorrido diario.
Al llegar al primero de los ríos, los niños cruzaron brincando las rocas, como si estuvieran ansiosos por llegar rápido a su destino. Tras media hora de caminar, los hermanitos no perdían su energía, y apuraban su paso cuesta arriba y luego cuesta abajo.
A la hora de trayecto, ya habíamos cruzado tres ríos. Luego vinieron los obstáculos de enormes terrenos cercados con alambres de púas. Con agilidad, los niños brincaban las cercas o se arrastraban para pasar por debajo.
Cerca de las 8:30 de la mañana ya se podía ver la escuela a lo lejos, desde el cauce de un riachuelo, el cual cruzamos entre saltos.
Todos apuraron el paso en ese último tramo, para no llegar más tarde de las 9 de la mañana, que es la hora que han marcado los maestros como límite para entrar a clases. La recompensa por el cansado trayecto llegó muy pronto. Los niños recibieron un desayuno de carne de soya, dos galletas saladas y un vaso de agua de guayaba.
Al salir de clases, después de la una de la tarde, el retorno de Lupita, María Leticia y Luis se volvió más pesado, con el intenso calor de las tardes de mayo.
Como ellos, cada día decenas de niños que viven en las montañas y en la sierra, al norte de León, deben caminar durante horas para poder estudiar. Son ejemplos de tenacidad y esfuerzo. Son historias dignas de conocerse.