Sábado 22 de agosto, 4 de la tarde.
Aquel día era el último sábado, antes del retorno a clases, así que el Centro lucía atiborrado de papás y niños adquiriendo zapatos y útiles escolares.
Con tanta gente, los comerciantes de temporada se multiplicaron en las calles, hasta formar un improvisado tianguis.
Incluso en la Plaza Principal se pusieron puestos, ante la tolerancia de los inspectores.
“¡Materias para los libros, son de a 10, son de a 10!”, gritaba mi compañero de cuadra y competencia de venta, mientras los niños y las madres de familia se acercaban para ver si algo valía la pena.
El novedoso producto que anunciaba a gritos en realidad eran etiquetas para las libretas con dibujos animados de moda.
Eran las 4 de la tarde cuando llegué a instalar mi puesto en la calle 5 de Mayo, a unos metros de la Plaza. Lápices, plumas, gomas y sacapuntas eran algunos de los productos que iba a ofrecer.
Mi compañero de banqueta me ganaba los clientes, porque tenía más variedad de productos y gritaba más fuerte.
No habían pasado ni 20 minutos desde que me instalé, cuando un inspector de Comercio me invitó a retirarme.
“Buenas tardes señorita, retírese por favor, no puede estar vendiendo aquí”, me dijo amable.
Simulé que levantaba mi puesto, y el inspector se retiró.
Un señor que vendía una barra quitapelusa me recomendó que estuviera alerta, pues tal vez el operativo iniciaría en poco tiempo.
Y me instruyó sobre cómo ‘torear’ a los inspectores.
“Ahí están en la esquina, haga como que sigue recogiendo sus cosas, pero no se vaya”. Luego, me señaló a un inspector que toleraba todo: “Ese es buena onda. Cuando vengan los otros le aviso para que así como tiene el puesto, nomás lo agarra y se lo lleva antes de que le quiten sus cosas”.
Ya en confianza, me contó cuál es la ‘estrategia’ que él usa: tiene en exhibición una barra quitapelusa junto con una franela, en la que hace la demostración del producto. Dentro de una bolsa de plástico tiene más barras que se le quebraron, y que ya no puede vender.
Aparte, en una mochila de mezclilla, cerrada y colgada el hombro, carga su verdadero inventario, las barras que sí puede vender y están en buen estado.
Cuando llega un operativo, deja que le decomisen la mercancía de desecho.
“Que me quiten esta bolsa, de todos modos estas barras no las puedo vender, lo bueno lo traigo acá”, dijo mientras señalaba su mochila.
Una estrategia similar siguen otros comerciantes: dejan que les decomisen lo de menos valor.
Tal como me recomendó mi vecino de banqueta, no retiré mi puesto; reacomodé mis productos, y seguí gritando tratando de atraer a los compradores.
“¡De a 5 y 10 pesos, de a 5 y 10 pesos, pásele!”, era mi grito de guerra. Apenas había pasado una hora y ya había vendido 60 pesos entre etiquetas, burbujas y pequeñas pelotas.
Ya pasaban de las 5 de la tarde cuando llegó otro vendedor de calcomanías y etiquetas, quien empezó a atraer clientes gritando más fuerte que todos.
La amenaza era que el operativo iba a iniciar entre 5:30 y 6. Sólo restaba esperar.
Fue poco antes de las 6 de la tarde cuando se escuchó un fuerte golpe en el piso y un silbido; ese era el anuncio de que otro operativo estaba comenzando.
El gritón de las calcomanías comenzó a levantar rápidamente sus cosas; la experiencia se le notaba: no tardó ni un minuto en recoger todo y hacerlo un bulto, el cual cargó para burlar a los inspectores.
Yo, inexperta, fingía recoger la mercancía. Los inspectores se detuvieron un momento detrás de mí, y finalmente se fueron. Nadie me obligó a retirar mi puesto.
Los inspectores habían caminado apenas 15 metros, cuando los puestos ambulantes ya se habían instalado de nuevo.
Junto a mi se colocó un adolescente que encima de una caja de cartón exhibía pequeños robots que movían los brazos y piernas al ritmo de la música.
A las 6:30 de la tarde la competencia se había multiplicado.
La música que hacía bailar a los robots opacaba mis gritos.
“¡Materias para los libros, son de a 10, son de a 10!”, gritaba el vecino de un lado.
A pesar de tantos gritos y del alto volumen de la música, los inspectores no volvieron.
Percibe regidor corrupción
El regidor José Luis Zúñiga Rodríguez advirtió que la tolerancia hacia los ambulantes en el Centro podría ser a causa de la corrupción.
“También implica una corrupción que se ha murmurado por años, donde unos cuantos se ven beneficiados, alguien los solapa (a los vendedores) y los protege. Porque si hubiera voluntad se puede regular el comercio”.
El regidor integrante de la Comisión de Turismo opinó que la Dirección de Comercio debe hacer valer la Ley y retirar los puestos del Centro.
A su vez, la regidora Verónica García Barrios aseguró que en la Comisión de Turismo se está trabajando en el ordenamiento de vendedores irregulares, pues aseguró es necesario el comercio ambulante.
Consideró que los permisos se deben otorgar con orden y de manera estratégica en varios puntos de la ciudad.
“No podemos amontonar a los vendedores porque hay demasiada competencia y no venderían, se deben buscar puntos estratégicos para su reubicación”.
Dan un solo permiso ¡…Y se ponen 200!
En respuesta a una solicitud de acceso a la información, la Dirección de Comercio aseguró que en el presente año se ha otorgado sólo un permiso de venta en la calle, en la zona Centro.
Sin embargo, en un recorrido realizado el sábado 22 de agosto, en la víspera del inicio del nuevo ciclo escolar, había en el Centro más de 200 comerciantes ambulantes.
César Cobián, director de Comercio, aseguró que no se han otorgado permisos en el Centro desde 2010, a excepción de dos regularizaciones de casetas.
Al preguntarle sobre el excesivo número de comerciantes sin permiso, aseguró que sus inspectores supervisan todos los días de 8 de la mañana a las 10 de la noche, tiempo en el cual levantan entre 20 y 30 infracciones diarias.
Dijo que la Ley sólo les permite infraccionar con una multa de hasta 15 salarios mínimos (equivalente a mil pesos), así como el retiro de la mercancía.
“Primero se les hace una notificación para que se retiren, esto para salvaguardar los derechos y la integridad de las personas; si no se retiran, entonces se le aplica la infracción y se retira mercancía, y tienen hasta 3 meses para recogerla y pagar la multa”.
Cobián explicó que trabajan en coordinación con la Dirección de Ciudad Histórica, que es responsable de señalar el espacio para vender temporalmente en festividades, exposiciones o actividades especiales.
“Nosotros sólo seguimos la dinámica de otras administraciones en cuestión a las festividades y sólo se dan permisos temporales. La Dirección de Ciudad Histórica sitúa estos lugares y se asignan”.
La entrevista con Cobián se realizó el pasado miércoles, y al día siguiente los inspectores de Mercados iniciaron un operativo permanente para retirar comerciantes ambulantes del Centro. El operativo continuó el viernes y el sábado de nuevo la vigilancia se flexibilizó.
AM verificó que el sábado 29 de agosto los vendedores volvieron a invadir la calle 5 de Mayo.
Israel Montiel Martínez, verificador de permisos, reconoció que los vendedores burlan a los inspectores.
“Los vendedores ya saben la metodología de cómo trabajamos: los quitas de un lugar y ya están en otro, ven a los supervisores y se levantan con su mercancía para esconderse, se vuelven a poner y así se la pasan”.
Toleran venta libre
Con manta en mano y una bolsa de útiles, busqué un lugar en el Centro para plantarme.
Un vendedor de juguetes colocado afuera de una zapatería, me invitó a compartir su espacio.
“Tú ponte aquí si quieres, hay que darle”, dijo. Y empecé a colocar mi puesto de pelotas, burbujas, plumas, calcomanías y curiosidades para los niños.
Al cabo de 20 minutos llegó un inspector que llevaba gafas oscuras y cabello con corte estilo militar,
“Hay que levantarse joven”, dijo mientras me vigilaba por la espalda.
Recogí el puesto de forma rápida, sin ser presionado, y busqué otro sitio para colocarme.
Llegué a la esquina de las calles 5 de Mayo y Madero, donde ya había otros comerciantes instalados.
Durante 40 minutos realicé mi labor de venta sin complicación, y cerca de las 5 de la tarde, regresó el mismo inspector que ya antes me había retirado.
“Levántese, joven”, me pidió, mientras bromeaba con otro inspector.
-¿Por qué sólo conmigo? -protesté.
-También ellos -dijo mientras se paraba frente a otros vendedores.
Por tercera vez me mudé unos metros más adelante, sobre la misma calle 5 de Mayo.
“Pásele, de 5 y 10 pesos”, gritaba a todo pulmón para llamar la atención y ganarle a la competencia. “¡Para la libreta, los libros, las calcomanías…!”
A partir de las 6 de la tarde, se toleró la venta libre de ambulantes: no volvimos a ser molestados.