Katrina Vetrano salió a correr el pasado 2 de agosto a un parque del barrio neoyorquino de Queens como hacía normalmente. Una cámara de seguridad captó los últimos instantes con vida de esta mujer de 30 años. Unas horas después su padre, Phil, la encontró muerta en el camino que ella solía tomar en su entrenamiento. El asesino, que la violó y estranguló, dejó su ADN en las manos, cuello y móvil, pero los investigadores no hallaron ninguna coincidencia entre los criminales fichados. La investigación llegó a encontrarse en un callejón sin salida, sin testigos ni nuevas pruebas. Phil Vetrano, un bombero retirado, comenzó entonces a recorrer todos los medios del país reclamando una solución de emergencia: la búsqueda de ADN familiar. Una prueba prohibida en algunos países.

Se trata de un método extremo que no siempre garantiza el éxito, pero que ha servido para resolver al menos un centenar de casos en todo el mundo. Antonio Alonso, secretario de la Comisión Nacional para el Uso Forense del ADN explica así el proceso: “Cuando comparas una muestra de ADN de una escena criminal, buscas una coincidencia exacta. La búsqueda familiar consiste encontrar a un individuo con una coincidencia menor y que tiene posibilidades de estar emparentado con el sospechoso”. A partir de ahí, se investiga el entorno de ese individuo para comprobar si alguno de sus familiares corresponde al perfil del caso. Esto no quiere decir que todos aquellos perfiles similares sean de parientes, y aquí reside uno de los principales escollos. “Si realizas esta prueba en una base muy grande, como la de Interpol o el CoDIS de Estados Unidos, te pueden salir cientos de coincidencias de personas que no tienen nada que ver”, añade Alonso.

¿Cuántas posibilidades hay de que dos miembros de una familia hayan cometido un delito? He aquí uno de los interrogantes que plantea este método. Algunos de los estudios que sustentan el uso de esta práctica señalan que “parte de la criminalidad puede estar asociada al nivel socio-económico, y que familiares desfavorecidos suelen residir en áreas cercanas”. El Departamento de Justicia de Estados Unidos apuntaba en 1999 que “el 46% de los encarcelados en ese país declaraba tener algún pariente cercano que alguna vez había sido también encarcelado”. Estos dos factores aparecen señalados en este artículo, del que es coautor Óscar García, del laboratorio de Genética Forense de la Ertzaintza.

Estos dos argumentos sí que justificaron la búsqueda familiar en la investigación del asesinato de Marie Jamieson, hallada muerta en 2001 en Auckland (Nueva Zelanda) con tres puñaladas en el pecho. Un año más tarde, Anneke Bishop fue detenida en 2002 por conducción temeraria y la policía le tomó muestras del ADN. Esa información fue la que siete años más tarde permitió arrestar al asesino, el hermano de Bishop, Joseph Reekers. La policía pudo comparar su ADN con el de la escena del crimen al detenerle por robar salami en un supermercado. No solo fue investigado su hermano, sino también otros varones inocentes de la familia, como su hijo. “Uno de los motivos por los que es una técnica éticamente polémica es que acaban señaladas también personas que no han hecho nada. Hay otros factores a tener en cuenta, como la posible intromisión en la intimidad de las personas al revelar que forman parte de una base de datos criminal o la revelación de secretos al descubrir posibles relaciones como la existencia de un hijo ilegítimo”, reconoce García.

Una porción de pizza fue la que delató a uno de los asesinos en serie más sanguinarios de Estados Unidos, Lonnie David Franklin Jr. Apodado Grim Sleeper (un juego de palabras referente a la muerte que literalmente significa El sombrío durmiente), fue condenado a muerte el año pasado por el asesinato de una decena de mujeres, pero la policía sospecha que se tratan de muchas más. Sus crímenes comenzaron en 1988 y el último de ellos se produjo en 2007 y en todo ese tiempo el asesino coleccionó las fotografías de sus víctimas. Al comparar sus muestras con las de los registros hallaron un perfil con un 50% de semejanzas con un sujeto, que resultó ser su hijo, fichado por posesión de armas. Así cayó uno de los monstruos más terribles de la historia criminal de Estados Unidos.

Otro tipo de búsqueda familiar, que sí se ha empleado en España, y que combina la búsqueda de determinados marcadores con muestreos masivos (cuando se extrae ADN a un grupo de personas porque existía una seguridad de que el culpable se encontraba en el entorno de la víctima). Esto sucedió en el caso del asesinato de Inmaculada Arteaga, en 2001 en Campo de Criptana (Ciudad Real). Los investigadores detuvieron a Santiago Muñoz-Quirós gracias al cromosoma Y, que se transmite de padres a hijos, cinco años después del asesinato de la joven de 14 años. Durante todo ese tiempo el culpable había seguido con su vida normal y discreta.

Los avances científicos también permitieron resolver el asesinato de Eva Blanco, sucedido en Algete (Madrid) en 1997 y resuelto el año pasado. En aquella época se almacenaron hasta 500 muestras de ADN de vecinos del pueblo. Antonio Alonso recuerda el caso: “El instituto de medicina legal de Santiago desarrolló un método de análisis del ADN que permitía extraer los marcadores geográficos y concluimos que el asesino era probablemente de origen norteafricano. Así que con el padrón de Algete de esos años se localizó a un individuo que coincidía en un 100% con el cromosoma Y del ADN recogido en la escena del crimen. Así fue como dimos con su hermano”. Ahmed Chelh se suicidó en su celda (ya en España) al poco tiempo de ser arrestado en Francia, adónde se mudó tras el crimen.

El asesino de Karina Vetrano fue detenido hace un mes. Finalmente, un policía recordó una llamada recibida en mayo sobre un hombre con actitud sospechosa en la misma zona en la que se produjo el crimen. Aun así, Phil Vetrano aseguró a los medios que, gracias a este arresto, podía “seguir adelante” con su vida, pero que su lucha por la utilización de la búsqueda familiar de ADN continúa.

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