Hace ya mucho tiempo, frente al espejo, María Cárdenas vio borrarse su rostro. Ocurrió lentamente, con una cadencia casi bíblica.
Un ojo se nubló, luego se le hundió la nariz, le siguieron las orejas, la barbilla se deshizo y hasta los dedos desaparecieron.
Todo eso pasó, pero ella, ante el espejo, seguía viéndose como la chica de 14 años, huérfana y alegre, que era antes de ser devorada por la lepra y apartada del mundo.
Han transcurrido 63 años y María, que ya es Doña María, sigue de buen humor. Indestructible, la anciana ha salido a un patio lleno de sol para celebrar la fiesta de La Candelaria. Bajo los aligustres, se ha sentado junto a Lucio, de 86 años, otro paciente de cara borrada.
Ambos van en silla de ruedas. A su alrededor aletean los médicos y enfermeros del último leprosario de México, ahora llamado Hospital Dermatológico Doctor Pedro López. Les abrazan y tocan continuamente. El cariño forma parte del tratamiento contra el estigma que acompaña a la lepra. “Aunque se cure, margina a quien la sufrió, a su familia y al propio lugar donde se descubrió”, afirma el director estatal de Vigilancia Epidemiológica, Víctor Torres.
El sanatorio forma una isla extraña. Su creación fue decidida por el presidente Lázaro Cárdenas tras una protesta de enfermos que exigían un lugar donde ser atendidos.
El general, impresionado por aquella marea en el Zócalo, expropió una rica hacienda en Zoquiapan, Ixtapaluca, en el Estado de México, y se la otorgó, bajo dirección médica, a los propios pacientes. El 1 de diciembre de 1939 abrió sus puertas uno de los experimentos más singulares de América.
En sus 34 hectáreas, llegaron a convivir 680 personas. De pabellones amplios y ventilados, el lugar se volvió una pequeña ciudad para los afectados y sus familias. Disponía de campos de cultivo, escuela, iglesia, ambulatorio, zapatería, barbería, casino y hasta una cárcel de cinco celdas custodiada por un paciente-policía.
Los internos vivían en una burbuja, con sus propios ritmos. Había bailes, deportes, kermés. En algunos casos, hasta se casaban. Doña María lo hizo. En Zoquiapan conoció a su marido, otro leproso, y con él tuvo siete hijas.
“Fueron buenos años. Antes de perder mi pierna izquierda, a mí me encantaba bailar, lo hacíamos en el comedor, nos ponían El zopilote mojado o La Rielera. Y anda que no nos divertíamos”, recuerda María.
Esta efervescencia empezó a languidecer a finales de los cincuenta. Los leprosarios se volvieron un sinsentido ante el avance médico. Aunque es una enfermedad de incubación lenta, cuyos síntomas puedan tardar 20 años en aparecer, las combinaciones de fármacos la hicieron curable y el cuidado a los afectados redujo drásticamente su transmisión.
El bacilo, que se contagia por las gotículas nasales y orales de enfermos no tratados, inició el camino de su desaparición en México (175 casos en el último año). Y lo mismo ocurrió con Zoquiapan.
Poco a poco, dejó de haber ingresos y la ciudad de los leprosos se redujo hasta quedarse en una comunidad de 11 ancianos aislados. A su alrededor, como en sus vidas, se dibuja ahora un paisaje en retirada. En los pabellones habita el abandono y sólo un último reducto de casas, con sus flores y palmeras, mantiene la ficción de la normalidad.
“Sienten melancolía, mucha, de cuando eran jóvenes y se divertían en este lugar”, dice la encargada de la atención médica, Isabel Quirós.
Los internos, con secuelas graves, ya son demasiado mayores para moverse. Casi ninguno camina, y los que pueden, no tienen con quién salir. En este lento ocaso, ladean la cabeza y guardan largos silencios.
Todos, menos María.
Ella, desde su silla de ruedas, sigue adelante. Se ha puesto un gorro rosa y unas gafas de sol negras.
“Soy muy enamoradiza”, suelta. Y luego rompe a reír. Se hace tomar del brazo por el doctor Torres y el periodista, e implora que le canten algo.
El médico, a duras penas, se arranca con una ranchera. Cuando acaba, Doña María, desafiante y mexicana, rompe con La Rielera. El corrido revolucionario hace callar a los congregados. Una voz dulce y casi infantil surge de la anciana.
Yo soy rielera / tengo mi Juan / él es mi vida / yo soy su querer. Es María Cárdenas ante el espejo; huérfana y alegre.
¿Qué es? ¿Tiene cura?
La lepra es una enfermedad crónica causada por un bacilo de multiplicación lenta, Mycobacterium leprae.
M. leprae se multiplica muy despacio y el periodo de incubación de la enfermedad es de unos cinco años. Los síntomas pueden tardar hasta 20 años en aparecer.
La enfermedad afecta principalmente a la piel, los nervios periféricos, la mucosa de las vías respiratorias superiores y los ojos.
*La lepra es curable.
Aunque no es muy contagiosa, la lepra se transmite por gotículas nasales y orales cuando hay un contacto estrecho y frecuente con enfermos no tratados.
El diagnóstico temprano y el tratamiento multimedicamentoso siguen siendo los elementos fundamentales para lograr la eliminación de la enfermedad como problema de salud pública.
Si no se trata, la lepra puede causar lesiones progresivas y permanentes en la piel, los nervios, las extremidades y los ojos.
Según las cifras procedentes de 103 países de 5 regiones de la OMS, la prevalencia registrada mundial de la lepra a finales de 2013 era de 180 mil 618 casos.
Eliminación
A lo largo de los últimos 20 años se han curado más de 14 millones de enfermos de lepra, unos 4 millones de ellos desde el año 2000.
La tasa de prevalencia de la enfermedad ha disminuido un 90%, es decir, de 21.1 casos por 10 mil habitantes a menos de 1 caso por 10 mil habitantes en 2000.
La carga de morbilidad mundial por esta causa ha disminuido espectacularmente: de 5.2 millones de casos en 1985 a 805 000 en 1995, 753 mil a finales de 1999, y 180 618 a finales de 2013.
La lepra se ha eliminado en 119 de los 122 países en los que constituía un problema de salud pública en 1985.
Hasta el momento no han aparecido casos de resistencia al tratamiento multimedicamentoso.
Actualmente, las medidas se centran en eliminar la lepra a nivel nacional en los países donde aún es endémica, y a nivel subnacional en el resto de los países.