Aunque no estemos en Flint, Michigan, tenemos sustancias tóxicas en nuestra casa. Y, para el caso, también en nuestro cuerpo.
Los científicos han identificado más de 200 sustancias industriales – desde pesticidas, agentes anti-incendios, combustible de aviones -así como neurotoxinas, como el plomo en sangre y en leche materna, en personas de todo el planeta.
Estas han sido relacionadas con el cáncer, deformidades genitales, bajo volumen de espermatozoides, obesidad y bajo coeficiente intelectual. Muchas organizaciones médicas, como el Panel Presidencial de Cáncer y la Federación Internacional de Ginecología y Obstetricia, han exigido regulaciones más estrictas y advertido que hay que evitar esas sustancias. El Panel de Cáncer ha advertido que “los bebés nacen ya contaminados en una medida alarmante”.
Pero todas las advertencias han sido sofocadas por los cabilderos de la industria química.
Así que nos encontramos en una situación notable.
Los políticos están condenando (¡con mucho retraso!) la catástrofe del agua envenenada con plomo en Flint. Pero pocos reconocen que la contaminación por plomo en muchos lugares de Estados Unidos es incluso peor que en Flint. Los niños tienen más posibilidades de sufrir envenenamiento por plomo en Pensilvania, Illinois e incluso en muchas partes del estado de Nueva York que en Flint. Volveré a eso más adelante.
La gente siente pánico por el virus del zika, trasmitido por mosquitos, y la perspectiva de que la infección llegue a Estados Unidos. Esa es una preocupación legítima, pero los expertos en salud pública señalan que las sustancias tóxicas que nos rodean parecen plantear una amenaza aun mayor.
“No puedo imaginar que el virus del zika dañe a más niños de los que daña el plomo en viviendas pobres y deterioradas de Estados Unidos”, afirma el Dr. Philip Landrigan, destacado pediatra y decano de salud global en la Escuela Icahn de Medicina en Monte Sinaí.
“El plomo, el mercurio, los policlorobifenilos, los agentes anti-incendios y los pesticidas causan daño cerebral prenatal a decenas de miles de niños en este país cada año”, precisó.
Pese a todo, una medida del dañado sistema político de Estados Unidos es que las compañías químicas, que gastan enormes sumas en cabildeo _ cien mil dólares por cada miembro del Congreso el año pasado _ bloquean toda medida de supervisión seria. Prácticamente ninguna de las sustancias químicas de los productos que usamos todos los días ha sido sometida a pruebas para verificar su innocuidad.
Quizá, tan solo quizá, la crisis del agua en Flint podría servir para galvanizar una revolución en materia de salud pública.
En 1854, un doctor británico de nombre John Snow inició una de esas revoluciones. En ese tiempo había miles de personas que morían por cólera, pero los médicos estaban resignados a la idea de que lo único que podían hacer era tratar a los pacientes. Después Snow averiguó que una bomba de agua en la calle Broad de Londres era el origen del cólera. La compañía de aguas rechazó furiosamente esa conclusión, pero Snow de todos modos bloqueó esa bomba y el brote de cólera básicamente terminó.
Esa revelación condujo a la teoría de los gérmenes como causa de enfermedades y a invertir en servicios sanitarios y agua limpia. Así se salvaron millones de vidas.
Ahora necesitamos una revolución similar en salud pública que se enfoque en las primeras raíces de muchas patologías.
Por ejemplo, es escandaloso que 535,000 niños estadounidenses de 1 a 5 años de edad sufran envenenamiento por plomo, según los Centros de Control y Prevención de Enfermedades. Ese envenenamiento básicamente es producto de la pintura de plomo astillada en casas viejas y en tierra contaminada por plomo que se origina en las casas, aunque en el caso de Flint también está contaminada por plomo el agua de la llave.
Aunque los datos no son muy sólidos, en muchas partes de Estados Unidos hay índices de contaminación por plomo en niño más elevados que en Flint, donde 4.9 por ciento de los niños examinados tienen un elevado volumen de plomo en la sangre. En el estado de Nueva York, fuera de la ciudad de Nueva York, el porcentaje es de 6.7 por ciento. Rn Pensilvania, de 8.5 por ciento. En algunas partes de Detroit alcanza el 20 por ciento. En estos casos, las víctimas generalmente son pobres o negras.
Los niños que absorben plomo tienen más probabilidades de crecer con un cerebro más pequeño y con menor coeficiente intelectual. Tienen más probabilidades, como adultos jóvenes, de participar en conductas sexuales de riesgo, de causar problemas en la escuela y de cometer delitos violentos. Muchos investigadores piensan que la declinación mundial en el índice de delitos violentos observada a partir de los años noventa en parte se debe a que se eliminó el plomo de la gasolina a fines de los años setenta. Lo que está en juego es enorme, tanto en términos de oportunidades individuales como de cohesión social.
Por fortuna, contamos con algunos médicos revolucionarios como Snow en este siglo XXI.
Un grupo de académicos, encabezado por David L. Shern, de Salud Mental de Estados Unidos, sostiene que el mundo actual necesita una revolución de salud pública que se centre en los niños pequeños, paralela a la que se llevó a cabo en materia de saneamiento público a raíz de las revelaciones de Snow sobre el cólera en 1854. Una vez más, tenemos información para prevenir las enfermedades, no solo para tratarlas. Si es que actuamos.
La razón de un nuevo esfuerzo es una enorme cantidad de investigaciones que muestran que el desarrollo del cerebro en las primeras etapas de la vida afecta la salud física y mental muchos años después. Eso significa que hay que proteger al cerebro de sustancias peligrosas, así como de la “tensión tóxica” -generalmente producto derivado de la pobreza- para evitar que aumente el volumen de la hormona cortisol, que obstaculiza el desarrollo del cerebro.
Un punto de partida en esta revolución de salud pública sería proteger a los infantes y fetos de sustancias tóxicas, lo que significa afectar a las empresas que han comprado a los legisladores para evitar la regulación. Así como las compañías de aguas trataron de obstruir los esfuerzos en el siglo XIX, ahora la industria trata de bloquear los progresos.
Allá en 1787, Benjamin Franklin comentó ampliamente sobre los peligros del envenenamiento por plomo, pero la industria los desdeñó y vendió agresivamente el plomo. En los años veinte, un anuncio de la Compañía Nacional de Plomo declaraba: “El plomo ayuda a proteger la salud” y alababa el uso de tuberías de plomo y pintura de plomo en las casas. Y lo que hicieron por muchos años las compañías de plomo, y también las compañías tabacaleras, es lo que está haciendo la industria química hoy en día.
El envenenamiento por plomo es solo “la punta del iceberg”, asegura Tracey Woodruff, especialista en salud ambiental de la Universidad de California en San Francisco. Las sustancias anti-incendios tienen efectos muy similares, asegura, y se encuentran en los sofás en que nos sentamos.
El problema es que las bajas no son evidentes, como lo son las del cólera, sino furtivas y a largo plazo. Estas son epidemias silenciosas, así que no generan tanta alarma pública como deberían.
Se han relacionado “las sustancias industriales que lesionan el cerebro en desarrollo” con padecimientos como autismo y trastorno de hiperactividad y déficit de atención, observa la publicación médica The Lancet Neurology. Empero, todavía no tenemos una idea clara de lo que es seguro, pues muchas sustancias industriales no se someten a pruebas antes de salir al mercado. Mientras tanto, el Congreso les ha dado largas a los intentos de reforzar la ley de control de sustancias tóxicas y de someter a más productos a pruebas de seguridad.
El Panel Presidencial de Cáncer recomienda comer productos orgánicos siempre que sea posible, filtrar el agua y evitar usar recipientes de plástico para cocinar alimentos en microondas. Todos estos son buenos consejos, pero es como decirle a la gente que evite el cólera sin darle agua limpia.
Y es por eso que necesitamos otra revolución en materia de salud pública en este siglo XXI.