Dos veces a la semana, más o menos, con cuerpos cargados puestos en cajas de pino, un camión de la Morgue de Nueva York pasa a través de una alta puerta unida con una cadena y se dirige al ferri que no lleva pasajeros que paguen boletos.

Su destino es Hart Island, un pedazo de tierra inhabitado cercano a la costa del Bronx en Long Island Sound, donde acrecentadas ruinas del siglo XIX dan paso a las tumbas masivas excavadas por bulldozers, cuyos únicos conductores son reclusos, a quienes se les pagan 50 centavos de dólar por hora de trabajo.

Ahí, historias de vidas divergentes llegan al mismo anónimo final.

Ninguna lápida nombra a los muertos en las más de 40 hectáreas del Campo del Alfarero que retiene a Leola Dickerson, quien trabajara como ama de llaves de una familia a lo largo de 50 años, amada por tres generaciones debido a su pollo frito y su amabilidad. Ella enterró a su esposo como él deseaba, en un solar familiar, en Alabama. Pero cuando ella murió, a los 88 años, en un hospital de Nueva York en 2008, su cuerpo fue hacia el custodio de la Corte que la citó, quien dejó que su casa entrara a venta judicial y el cadáver quedara sin reclamar en la morgue.

Por ley, su cadáver se convirtió en propiedad de la ciudad para tenerlo disponible como cadáver de disección o para prácticas embalsamatorias si una escuela médica o una clase mortuoria lo querían. Entonces, como más de un millón de hombres, mujeres y niños, desde 1869, ella fue consignada a una fosa en Hart Island.

Muchas decenas de fosas atrás, descansa Zarramen Gooden, que tenía sólo 17 cuando los manubrios de su vieja bicicleta se rompieron y se golpeó la garganta, lastimándose una arteria. Él solía hacer acrobacias cerca del refugio de la ciudad para gente sin hogar, en el Bronx, donde él y cuatro parientes más jóvenes vivían con su madre, adicta a la heroína.

Sin ninguna ayuda funeraria de parte de las autoridades de Protección Infantil, juntaron con trabajos ocho dólares para comprarle un traje usado que Zarramen portó en su velorio. Pero la casa funeraria apenas consintió en regresarlo a la morgue cuando la madre no pudo pagar la cuenta funeraria por 6 mil dólares.

Para Milton Weinstein, un padre de familia casado temeroso de morir solo, no hubo ningún entierro a lo largo de dos años tras su muerte, a los 67.

En su tiempo fue tipógrafo, trabajó en publicidad para Sears y Roebuck & Company. Pero perdió su carrera debido a la tecnología, y su vista por la diabetes; los problemas mentales de su esposa alejaron a los hijos de la casa… Aunque ella estuvo a su lado el día de su muerte, en una enfermería en el Bronx, no tiene idea de qué ocurrió con sus restos; ni sospechas de que su cadáver se uso en una escuela médica para luego ser enterrado en una fosa común en Hart Island.

Nueva York es única entre las ciudades americanas en la forma en que dispone de los muertos considerados sin reclamar: un sepelio en una isla solitaria, más allá de los límites de lo público, en manos de un grupo de reclusos. Enterrados por montones en amplias y profundas fosas, los muertos de Hart Island parecen desvanecerse, igual que cualquier explicación de cómo llegaron aquí.

Reclamar sus historias del olvido es confrontar el inadvertido descorazonamiento de una gran metrópolis, en las esforzadas y perdidas oportunidades de tantos vivos que ya han pasado. Malas infancias, malas decisiones o simplemente mala suerte, las calamidades crónicas de la condición humana figuran en muchas de estas narraciones. He aquí las severas consecuencias de la enfermedad mental, las adicciones o la dispersión o distracción familiar debida a sus propios infortunios.

Último recurso

Pero si Hart Island esconde tragedias individuales, también oscurece las fallas del sistema, una vez que apila las probabilidades en contra de la gente demasiado pobre, demasiado anciana o demasiado aislada para defenderse por sí misma. Delante de una industria del fin de la vida que puede secar los recursos hasta de los más prudentes, personas que son especialmente vulnerables.

Este cementerio de último recurso esconde los errores de algunos de los mismos individuos e instituciones encargados de proteger a los neoyorquinos, incluyendo a los guardianes de la Corte y a las enfermerías; y, al mismo tiempo, cuando muchos aún temen al Campo del Alfarero como una última indignidad, la secrecía que amortaja a los muertos de Hart Island, además pone un velo sobre el azaroso trato de sus restos.

Estos casos, entre los cientos de desenterrados a través de una investigación del New York Times, dibujan una base de datos de personas enterradas en la isla desde 1980.

Los registros hicieron posible por primera vez rastrear las vidas de los muertos, revelando senderos que dirigen a los neoyorquinos a una tumba común.

Comparados con otros registros públicos, incluyendo los procedimientos de custodia de cuerpos, las listas de casos de la Corte y cientos de páginas no reclamadas de registros de cadáveres obtenidas de la Oficina del Examinados Médico de la ciudad, bajo la Ley Estatal de Libertad de Información, la base de datos se convirtió en un mapa carretero que abrió los candados de los secretos de Hart Island.

Algunos secretos desafían a la propia expectación. Ruth Proskauer Smith, de 102 años, murió en su departamento multimillonario en el edificio de Dakota, en Manhattan, en 2010, tras una vida celebrada en un obituario del Times y por sus hijos, nietos y bisnietos. Ella ahora vive con 144 extraños en la Fosa 359.

“¡Dios mío!, ¿ella terminó ahí?”, excalmó Gael Arnold, sorprendido de saber que su madre había sido enterrada en Hart Island en 2013, tres años después de su muerte y donación de su cuerpo para la ciencia.

Sus hijos asumieron que la Escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York cremaría sus restos y dispondría de las cenizas, no que enviaría su cuerpo a la morgue de la ciudad para que un ferri la transportara a una fosa.

Algunos secretos aún resisten a la develación. Timothy Daniels, de 17 años, está enterrado en la Fosa 209. Murió en 1990, en un refugio estatal para personas sin hogar dirigido por la ciudad para hombres mayores de 35, un lugar en el que ningún joven se supondría que estuviera. Sin embargo, no hay ninguna pista de alguna investigación judicial sobre cómo murió allí.

Familias perdidas

La expectativa común de hoy es que las familias estarán en la primera línea para atender los arreglos funerarios. Pero las familias pueden estar perdidas o lejos, dejadas en la oscuridad o trabadas por fuerzas sociales o económicas que dirigieron a sus parientes a Hart Island.

Según la ley del estado de Nueva York, arraigada en 1850 y cuya última enmienda fue en 2007, el familiar más cercano tiene tan poco tiempo como 48 horas tras la muerte de su pariente para reclamar el cuerpo para el entierro, o 24 horas después de la notificación, “si es que se sabe que el fallecido tiene un pariente cuyo lugar de residencia se conoce o puede ser confirmado tras una rasonable y diligente búsqueda”.

Un cuerpo está legalmente disponible para usarse como un cadáver y para ser enterrado en el Campo del Alfarero. Las escuelas médicas tienen derecho de rechazar primero, y los cuerpos que éstas rechazan, pasan a las clases mortuorias para entrenamiento en el embalsamiento, que se requiere para la licencia de director de funeraria.

Las perspectivas no están de acuerdo si el rol de los cadáveres en la enseñanza de los futuros doctores o incluso de los enterradores debería superar cualquier preocupación sobre el consentimiento, las prohibiciones religiosas o un trato dispar hacia los pobres. Incluso algunos anatomistas ahora arguyen que el poder que tiene el gobierno de apropiarse de cuerpos de los marginados debería ser inaceptable hoy día. Sin embargo, la mayoría de las personas simplemente no saben de esta práctica.

Con el incremento de las donaciones privadas de cuerpos, la mayoría de las escuelas médicas ya no raclama cadáveres de la morgue de la ciudad. Aun así, la ciudad ha ofrecido al menos 4 mil cuerpos a programas médicos o murtuorios la pasada década; entre estos, más de mil 877 fueron seleccionados para el uso antes de un atrasado entierro en Hart Island, según muestran los registros.

La ciudad cesó temporalmente el flujo de cadáveres en 2014, luego de que la oficina del examinador médico fuera sorprendida en una serie de equivocaciones, que incluían la pérdida de cuerpos o la confusión. Pero la práctica regresó el año pasado, cuando una escuela mortuoria demandó.

La ciudad se niega a identificar cadáveres, invocando la excepción de privacidad a los registros públicos que otorga la ley.

El departamento de Corrección de la ciudad también rechazó repetidamente las solicitudes del Times para atestiguar los entierros en Hart Island de primera mano. Finalmente, en marzo, el Times usó un dron para volar alrededor de los límites de la isla y grabar los entierros en video.

Por una década, una pequeña banda de activistas dirigida por una artista visual, Melinda Hunt, peleó por acceder a los manuscritos de los legajos de la isla. Hace más de un año, la señorita Hunt entregó hechos duros y antiguas imágenes en el sitio web de la organización sin fines de lucro que ella fundó, El Proyecto de Hart Island, y compartió los datos de trasfondo con el Times.

Las historias recuperadas revelan la poderosa riqueza del pasado, y muestran que en un tiempo de debate apasionado sobre inequidad, racismo y explotación económica, los muertos del Campo del Alfarero nos siguen hablando.

 

Extraños con un destino en común

El término “campo del alfarero” es bíblico, se refiere a un terreno cercano a Jerusalén comprado con las 30 piezas de plata regresadas por el arrepentido Judas al Sumo Sacerdote. Inútil para la agricultura, la tierra se usaría para enterrar extranjeros. Los “extranjeros” en la ciudad de Nueva York tras la Guerra Civil eran los inmigrantes, los afroamericanos y las víctimas de los barrios pululantes e infestados de criminales.

La ciudad compró Hart Island en 1868. Llegó a ser el sitio de la prisión para los soldados confederados y, por más de un siglo, los muertos han compartido la isla con los reclusos vivos de un tipo u otro, personas que probablemente terminen ellas mismas en las fosas comunes.

La isla está ahora encantada por los restos derruidos de instituciones difuntas, entre ellas un asilo para lunáticos, un hospital para tuberculosos y un reformatorio juvenil. En los baldíos escarbados entre estas ruinas, reclusos vestidos con el estilo de pandillas encadenadas, en rayas rojas y gorras de naranja fosforescente, apilan a los muertos tres metros bajo tierra.

A lo largo de la historia de la humanidad, dicen los arqueólogos, el tratamiento de los cadáveres ha sido un indicador clave de las diferencias dentro de la sociedad; los pobres “sin valor” se convierten en muertos “sin valor”. Como sitio de enterramiento, la tierra sin marcar y compartida con muchos extraños está al final de la jerarquía. Pero los muertos de Hart Island también son siempre vulnerables a otro destino.

Nueva York estaba entre las muchas ciudades que sumaban la disección a la sentencia de muerte por homicidio, incendio provocado e incluso latrocinio, alrededor del siglo XIX, en tanto que de otro modo era ilegal; pero la demanda de las escuelas médicas por cadáveres sobrepasó la provisión legal de los criminales ejecutados, de modo que se levantó un mercado ilícito de cadáveres.

Su historia es desalentadora. Los dueños de esclavos “donaban” o vendían los cuerpos de los esclavos muertos a la escuelas de Medicina en el Norte, escuelas competitivas trasladaban los cadáveres de negros en barriles de whisky.

El Campo del Alfarero, los cementerios de asilos y los lugares de entierro de afroamericanos eran saqueados conforme los profesores de Medicina pagaban por los cadáveres sin hacer preguntas. Otros cuerpos eran desviados desde las morgues y las custodias de caridad de los hospitales urbanos.

De la vista gorda

La sociedad hizo de la vista gorda largamente, en tanto que los secuestradores de cadáveres robaban al negro, al pobre o al oprimido, según historiadores.

Pero cuando incluso los cuerpos de “respetables” blancos no estuvieron ya seguros, detonó la indignación. Hubo tumultos en contra de las escuelas de Medicina en Philadelphia, New Haven y Nueva York, cuando en 1878 un hospital fue saqueado, y estudiantes de la escuela de Medicina del Colegio de Columbia casi fueron linchados. El furor político se elevó en toda la nación en un escándalo de 1879, cuando el cuerpo desnudo robado de un congresista fue descubierto en un laboratorio de anatomía en Ohio.

Los legisladores en muchos estados concluyeron que la única manera de proteger a los respetables era dar a las escuelas médicas más de lo que éstas ya tomaban ilegalmente: los cuerpos de los privados del voto. Una de las primeras leyes de este tipo se dio en el estado de Nueva York, pasada en 1854 a pesar de la vehemente oposición de los representativos de los inmigrantes pobres de la ciudad de Nueva York. Por los siguientes 50 años muchos estados lo imitaron, algunos pasando leyes que requerían oficiales en cada asilo, prisión, hospital e institución pública para proveer cuerpos a las escuelas médicas si de otro modo los cuerpos podían ser enterrados a expensas del Estado.

Ésas son las raíces del actual estatuto de Nueva York. Hoy, el aumento de la cremación y la donación de cuerpos ha alterado prácticas funerarias para muchos, pero en las comunidades pobres, y no menos entre una generación de afroamericanos que migraron al norte desde el sur segregacionaista, una tumba de un indigente y el espectro del desmembramiento nunca ha perdido su horror como una humillación final.

Una provisión de cláusula opcional en la ley podría parecer que exime los cuerpos de gente que indica que no desea ser disecada o embalsamada. Pero pocos están al tanto de esto, además de que puede ser no ejecutable. Ciertamente se desconocía en 1990 en el cuarto de un hotel, donde una afroamericana llamada Gwendolyn Burke quedó ciega y falleció después de una vida de trabajos domésticos, sin poder evitar su llegada al Campo del Alfarero.

Es bastante seguro que cuando ella murió, a los 89 años, fue a Hart Island. Pero primero, el Colegio de Medicina Albert Einstein la reclamó como cadáver y usó su cuerpo para disección por 13 meses.

“Ella no merecía eso”, dijo David Minton, el trabajador social asignado al cuarto de hotel de la señora Burke en Harlem, que se enteró del uso del cuerpo de la mujer 16 años después de que pudiera protestar.

 

Traducción: Arturo Olvera Trejo

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