Los omakases son las barras japonesas de sushi que funcionan como un pacto de confianza: el cocinero manda y el cliente acepta el menú que le pongan delante. Enrique Olvera no ha encontrado la manera de traducir la palabra. Así que a la barra con 10 sillas que hay pegada a la cocina de la nueva versión de Pujol le ha puesto también el nombre japonés. El restaurante más prestigioso de México va a tener un omakase, pero no de sushi. Un omakase de tacos.
El chef que aterrizó la vanguardia en México, que desmontó un taco de carnitas y lo metió dentro de un frasco con polvo de chicharrón y gelatina de chiles, tiene ahora como espejo la sutileza nipona: producto, síntesis y ejecución.
Si los paladares japoneses diferencian los matices de las distintas técnicas de corte del pescado, los almidones según el tipo de arroz o la cantidad de vinagre; la traducción mexicana de Olvera busca concentrarse en que la tortilla refleje el terroir del maíz, que la nixtamalización -el proceso de cocinado de la masa- sea perfecta para lograr una textura esponjosa, que las cocciones suaves mimen las proteínas y que sean las salsas, como esas pistolas escondidas bajo el cinto, las que desencadenen la potencia y el riesgo.
De pie en la entrada del restaurante, junto a un pequeño patio con piedritas de aluvión como las de los jardines zen, Olvera, pantalón y sudadera de algodón gris, continúa explicando las analogías: “En las mejores barras de sushi de Tokio, no te van a dar un nigiri que nunca hayas probado. Lo extraordinario está en los detalles, y esa es ahora también nuestra intención. Trabajar con una limpieza y una sencillez con la que antes no trabajábamos”. El suelo de la parte interior de la barra está hundido unos 40 centímetros para que el chef de pie quede a la misma altura que los comensales sentados. La metamorfosis de Pujol, a 11 cuadras del antiguo restaurante, culmina hoy, cuando se abran las puertas a los clientes y mirándole a los ojos, se entreguen al maestro taquero.
Ya no hay manteles, pero las mesas de madera tienen tacto de piel de durazno. Ya no hay espejos, ni bombillas de luz tenue que contraste con las paredes oscuras. Al nuevo local, un rectángulo levantado sobre el nivel de la calle al estilo funcionalista, le han abierto dos ventanales a los lados y un tragaluz central ilumina el patio zen. Hay dos arbolitos: un olivo -un guiño al apellido Olvera- y un pirul, la planta de la pimienta roja que según la superstición oriental da buena suerte con el dinero.
No hay aire acondicionado, ni calefacción. Un sistema de recolección de agua de lluvia regará el huerto de quelites -epazote, cenizo, amaranto- y otro de agua gris, las magnolias, los robles y los cedros del jardín. Ha reducido la bodega a 500 vinos. En el privado, los huéspedes pueden pinchar vinilos, como en uno de sus restaurantes favoritos de Brooklyn. El suelo es terrazo mexicano, las copas son danesas y las sillas las ha diseñado una artista mexicano-cubana siguiendo el estilo mid-century, sobrio y cálido, como el de las oficinas de la serie Mad Men.
Olvera tenía miedo que el lugar se pareciera demasiado a cualquier otro restaurante chic de Conpenhage, Nueva York o Tokio. “Tiene esas referencias, pero creo que tampoco es un lugar que hayas visto antes. Pujol tiene ahora un aspecto un poco más casual, pero no queríamos dejar de ser un restaurante de primer nivel. Se parece a lo que soy yo en este momento. Tiene mucha más luz y es mucho más abierto que el anterior, que era un local más cerrado, que miraba demasiado para adentro. Hay una apertura del proyecto”.
Además de la barra de tacos -95 dólares, seis tacos, maridaje de cervezas, cóctel, postre y café- donde jugará con producciones limitadas, Olvera mantendrá el menú de degustación -95 dólares, cinco tiempos, bebidas aparte- pero todos los platos serán nuevos salvo los elotitos y el mole madre, el grial de la casa, una reducción de verduras, hortalizas, semillas y hasta frutas retroalimentada por tiempos infinitos de calentado y recalentado. La cocina del nuevo restaurante es el doble de grande, con una mesa en el centro, los fuegos en los laterales y una brasa con ganchos para pollos, patos o una panza de cerdo.
Tras 17 años y una cascada de premios, Pujol ha pasado por distintas fases: cocina noventera y afrancesada. Deconstrucción y filigranas conceptuales. Vuelta a la taquiza pero con tortillas de colores y tacos emplatados. “El menú llegó a tener 14 tiempos. Creo que es de sabios rectificar. A veces tratando de hacer algo raro, acabas haciendo algo muy raro -apunta el chef, que reconoce la influencia de doctores de la síntesis como Andoni Aduriz, René Redzepi o Alice Waters-. En este momento me interesa enfocarme mucho más en la ejecución, prestar atención al producto y mantener el espíritu de la cocina mexicana. El reconocimiento del restaurante nos ha permitido estar mas cómodos”.
En el jardín hay un horno de barbacoa (mexicana). Un hoyo hundido en la tierra hecho de un ladrillo especial que resiste hasta 500 grados. Ahí dentro meterá animales enteros y los dejará horas. También hay una terraza con un bar sólo de mezcales y bourbon. “Quiero que sea el lugar de la sobremesa donde se generen conversaciones. Por ejemplo, el bourbon es un destilado del maíz. ¿Se puede hacer bourbon en México?”.

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